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EL ANTISEMITISMO VIENÉS por Arnoldo Siperman*

Ernestina Gamas | 22 septiembre, 2012

La judeofobia tradicional europea era, hasta mediados del siglo XIX, una cuestión religiosa con fuertes ecos culturales, relacionada con el resentimiento frente a un pueblo desperdigado por toda la cristiandad europea que se negaba tozudamente a aceptar la divinidad de Jesús. Aunque tuvo momentos de agresión muy intensa, como las masacres en Renania a fines del siglo XI o las de Ucrania a mediados del XVII, la tradición antijudía cristiana reconocía límites en su propio origen (Jesús fue judío) y en insoslayables necesidades de su aparato teológico (el imperativo paulino de tratar de convertirlos).

Hacia esa época se produce un primer cambio, consistente en que la cuestión fue ubicada en clave biológica: el judío no debería ser percibido como un diferente religioso, susceptible de segregación, de expulsión, de confinamiento en guetos y también de conversión, sino como un ser biológicamente inferior. Se invocaba la autoridad de la ciencia para afirmar que sus caracteres, al estar condicionados por la naturaleza, serían inmodificables y debería ser considerado como potencial agente contaminante de la sangre de las razas superiores. Los grandes precursores de ese cambio de actitud fueron el francés Arthur Joseph de Gobineau, que publicó entre 1852 y 1855 un Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas con la pretensión de fundar científicamente las diferencias y jerarquías raciales, y el gran músico alemán Richard Wagner, quien dotó a la doctrina la seducción de la música y la aspiración de un Arte Total Alemán. El antijudaísmo pasa ahora a denominarse “antisemitismo” (una Liga Antisemita fue fundada en Alemania en 1879) para destacar su aspecto racial.

Un segundo cambio, superpuesto al que lo precediera, ocurre en el último tercio del siglo XIX, cuando los antisemitas condujeron su elitismo racista al terreno político. Hacer eje en la cuestión racial tenía la utilidad política de desplazar el debate del terreno de las controversias institucionales, de los enfrentamientos nacionales y, más que nada, de los conflictos sociales que dominaban el escenario europeo. Esa intrusión del racismo como actitud política sintonizaba con el retroceso de la afirmación de una cultura fuerte del liberalismo y de la democracia, ocurrido en los años finales del siglo XIX. El antisemitismo se convierte en propuesta para las masas, en argumento populista y en plataforma electoral, obteniendo éxitos significativos. Su irrupción dio un nuevo tono a la política europea de fin de siglo y dejó una profunda marca en su historia posterior. Ni los aristócratas ni sectores populares fueron insensibles a esa prédica.

 

Este antisemitismo racial y político tuvo sus principales focos en tres grandes capitales. En Berlín se constituyó en capítulo importante de la política antibismarckiana, anudándose luego las diatribas antisemitas con las consignas de la izquierda contra el capitalismo y las finanzas, a los que se presentaba inseparables del espíritu judío. En París el punto culminante fue un proceso fraguado en un tribunal militar contra un oficial judío, Alfred Dreyfuss, primeramente condenado y finalmente rehabilitado, que dio lugar a fuertes debates públicos y a la famosa requisitoria de Émile Zola Yo acuso (1898), en la que denunció las arbitrariedades que se estaban cometiendo y la agresión racial que las inspiraba.

El tercer gran centro de difusión del antisemitismo racista y político fue Viena. Se convirtió allí en un factor de gran importancia porque esa ciudad era la capital de un vasto imperio plurinacional en el cual el judío era el único pueblo carente de localización territorial, estando sus comunidades diseminadas en su territorio. Las reformas liberales posteriores a 1848 le permitieron a muchos abandonar sus encierros en guetos y aldeas y migrar a las ciudades, donde se incorporaron a las diversas actividades urbanas. Asimilaron con facilidad la cultura de lengua alemana, de manera que en ciudades como Budapest, Praga, Zagreb o Lvov fueron percibidos por sus poblaciones de húngaros, checos, croatas y polacos, respectivamente, como agentes culturales del germanismo imperial. Un ejemplo típico del judío portador de la cultura germana entre pueblos que se sentían sojuzgados por el Imperio es, ya en el siglo XX, el de Franz Kafka quien, profundamente ligado a Praga, escribe toda su obra en alemán y no en checo como la ubicación geográfica y la historia de esa ciudad hubieran podido indicarlo.

