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LAS RAÍCES HISTÓRICAS DE LA CRISIS DEL CATOLICISMO POPULAR EN LA ARGENTINA. (I) por Jorge Ossona*

| 3 marzo, 2018

Tanto por sus orígenes remotos en la etapa colonial y el sigo XIX, como por los contenidos poblacionales de la inmigración aluvional, la Argentina siempre fue un país predominantemente católico. A diferencia de otros de América Latina, ello no fue incompatible con la construcción de un Estado Nacional poderoso y laico pese a que el catolicismo preservó su condición de religión oficial. Este último dato, en principio poco significativo, dotaría a la institución eclesiástica de un resorte de influencia crucial a partir de la primera posguerra. Hasta entonces, el laicismo definió el trazo grueso de la formación ciudadana del país moderno merced a una política educativa de Estado asombrosamente exitosa en incorporar a la nacionalidad  a los hijos de los inmigrantes y en generar una ciudadanía culta.

Pero las cosas empezaron a cambiar luego de la Primera Guerra en el contexto de procesos globales a los que el país no fue ajeno y que habría de procesar según su propia dinámica. Con el advenimiento de la sociedad de masas estallo una fuerte disputa en torno a la definición de la esencia del pueblo y de la Nación, cuestión crucial en un país de historia breve e intensa definida por una inmigración internacional que luego de la Gran Depresión del 30 se paralizo.

La jerarquía católica inspirada por el integrismo lanzó una ofensiva desde el interior del propio Estado en contra del laicismo liberal y cosmopolita. Contaba con la ventaja de ser el culto oficial. Ya en los 30 fue macerando un catolicismo militante popular bien tangible en la masividad del Congreso Eucarístico  Nacional de 1934. Loris Zanatta, Lilia Ana Bertoni y Luis Alberto Romero estudiaron con precisión este proceso desde el que se plasmó el concepto de “Nación Católica” según el cual la nacionalidad argentina poseía una esencia espiritual trascendente, el “ser nacional”, encarnado en una sociedad definida en términos orgánicos inspirados en el tomismo.

El integrismo católico hallo en el Ejército un aliado de quilates para seguir expandiéndose en el Estado como lo probó el régimen militar instaurado en 1943 que, entre otras cosas, suprimió la enseñanza laica y restauro la confesional como doctrina nacional. El peronismo completo la tarea; aunque, como fenómeno   político de masas, tendió con los años en erigirse en una religión laica que termino colisionando con la jerarquía católica precipitando su derrumbe. Pero fue sólo el preludio sin demasiadas connotaciones para la confesionalidad popular de la crisis profunda que habría de estallar en el curso de los 60; y que continuaría, sin solución de continuidad, durante las dos décadas siguientes.

La modernización cultural abierta por el desarrollismo durante los 60 impactó fuertemente a las aún poderosas clases medias argentinas, suscitando la reacción de la jerarquía católica confinada en un moralismo tradicionalista reforzado. Se impugnaron desde el rock hasta  la minifalda. Las píldoras anticonceptivas,  la emancipación femenina, el divorcio, la homosexualidad y el psicoanálisis. Pero ello no fue óbice como para que Buenos Aires no se convirtiera en “villa Freud” y que en sus sectores más ilustrados irrumpieran nuevas tendencias que abarcaban desde diversos orientalismos hasta la umbanda afrobrasileña.

Hubo, no obstante, otra tendencia aún más disruptiva que se instaló en el interior  de la propia Iglesia. El Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín significaron otro desafío para el integrismo dominante en el episcopado. Algunos sectores confesionales se inclinaron hacia la innovación ideológica identificando a su catolicismo con la reivindicación social de los pobres y un anticapitalismo en clave menos tradicionalista y más  afín a los populismos socialistas inspirados por el castrismo. Como el catolicismo integral de los 20 y 30, esta vertiente  se lanzó a un proselitismo intenso en las bases populares. El régimen militar nacional católico  instaurado en 1966 supuso una reacción cultural fundada en la reedición de la alianza entre la cruz y la espada. Pero esta última se multiplicó en bombas y fusiles.

