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ANOMIA: UNA MIRADA JURÍDICA* por Román Frondizi**

| 14 septiembre, 2015

      1. Es una característica típica de los ordenamientos jurídicos estatales como el argentino, entre otros, la de ser, desde el punto de vista de la producción normativa en sentido lato, sistemas cerrados.

      Es decir, que las fuentes de producción de las normas están, todas,  exactamente individualizadas,  y que el ordenamiento jurídico puede ser  enmendado solamente  por medio de los instrumentos previstos por él mismo.

      La alternativa a ello, que no se reduzca a un mero hecho ilegal, es la revolución,  que,  si se concluye positivamente, no se limita a variar el orden jurídico, sino  crea uno nuevo y, al límite,  da vida a un nuevo estado.

      En los sistemas  así delineados,  y ello aparece particularmente evidente,  al menos en teoría, en el argentino,  no es concebible la existencia de personas físicas o jurídicas, o   de grupos o categorías de personas físicas o jurídicas, que no sean destinatarias de las normas que han sido puestas formalmente en vida por el sistema jurídico. En los casos de exención  ( sea ésta sustancial o procesal ), ella se producirá solo gracias a la determinación de una norma ortodoxamente producida por el Estado.

      Sin embargo, desde hace tiempo  y en medida siempre creciente, es  perceptible un fenómeno que no está en armonía con el esquema  recién bosquejado,  y que podría interpretarse de varios modos.

      Trátase de la existencia  de personas, grupos de personas o categorías de personas que, aún estando ciertamente  sujetos al ordenamiento jurídico y aún no gozando de exenciones en el sentido antedicho, no son tocados, sino marginalmente, por las normas vigentes. Al decir no son tocados entiendo decir, obviamente, que tales sujetos son directos destinatarios de las normas, pero que éstas, de hecho, no encuentran aplicación en relación a ellos, o encuentran una aplicación parcial o de todos modos distorsionada, o que  ellos se conducen como si estuviesen exentos de cumplirlas.

      2. ¿Cómo negar la gravedad patológica de la divergencia, ética y jurídica, existente entre los resultados razonablemente esperables del funcionamiento del orden jurídico y aquellos que de hecho él asegura?

       Está a la vista de todos la medida en la cual resultan incumplidas, (inclusive – pero no solo- por parte de la Administración Pública y de quienes a ella pertenecen), las leyes penales, tributarias, urbanísticas, 

ambientales, etc.. Los ejemplos sobran, no de ahora solamente, y conciernen desde la inconducta vial, al incumplimiento de los códigos edilicios, a la adulteración de alimentos y medicinas, a la falsificación de títulos profesionales, al pago de sobornos en los contratos celebrados por la administración, a la polución ambiental, a los atentados contra la vida, el honor, el patrimonio, etc., etc..

      Cabría preguntarse si esto es una consecuencia indeseada del pluralismo político y moral, de la interferencia entre principios generales concurrentes y contrapuestos, de la reconocida evolución de la estructura del ordenamiento, o de una revolución cultural que abandona las vías de la racionalidad por las del impulso egoísta, que desvía la atención de lo absoluto hacia lo contingente, que se concentra sobre lo efímero prefiriéndolo a lo duradero, que privilegia lo banal y lo indecoroso, que prefiere lo fácil y lo vulgar.

      Sea cual fuere la respuesta el hecho es que la crisis existe de todos modos, y sus amplias dimensiones son indicativas de una suerte de fractura entre los modelos normativos y las realidades concretas de la vida social, que está presente en las cuestiones que, incesantemente, son propuestas al examen y decisión de los Jueces.

      Estos, a mi juicio, y sobre todo en momentos de particular tensión, deben someterse única y exclusivamente a la ley – garantía de libertad- en el desempeño de su función, asegurando así su independencia, y abstenerse de asumir la tarea de mediar, a través de un desenvuelto uso de las leyes, entre las opuestas instancias políticas y sociales, tarea esta última que la experiencia nacional y extranjera ha demostrado ser sencillamente impracticable sin grave menoscabo de la división de los poderes del Estado y de la vigencia de los derechos de las personas.

      3. El fenómeno de la inobservancia de las leyes puede ser considerado desde el punto de vista de la norma o desde el punto de vista de los sujetos :

      Desde el primer punto de vista, el fenómeno puede depender :

– de una formulación imperfecta, voluntaria o no, de la norma misma, que dirigida en apariencia a la totalidad de los sujetos está estructurada de tal modo que alcanza realmente solo a algunos de ellos; 

-de que la norma, aún si bien formulada, forma parte de un contexto normativo general incompleto, de modo que su funcionamiento resulta, de hecho, limitado o anulado; o está inserta en un contexto cuya estructura coercitiva no es idónea para  asegurar la observancia de la norma;

-de circunstancias no aparentes, verificándose tan solo la percepción del fenómeno descripto.

      Desde el segundo punto de vista el fenómeno puede deberse:

–  a la inserción de los sujetos, sean individuos, grupos o categorías, en determinadas fajas,  usando esta palabra en el sentido más amplio;

–  al hecho que los sujetos, por circunstancias inherentes a ellos, o por las relaciones de cada uno de ellos con otros sujetos, están en grado de ejercer influencia sobre los órganos  encargados de ejecutar o interpretar las normas;

    –  al hecho que los sujetos pueden,  por cualquier motivo, crearse a su alrededor una situación simulada, apta para ofrecer una  justificación para que quienes deben ver no vean esa situación;

     – a circunstancias no específicamente individualizables.