La circunstancia de sentírselos portadores de la cultura germana generó hacia los judíos, por parte de esos pueblos, que formaban parte del imperio habsburguiano pero tenían fuertes vocaciones separatistas y nacionalistas, un fuerte resentimiento, que sintonizaba con la persistente prédica de las iglesias cristianas y con el ejemplo de la intolerancia de la vecina Rusia zarista.

En Viena, la migración de judíos pobres provenientes de las aldeas se superpone –sin mezclarse demasiado- con los judíos cultos que ya vivían en la ciudad. En ese contexto y en función de la conversión del antijudaísmo tradicional en racismo, las luchas políticas derivan hacia una puja antisemita. En las elecciones municipales de 1895 participan un partido católico populista, el socialcristiano encabezado por Karl Lueger; otro pangermanista de aires aristocratizantes cuyo jefe era Georg Ritter von Schönerer; la socialdemocracia y los liberales. Las elecciones las ganó Lueger y esa victoria fue considerada como un éxito de su prédica antisemita. Como consecuencia y pese al desagrado del propio emperador Francisco José, quien trató de impedirlo, Lueger se instaló como alcalde de la ciudad, cargo que ejerció hasta su muerte (1910).

La falacia del biologismo oportunista queda al descubierto cuando se la examina sobre el trasfondo del caudillismo autoritario, como lo demuestra la sentencia de Lueger: “Judío es quien yo digo que es judío”. Este personaje, un demagogo ambiguo y de pocos principios, era un antisemita entusiasta. Hitler, que vivió en Viena en tiempos de su gestión como alcalde, lo reconoció como uno de sus grandes maestros, juntamente con Houston Stewart Chamberlain (autor de un panfleto arianista y antisemita, Fundamentos del siglo XIX, 1899); aunque a ninguno puso el dictador en un plano tan eximio como a Richard Wagner, cuya creación musical y teatral resonaba ya como manifiesto integral del nazismo.

Un tema muy vinculado al del antisemitismo es el de la mujer. Ya Gobineau había considerado que la superioridad racial se asociaba al predominio de caracteres que se consideraban propios de la masculinidad. Sostenía que la raza superior los ostenta, que los arios son fuertes, valerosos y racionales y que el espacio de su realización plena es el de la actividad guerrera. La mujer es esencialmente débil, pasional, pérfida y, para colmo, contaminante, rasgos que son los que prevalecen en las razas inferiores. Quien mejor logró expresar este paralelismo entre el factor femenino y la judeidad, factores que reunían lo más despreciable de la condición humana, fue el escritor vienés Otto Weininger -muerto por su propia mano en 1903- autor de un libro que tuvo gran difusión, Sexo y Carácter.

Este ambiente de antisemitismo intenso, biologista, político, a la vez elitista y populachero, está presente también en una burguesía en la que no faltaban descendientes conversos de judíos. Paradigma de una idea de la condición humana fundada en la victimización del diferente, del débil, del indefenso, del que se encuentra en una situación de la cual no le es dado apartarse, acompaña al proceso de decadencia y desintegración del imperio austrohúngaro que culmina con su derrota bélica en 1918.

