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JOSÉ LUIS ROMERO, EL DILEMA DEL HISTORIADOR CIUDADANO por Luis Alberto Romero*

| 2 marzo, 2017

Publicado en La Nación el 1-3-17

A cuarenta años de la muerte del gran intelectual argentino, su hijo y colega repasa su pensamiento y su obra

"Antes de disgregarnos", tituló José Luis Romero el artículo publicado en noviembre de 1975 en el mensuario Redacción. Iniciaba así una serie de notas en las que la angustiada preocupación del ciudadano se combinaba con el "optimismo de largo plazo" del historiador, siempre capaz de encontrar un sentido en el caos.

Un poco antes, en julio de 1975, volcó estos encontrados sentimientos en una carta a su amigo René Balestra. El historiador –le dice- tiene una deformación profesional, que consiste en establecer los procesos en largo plazo. Las actitudes políticas, por el contrario, exigen una percepción de los procesos de corto plazo. Y quien se habitúa a manejarse en ciertos niveles de abstracción tiene, a veces, ciertas dificultades para ajustar las dos perspectivas. Creo que es esto lo que me pasa a mí.

Es cierto. Entre el historiador y el ciudadano hay una tensión constitutiva. Marc Bloch dijo que el historiador debe comprender y no juzgar; paradójicamente, esto lo escribió en 1941, cuando ya militaba en la Resistencia francesa, y poco antes de ser fusilado por los alemanes. No hay solución lógica para la disyuntiva. Donde el historiador encuentra tendencias y matices, el ciudadano tiene certezas e imperativos. El historiador percibe la relatividad de los valores y de las razones; el ciudadano actúa movido por una certeza moral. Ser hombre vivo e historiador es algo que conduce a una suerte de constante esquizofrenia, si, como yo, quiero vivir tanto la historia como la vida.

José Luis Romero había elaborado una forma singular de comprensión histórica. El tema reiterado de toda mi obra -le dice a Balestra- ha sido el de las relaciones entre las sociedades y las ideologías. Me apasionan los procesos sociales, pero en relación con las interpretaciones de la realidad y los proyectos o modelos que juegan en ellos. El complejo juego entre la realidad fáctica y las ideologías, mediado por las experiencias, las formas de vida y las mentalidades, está presente en sus trabajos iniciales sobre el mundo grecorromano y en su madura reconstrucción de "la revolución burguesa en el mundo feudal", cuyas proyecciones lo llevaron hasta la crisis de la cultura burguesa en el siglo XX.

La misma aproximación se encuentra en su libro seminal Las ideas políticas en Argentina, que instaló la inmigración masiva y la sociedad "aluvial" en el centro de nuestra historia contemporánea. La ciudad, gran creación de la burguesía medieval, proyectada en Iberoamérica, fue el eje de su magistral interpretación de la historia latinoamericana. Estas ideas iluminan cada uno de sus muchos trabajos, que habrán de reunirse en www.jlromero.com.ar.

La profesión de historiador organizó su vida, su trabajo y sus ocios. Al fin de cuentas, yo no soy sino un hombre de estudio, y a eso he dedicado mi vida, sigue diciendo a Balestra. Pero en otra parte de esa misma vida estaban el ciudadano y su imperativo moral. Algo de infatigable militancia había en su permanente disposición para dar conferencias y en su capacidad, casi apostólica, de suscitar entusiasmo por la aventura intelectual de comprender el pasado y el presente.

Sus preocupaciones ciudadanas se nutrieron de la cultura liberal y progresista de la entreguerra, donde se definieron sus convicciones socialistas. Inicialmente las estimularon su hermano y mentor Francisco, y también Alfredo Palacios, vecino del barrio, cuya casa y biblioteca frecuentaba en la adolescencia. Se desarrollaron a la par de su certidumbre sobre la íntima relación entre el pasado vivido, el futuro proyectado y el presente, instante a la vez efímero y vitalmente decisivo. Allí encontraba la articulación, lógica y necesaria, entre el historiador y el ciudadano. Con el mismo método he procurado definir mi posición frente a la vida de mi tiempo y de mi país. Y llegué al socialismo, evolucionista y reformista, siempre que la reforma conduzca al socialismo, le dice al socialista Balestra.

Historiador y ciudadano confluyen en su libro El ciclo de la revolución contemporánea, un ensayo libre en la forma y riguroso en el análisis. Allí explica su opción por el socialismo, en el que entonces veía una alternativa frente a los dos grandes desafíos de la democracia liberal: el fascismo y el comunismo.

Su militancia activa fue coyuntural, y sólo se activó cuando creyó que la gravedad del momento justificaba postergar al historiador. En tiempos de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial militó en el antifascismo. En 1945 se afilió al Partido Socialista -una decisión postergada por su escasa afinidad con los dirigentes locales-, pero no hizo vida de partido hasta 1956. Ese año, de manera sorpresiva, fue impulsado al más alto nivel de su conducción por una corriente que trataba de superar el antiperonismo cerril del viejo partido y ofrecer una alternativa socialista a los trabajadores peronistas. Acompañó esta experiencia hasta 1962, cuando la radicalización de sus últimos fragmentos se tornó incompatible con su socialismo reformista.

El mismo impulso a la acción -que el historiador vivía con algo de culpa- lo llevó a aceptar, en octubre de 1955, el conflictivo cargo de rector interventor de la Universidad de Buenos Aires. Repitió la experiencia en 1962, como decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Comenzó a percibir entonces que su mundo empezaba a marchar por un camino que le resultaba extraño.

Ese año renunció a la Universidad y se jubiló. Comenzó la etapa más productiva de su vida: terminó sus libros más importantes y concibió otros, que proyectó escribir en los veinte años siguientes. Pero en ese tiempo tan productivo comenzó a pesarle su creciente marginalidad, debida no tanto a la dictadura de Onganía cuanto a la extraña radicalización que en los años setenta sufrió su mundo más cercano. Me quedé sin discípulos y casi sin amigos, y pasé a la categoría de fósil liberal, confió a Balestra. Fue entonces cuando más lo angustió la incompatibilidad entre el historiador y el ciudadano; entre la perspectiva de largo plazo y la contingencia del presente.

A mediados de 1975, cuando decidió escribir para Redacción, creyó que su intervención podía volver a ser útil. Una foto de Martha Campos, hoy muy difundida, lo muestra conversando con los redactores, jovial, distendido y alerta. Ante la disgregación en avance -había escrito en aquella nota- hay que elaborar una política para el nuevo país, que es la Argentina. El golpe de 1976 lo afectó mucho -temió por la seguridad de los suyos y hasta por la propia-, pero también le confirmó que otra vez tenía algo que decir a una Argentina que recuperaba el valor de los derechos humanos, otro "fósil liberal".

José Luis Romero probablemente habría encontrado entonces un lugar para su vocación ciudadana. Debió haber sido una referencia muy importante en una Argentina en crisis, tan huérfana de maestros y de modelos. No fue así, pues murió prematuramente, a fines de 1977, a los 67 años. A medida que se apaga el recuerdo de su persona crece el interés de su obra, que sigue hablando del pasado, el presente y el futuro.

*El autor es historiador e investigador principal del Conicet/UBA

 

 

 

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