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 LA POBREZA ARGENTINA EN PERSPECTIVA HISTÓRICA por Jorge Ossona*

Con-Texto | 17 julio, 2020

La pobreza estructural es un fenómeno endémico que afecta a nuestros grandes conurbanos desde hace aproximadamente medio siglo. En su dimensión estrictamente histórica, registra en el país un punto de partida  situado entre mediados y fines de los 70. Esa inscripción temporal ha habilitado explicaciones simplistas que la atribuyen a la perversión congénita de determinados gobiernos y de sus políticas económicas. Sin embargo, hay otros factores más relevantes tales como la crisis fiscal del Estado argentino, la consiguiente parálisis  de la sustitución de importaciones comenzada en los 30, la anomia política abierta desde mediados de los 60, y los ensayos fallidos de apertura para competitivizar nuestra economía semicerrada con su correlato de mega inflación y endeudamiento externo.

Este empobrecimiento vino a dar por concluida la denominada excepcionalidad argentina respecto de la región como sociedad integrada e inclusiva; esponja de sucesivos contingentes inmigratorios externos e internos desde fines del siglo XIX. Dicho en otros términos, nuestra pobreza histórica siempre se diferenció de la del resto de América Latina en términos cualitativos y cuantitativos. En el primer caso, por su transitoriedad dado el pleno empleo motivado por el crecimiento en un país escasamente poblado; y en el segundo, por su debilidad numérica que potenciaba al anterior. En la Argentina, salvo en el noroeste extremo, el régimen de castas colonial que aun preserva resabios en Iberoamérica,  fue marginal y tendió a diluirse a raíz del revulsivo social abierto por nuestra particular emancipación.

En Buenos Aires, la escasa población requerida por una ganadería pujante desde 1820, determinó que sus plebes rurales y urbanas estuvieran lejos de la miseria extrema como lo prueban los testimonios de numerosos observadores extranjeros. La masividad de la inmigración europea a partir de 1880, concluidos los últimos vestigios de las guerras civiles y en consonancia con la consolidación del Estado, corrobora el perfil del país como tierra de promisión y ascenso social. Fundamento a su vez de nuestras clases medias de extensión y espesor únicos en la región. No es que la pobreza estuviera ausente del mapa social del país bonaerense y litoraleño como lo testimonian los conventillos y la precariedad de los peones de la Pampa gringa. Pero las posibilidades de ascenso generaban un horizonte de crecimiento, tanto para los europeos como para  los migrantes del Noroeste, aceleradas desde la emancipación y recién retenidas parcialmente hacia las últimas décadas del siglo XIX.

Esto fue así  porque el régimen de notables que fraguó, consolidado el Estado nacional, quedo a cargo de oligarquías del Interior que conquistaron su centralidad en la política merced al sistema federal de gobierno estipulado por nuestra Constitución. Sin una población mínima de sus respectivas provincias ese federalismo podía tornarse ficticio debido a la succión demográfica creciente por las actividades agropecuarias de las llanuras del este. De modo que debieron ingeniar un sistema de retenes mediante políticas públicas proteccionistas, contradictorias con el librecambismo imperante. Se promovieron así la producción azucarera tucumana y la vitivinícola mendocina que generaron un circuito de mano de obra estacional que limitaba en términos relativamente satisfactorios las migraciones de las provincias andinas hacia el Litoral. Ese éxito se preservó hasta los años 60 del siglo XX.

Las migraciones internas suscitadas por la Gran Depresión y sus efectos catastróficos para las exportaciones de granos, procedieron más bien de las campañas bonaerense y litoraleñas. Eran, entonces, de origen mayormente europeo y constituyeron uno de los puntales de la fuerza de trabajo de la industrialización mercado internista durante los años 30,40 y 50. Las razones de la citada inflexión desde los 60 para el noroeste –aunque también del nordeste algodonero- fue principalmente el ingreso del país en una etapa industrial más compleja y capital intensiva que heterogeneizo el consumo interno y condujo a la crisis de varias economías regionales florecientes desde fines del siglo anterior y, sobre todo, desde los 30.

El caso más dramático fue precisamente el de la producción azucarera tucumana atribuible a la racionalización de los ingenios poco competitivos por las políticas macroeconómicas  de la segunda mitad de la década. La quiebra de muchos, la consiguiente desocupación y la ruina de pequeños agricultores cañeros arrojaron a decenas de miles de emigrantes hacia los grandes conurbanos de Córdoba, Rosario, Mendoza y Buenos Aires. Los siguieron otros de provincias tributarias de mano de obra estacional. Las villas miserias se hipertrofiaron y se extendió una peligrosa informalidad compensada por el pleno empleo demandado por actividades como la construcción y el servicio doméstico. Pero fueron la semilla de un problema evitable mediante complejas políticas públicas que la citada yuxtaposición de factores negativos abortó y que terminaron germinando en la actual pobreza estructural.

Fracasado el experimento peronista abierto en 1973 tras el Rodrigazo de 1975 comenzó la sangría que se habría de acentuar a raíz de las aperturas financiera y comercial improvisadas por la dictadura: hubo trabajadores informales que se sumieron en la miseria; formales que perdieron su empleo y sus respectivos beneficios gremiales; sectores de clase media que se pauperizaron; y nuevos inmigrantes del interior y de los países limítrofes que huyendo de su pobreza originaria se toparon con otra de destino. Desde las postrimerías del régimen comenzaron a arbitrarse políticas administrativas del nuevo fenómeno que se fueron consolidando a lo largo de los cuarenta años que lleva esta democracia. Su propósito explicito era remitirla a los niveles de las vísperas del cataclismo. Pero solo fueron un paliativo impuesto por la necesidad de la movilización de unas masas cuya memoria del país inclusivo exigía mínimos de subsistencia digna.

Sus resultados fueron variables: contuvieron pero su mala gestión determino la suboptimizacion en políticas de empleo, de urbanización y vivienda. Desde los 80 y los 90, las inmigraciones de países limítrofes se sumaron al flujo al compás de la transformación de sectores cruciales de nuestra economía como la construcción, acaparada mayormente por los paraguayos y la textil por bolivianos y peruanos. Su herencia cultural milenaria en los últimos y los rigores de una agricultura de subsistencia en los segundos los torna tolerables a niveles de explotación contrarios a nuestra legislación pero venalmente consentidos por la política dada su productividad en ofrecer trabajo o productos baratos al creciente mercado de una pobreza que alcanza a una tercera parte de la semiestancada demografía del país. De paso, para facilitar recursos extraordinarios y extralegales para sostener sus cajas negras que financian sus carreas políticas de base y su nivel de vida suntuario.

 ¿Sera posible remitir en el mediano plazo esta mácula social que ya lleva casi medio siglo retornando al país inclusivo e integrado hasta aproximadamente mediados de los 70? Respuesta cuya clave está en la génesis del fenómeno, a saber: la crisis fiscal terminal del estado, su impotencia para promover directa o indirectamente actividades productivas, la volatilidad de las políticas económicas y la imposibilidad de construir una idea de país futuro que concentre las energías de la sociedad.

*Historiador. Miembro del Club Político Argentino

 

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