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CAMINO DE SERVIDUMBRE por Esteban Lijalad*

Ernestina Gamas | 15 febrero, 2014

Ese es el título de un libro que hizo historia, escrito hacia 1944 por Friedrich Hayek. Lo que venía a demostrar allí el economista austriaco es que las potencias occidentales, unidas para derrotar al nazismo, estaban adoptando políticas económicas calcadas de las de su enemigo y que, más allá de sus buenas intenciones, la creciente intervención del Estado en la vida económica llevaría, ineludiblemente, a un “camino de servidumbre”. Lo que desnudó Hayek es una lógica, que una vez adoptada- aun con un ethos democrático- lleva a la servidumbre. La historia le dio la razón: los estados mínimos de principios de siglo dieron lugar a Megaestados que administran más del 50% del PBI, que ocupan, subsidian o financian a más de la mitad de la población. Que crean sistemas de asistencia social de tal complejidad que solo sus funcionarios los entienden y son, en la práctica, inmodificables. Estados que, a pesar de la disminución objetiva de la pobreza- estamos hablando de Europa y EEUU, aunque es aplicable a otros entornos-, cada vez subsidian, “protegen” y encuadran a más “pobres”. La crisis actual del Estado de Bienestar- falsamente descripta como la crisis del “capitalismo liberal” – es una confirmación de su temprana advertencia.
El camino de servidumbre comienza cuando la “justicia social” hace su entrada. Este elusivo concepto de “sentido común”- todos parecen entender sin más explicaciones qué es la “justicia social”- es de algún modo la “madre” conceptual de todos los excesos que genera el Estado de Bienestar. La primera cuestión sería entender de qué se trata la “injusticia social”, ya que se predica su corrección apelando a su contrario, la justicia social.
¿Es injusticia social que el salario medio de un país del tercer mundo es apenas una fracción del de uno del primero? Si es así, el remedio es muy simple: un peón nicaragüense debe, porque es de justicia, cobrar lo que gana un obrero en EEUU, unos 4,000 dolares por mes. Será justicia, no?
La imposibilidad fáctica de este “aumento” es tan obvia ( sucede que la productividad del tabajador es enormemente mayor en EEUU que en Nicaragua) que casi no habría que discutir al respecto. Ningun empresario nicaragüense o argentino o camerunés puede pagar esos sueldos. Y no porque sean empresarios ”injustos” a los que habrá que corregir desde el Estado , aplicándoles el rigor de la justicia social, sino porque la productividad bajísima del trabajo, por la escasa acumulación de capital, en el tercer mundo hace simplemente desopilante pensar en esos niveles de ingreso. Entonces, ¿cual sería el “grado” de justicia social a exigir en Nicaragua, o en Argentina?
El “grado” varía según el partido político que se propone dirigir el Estado: digamos que la extrema izquierda exigirá salarios imposibles de 4000 dólares, populistas y socialdemócratas se conformarían con 2000 y conservadores con 1000. Ninguno de ellos planteará que el salario debe surgir de la libre discusión entre empresarios y trabajadores, y todos suponen que los injustos empresarios siempre querrán pagar sueldos míseros y que solo la mano amiga del gobierno hará que los sueldos sean mayores. Lo único que no puede asegurar ningun partido sea de izquierda, populista o conservador es que los empresarios acepten pagar sueldos altos y , al mismo tiempo, aumenten la contratación de más trabajadores por esos sueldos. Los partidos pueden garantizar el salario “justo”, pero no la plena ocupación: son dos objetivos antagónicos.
O sea: las políticas basadas en el supuesto de “justicia social” al no comprender la lógica de la economía de mercado pretenden manejar las variables clave, pero siempre se olvidan de una. Y terminan empobreciendo aun más a la gente. Si dan sueldos altos, garantizan alta desocupación. Los sueldos altos en dólares hacen que nuestros productos caros no puedan encontrar mercado en el mundo. Si para encontrar mercado apelan a la devaluación, no hacen otra cosa que bajar el salario real. No pueden salir de esa encerrona, porque su comprensión de las leyes de la economía es nula.
El 75% de la población aplaude estas políticas de intervención del Estado. Dado que la calidad de la demanda es, entonces, tan baja, no es sorprendente que ningún partido plantee otras alternativas: todos, izquierda o derecha, populistas o socialdemócratas proponen la misma matriz de un Estado altamente intervencionista en los contratos entre privados que fije la tasa de interés, el valor de la divisa, el salario mínimo, el volumen de emisión monetaria, los impuestos, las tasas, las retenciones, los subsidios, las promociones, los privilegios, las exenciones. La empresas se transforman en apéndices del Estado y compiten no por ganar el favor de los consumidores sino el favor del ministro de turno. Se arma así un complejo empresarial-estatal-sindical que maneja a su antojo las variables macroeconómicas.
Nada, absolutamente nada, garantiza que esto cambie en 2015. Toda la energía que los opositores a este gobierno- desde las multitudinarias marchas hasta las denuncias de la oposición- ha estado orientada a limitar la apetencia de poder absoluto de este gobierno y sus ansias de reelección permanente.
Bienvenidas esas luchas, que han logrado, al menos, impedir el proyecto de permanencia de una “Cristina eterna”. Pero eso no basta, apenas alcanza para cambiar los rostros del próximo gobierno, pero sin modificar la matriz estatista que nos lleva, implacablemente, al camino de servidumbre.

*Esteban Lijalad es sociólogo e investigador cultural

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