El intento restauracionista se hizo sentir fuertemente en su política universitaria aunque en el contexto de la época fue como patear  el hormiguero abriendo curso a un conjunto de procesos contestatarios que salieron a superficie con plenitud en mayo de 1969 durante las jornadas del Cordobazo. Desde entonces en más, el movimiento católico se dividió en dos facciones pletóricas de grises pero que, a efectos prácticos, definiremos como, por un lado, el tradicionalismo conservador; y por el otro, al progresismo revolucionario. No incumbe a los objetivos de este artículo analizar pormenorizadamente  ni las viscitudes históricas ni las alianzas esporádicas de flanqueada por distintas líneas intermedias. Apuntamos más bien a analizar  la génesis de la profunda crisis que afecta durante las últimas tres décadas al catolicismo como devoción popular en coincidencia  con el arranque de mutaciones sociales  que también habrían de aportar  a la explicación de esa ruptura.

El comienzo de ese choque coincide con la crisis del gobierno nacional católico del Gral. Juan Carlos Ongania, La consiguiente alianza con un Perón dispuesto, hasta fines de 1972,  a sumar apoyos sociales nuevos y, junto con ellos, a una porción sustancial  de sectores revolucionarios. Ya en el poder, su ruptura radical con ellos supuso su reconciliación con los sectores conservadores con los que había roto en las postrimerías de su régimen hacia 1954 y con los que esbozo tibias línea de reaproximación a lo largo de su exilio en la España de Franco. Su esposa y sucesora continuo la ofensiva plasmada en algunos hechos emblemáticos como la detención de curas militantes en comunidades aborígenes chaqueñas en abril de 1974, aún con el general en el gobierno y el asesinato, un mes más tarde, del sacerdote tercermundista Carlos Mujica tras una misa en el barrio quilmeño de San Francisco Solano. En mayo de 1975, el secuestro por “Las Tres A” de la decana de la Facultad de Humanidades de la UCA en Mar del Plata seguida de la multiplicación de secuestros, torturas y muertes de sacerdotes y militantes católicos a lo largo de ese año y los comienzos del siguiente hasta el golpe militar.

La alianza entre el gobierno justicialista y la jerarquía tradicionalista y conservadora se tornó explicita durante la administración de María Estela Martínez, pese a que el hombre fuerte de su gobierno  era un reconocido iniciado umbandista y ella jamás oculto sus simpatías por los misterios afrobrasileños. José López Rega soñaba asimismo, reeditar  una suerte de “cristianismo nacional” de proyecciones latinoamericanas en la línea estratégica de la umbanda que operó como revulsivo en el episcopado y reabrió algunas brechas que evocaban de la ruptura de 1954. Más allá  de estas alineaciones y zonas oscuras lo que más nos interesa remarcar es la fuerte incidencia del sector innovador –también podríamos denominarlo “tercermundista”, y hasta “progresista” pero no nos convence ninguno de esos términos; salvo como sobrentendidos- en los sectores populares merced a militancias pletóricas de compromiso social. Si bien no modificaron las convicciones tradicionalistas  de las bases, estas militancias fueron acumulando méritos a raíz del agravamiento de la crisis social en ascenso desde los 60 pero que entró en una zona de viscitudes desconocidas a raíz de las tendencias mega inflacionarias y recesivas detonadas con el Rodrigazo de julio de 1975. La militancia eclesial innovadora fue incisiva en organizaciones villeras, comunidades indígenas del NEA y campesinas del NOA y, entre otras, movimientos como la Juventud Obrera Católica y la Juventud Universitaria Católica. Sus  sintonías variables con las denominadas  organizaciones de superficie de Montoneros fueron variables. Fue sólo el comienzo de un desenlace dramático.

 

*Historiador, miembro del Club Político Argentino

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