      La unificación de los dos puntos de vista desde los cuales ha sido considerado el fenómeno en examen lleva a una serie de posibles cuestiones:

– podría sostenerse que se está  en presencia de una fase involutiva del derecho vigente, sin perjuicio de ver si, en el fenómeno mismo de la involución, se pueden individualizar las líneas de una futura evolución;

–  podría pensarse que es necesario tan solo un reexamen del  ordenamiento jurídico, a fin de  encontrar la razón del fenómeno considerado. Por ejemplo, podría hipotizarse la existencia de normas no escritas por sobre la producción normativa que flanqueen, siempre y necesariamente, a aquellas previstas en la constitución escrita, con la consiguiente problemática relativa a la identificación de hechos o actos de producción jurídica y a los contenidos de tales normas no escritas:

– podría afirmarse la existencia de una falla o fractura entre el Estado y el ordenamiento jurídico  de un  lado y la sociedad o parte de ella  del otro, por cuya razón, habiendo sufrido mutaciones en sentido lato la estructura de ésta, la  inmovilidad de los primeros crea obvios problemas de no correspondencia.

– podría sostenerse, en fin, que se trata de la amplificación, en medida notable, de fenómenos que han existido siempre. En este caso sería necesario examinar los motivos que han llevado a tal amplificación y, con ello, se podría ser reenviado a una de las hipótesis precedentes.

      4. Si bien no me detendré a hacer mi propia alabanza de la ley, no podría resistir a la tentación de recordar que ya en el mundo griego todo el problema de la libertad giraba alrededor del respeto a la autoridad de la ley. En la prosopopeya de las leyes del Critón la base de la argumentación estriba en que la ley es una especie de acuerdo, de contrato, entre la comunidad cívica y el individuo. Llegado a la edad de hombre, es decir, cuando ha tomado conocimiento de la vida pública y de las leyes, el ciudadano de Atenas es perfectamente libre y debe todo a las leyes de la ciudad, que lo engendraron, lo nutrieron y lo educaron. El ciudadano es un hombre libre en el sentido de que no obedece a otro hombre. Pero es esclavo de la ley. La libertad implica para él poder tomar parte en la cosa pública, y, al hacerlo, es él quien hace las leyes. Cuando, por consiguiente, obedece a la ley, no hace otra cosa que obedecer a sus propios designios, es decir, se obedece a sí mismo.

      Se vislumbra todo lo que acarrea tal concepción, en la que haría bien en inspirarse nuestra  sociedad. En primer término, que no hay verdadera libertad sin participación en la vida cívica, lo cual entraña un compromiso: el ciudadano debe tomar sus propias responsabilidades. En segundo lugar, a la ley -la Ley Suprema, en nuestro caso la Constitución Nacional- una vez votada, debe seguírsela sin restricción alguna. En una palabra, la libertad política y civil obliga a una disciplina del espíritu y de las costumbres.

      Hoy como ayer resulta claro que los excesos de la libertad por violación o desprecio a la ley conducen a la anarquía, es decir, a un estado en el que ya no existe autoridad y en el que todas las facciones terminan despedazándose mutuamente. Es bien sabido que la anarquía conduce a su vez a la tiranía.

      Los constituyentes de 1853 entregaron al pueblo argentino una Carta Fundamental sustancialmente animada, como se ha demostrado con el pasar de los años y también con la dolorosa experiencia de su incumplimiento, por un alto espíritu de civilización y por una gran sabiduría, que debería ser honrada diariamente con la más activa y fiel observancia. Su indefectible referencia al valor de la persona humana (de toda persona, aun la más desfavorecida), subordina a la afirmación fáctica de este valor toda regulación de la vida colectiva.

      La tarea de la magistratura de armonizar normas a veces aparentemente opuestas, que se reconocen, sin embargo, en la Constitución, queda confiada a una interpretación teleológica inspirada en aquel valor, no en ocasionales oportunismos, por medio de un penetrante intus legere capaz de hacer evidentes las líneas de unión de la normativa y de observarlas con tranquila paciencia.

      El Poder Judicial debe, pues, impartir justicia  ateniéndose solo a la Constitución y a la ley, contribuyendo así, de modo eficiente, a combatir la anomia que afecta a la sociedad.

      5. Habida cuenta de la naturaleza de este texto me he limitado a tratar de transmitir la percepción crítica de hechos disvaliosos, que, quizá por  la constatación cotidiana de su  acontecer, no siempre se ven a la luz de sus reales implicaciones, que, a mi juicio, son sin duda muy inquietantes. Tampoco presento soluciones sino tan solo posibles problemas, también porque carezco de una tesis que pueda considerar yo mismo como suficiente. Salvo, claro está, la absoluta necesidad de que los principales actores de la vida social – gobernantes, jueces, políticos, intelectuales, periodistas, empresarios, dirigentes – que son siempre ejemplos, buenos o malos, muy mirados por el resto de la comunidad, acentúen el rigor ético de su propia conducta. Por fin, en el caso particular de la magistratura, al auspicio ético ha de unirse el de la eficiencia técnica, de modo tal que ateniéndose con rigor a los límites de sus poderes y renunciando a recurrir a compromisos – que para algunos podrían convertirse en coartadas- sugeridos por una injustificada vocación vicaria, actúe con justa severidad y coherencia para asegurar la prevalencia de las normas.

      Recuérdese, por fin, que el ideal supremo de la República es la isonomia, el orden social fundado en la igualdad ante la ley: la virtud cívica consiste en estar educado en el espíritu de las leyes. Y, naturalmente, en cumplirlas.

*Una primera versión puede leerse en: Frondizi,R.J., “El Derecho, el Juez, la Justicia”, Editora  Platense, La Plata, 2014.

** El autor es jurista y ensayista.

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