El antisemitismo y su asociación con la depreciación de lo femenino, expresan la profunda crisis de identidad que se vivía en la capital de un imperio plurinacional que marchaba hacia su disolución. Ese racismo constituyó un elemento de vital importancia en el ambiente intelectual y en el estado de ánimo popular de Viena desde la última década del siglo XIX. Son tiempos de efervescencia intelectual, que corresponden a un período muy importante en la producción de Sigmund Freud, tan ligado a Viena, y en la constitución del saber psicoanalítico.

Es también la época de las frenéticas campañas de agitación pública de Jörg Lanz von Liebenfels.

Viena es profundamente contradictoria. La de esos años, la de Adolf Loos, Otto Wagner y la Secesión en la arquitectura, la de pintores de la talla de Gustav Klimt y Egon Schielle, de escritores como los hermanos Zweig, Arthur Schnitzler, Hugo von Hoffmannstahl y Robert Musil y músicos como Gustav Mahler, Arnold Schönberg y Bruno Walter, fue también la capital de la hipocresía que suele rodear a la decadencia. Le cabe el triste privilegio de haber sido el más fuerte centro de irradiación antisemita, mucho antes de que las formas más duras del racismo devinieran doctrina oficial en Alemania. Mereció que Karl Kraus ubicara en ella Los últimos días de la humanidad y que Joachim Riedl la definiera como, a la vez, genial e infame. No importó de Alemania su vocación antisemita; fue más bien la locura vienesa la que influyó en el Tercer Reich. Viena irradió antijudaismo, no solamente hacia Alemania, mientras exportaba el regalo empalagoso de sus viejos valses.

Hubo una especie de intervalo lúcido, contemporáno de la república de Weimar en Alemania, en el cual se desarrolló el “Círculo de Viena”, dedicado especialmente a la filosofía de la ciencia. Rigió entonces una Constitución republicana, con la impronta de Hans Kelsen, jefe de fila de una escuela neokantiana de iusfilosofía, a la que se adscribió también el internacionalista Alfred Verdross.

Pero duró poco. La década de 1930 presenció la reinstalación de la vieja competencia entre bandos antisemitas: el de vertiente católica y mussoliniana y el germanista. Una competencia en ganarse el favor popular excitando antisemitismo. El canciller socialcristiano Engelbert Dolfuss, creador del “austrofascismo”, que gobernaba dictatorialmente, fue asesinado en 1934 por los nazis. De allí en más, Austria esperaba con ansiedad una anexión a la Alemania nacionalsocialista, concretada en 1938 y recibida con el mayor entusiasmo.

En la segunda posguerra simuló haber sido la primer víctima del nazismo, del que había sido precursor y cómplice. Hizo de un oficial nazi, involucrado en crímenes nefandos, el presidente de su república, previo su paso al servicio de otra decadencia, la de un nuevo multinacionalismo, esta vez con pretensiones planetarias. Se trata de Kurt Waldheim (1918-2007), secretario general de la ONU primero y presidente de Austria luego.

Los valses siguen sonando, ya en el siglo XXI; pero desafinan cada vez más, en esta Viena de un imaginario y supuesto trasnochado esplendor.

———————————–

ARNOLDO SIPERMAN, Abogado, Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (1958), Profesor en las Facultades de Derecho y de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Profesor, Jefe de Departamento y Vicerrector del Colegio Nacional de Buenos Aires (Universidad de Buenos Aires). Director de publicaciones universitarias, jurado de concursos, miembro del Consejo Superior Universitario (1960/61). Autor de numerosos artículos, monografías y varios libros. Los más recientes:  Una apuesta por la libertad. Isaiah Berlin y el pensamiento trágico, Ed. De la Flor (2000) El imperio de la ley. Política y legalidad en la crisis contemporánea (2002) Ideología. Una introducción (2003) Pensamiento trágico y democracia (2003), El drama y la nostalgia. Racismo político, Wagner y la memoria reaccionaria, Buenos Aires, Ed. Leviatán, 2005 y La ley romana y el mundo moderno. Juristas, científicos y una historia de la verdad, Ed. Biblos (2009).

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