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WILLIAM FAULKNER (EE. UU. 1897 – 1962) el escritor que cambio la literatura del siglo XX*

Ernestina Gamas | 24 noviembre, 2012

 

* TOMADO DEL ARCA DIGITAL

Crear, a partir de las contradicciones del corazón humano, algo que no existía antes y que cien años después, cuando un extraño lo lea, sigue emocionándole: éste era el propósito de William Faulkner, el narrador  norteamericano fallecido hace cincuenta años. Si se tuvieran que citar tres escritores que cambiaron la literatura del siglo XX, uno de ellos tendría que ser el autor de "El ruido y la furia". Sin sus obras, García Márquez, Vargas Llosa, Rulfo, Onetti, Bernhard, Flannery O'Connor, Toni Morrison, Cormac McCarthy, Juan Benet o Baltasar Porcel, entre una lista interminable, habrían escrito otro tipo de libros y contado sus historias de otra forma.

Josep Massot / Filólogo y monje benedictino

 

 Faulkner es uno de los eslabones necesarios de la cadena que enlaza la Biblia, las tragedias griegas, Shakespeare y Cervantes con las comedias humanas de Balzac y Dickens y sigue con las pasiones turbias de Dostoyevski, Conrad o el Moby Dick de Melville. Un universo en miniatura encerrado en 2.400 millas, en la antigua tierra de los indios Chickasaw colonizada en 1811, y en la que vivían 6.288 blancos y 9.313 negros entre los ríos Tallahatchia y Yoknapatawpha (el Lafayette real). Un mundo que, decía él mismo, "está muerto desde 1865 (fin de la guerra civil norteamericana) y que habitan coléricos fantasmas garrulos y desconcertados". Hay una escasa clase media (Surrat-Rattlif, Varner, Stevens…), terratenientes (Sartoris, Compson, McCaslin, Sutpen…), agricultores que luchan por hacer fértil una tierra desolada (Tull, Samson, Quick, MacCallum, Armstrid, Houston…), los negros encadenados a sus antiguos amos y los "blancos que viven como negros" (los Bundren y los Snopes, con sus orgullos y su ansia de medrar). Son personajes que respiran lastrados por una atmósfera de desmoronamiento y agonía, ecos de la antigua opulencia, de fanatismo religioso, violencia y corrupción moral. 


Cuando le dieron el Premio Nobel, al principio lo rechazó -"¡Si se lo han dado a Pearl S. Buck y Sinclair Lewis!", dijo-, pero al final, presionado por el Departamento de Estado, lo aceptó y pronunció en Estocolmo uno de los discursos más recordados en la historia del premio: "Nuestra tragedia actual es un temor general en todo el mundo, sufrido por tan largo tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu; sólo queda este interrogante: ¿Cuándo estallaré?". Faulkner se negaba a aceptar el fin del hombre. "El deber del escritor, del poeta, es escribir acerca de estas cosas. Tiene el privilegio de ayudar al hombre a resistir elevando su corazón, recordándole el valor, el honor, la esperanza, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria del pasado". Su muestrario de personajes bebe de la detestable Sara Glamp de Dickens, del vitalista Falstaff, el maquiavélico príncipe Hal, la sanguinaria lady Macbeth, la doliente Ofelia y de la mirada infantil de Huck Finn y Jim de Mark Twain, pero también de personajes quijotescos en lucha imposible porque el ideal se imponga a la realidad de la naturaleza del ser humano.

"La vida –decía el escritor, que a veces se comparaba con el capitán Ahab de Melville– es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de éstos el derecho a soñar".

Faulkner decía que un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación y de esta última no carecía. Criado en Oxford, Mississipi –su abuelo, el Viejo Coronel sudista, murió a tiros en la calle por un duelo con uno de sus socios–, quiso enrolarse como piloto en la RAF, pero que la guerra acabara antes que su entrenamiento no impidió que al volver a Oxford fingiera un heroico historial de combates y una dolorosa herida en la cabeza. En Nueva York trabajó de cartero hasta que descubrieron que en lugar de repartir el correo, se dedicaba a jugar, beber y hacer de poeta decadentista. En París veía a Joyce en un café sin que se atreviera nunca a hablarle. Se estableció después en Nueva Orleans y cuando empezaba a desistir de triunfar como escritor –escribió Santuariocon fines comerciales–, encontró su gran veta, el mundo de Yoknapatawpha con El ruido y la furia. Mientras agonizó ¡Absalón, Absalón!, Y la manera con la que Faulkner contó sus historias cambió la historia de la literatura. Una misma historia está contada por distintos narradores-personajes, a veces con la mirada de un adolescente, con cascada de subordinadas, el fluir del monólogo interior trufado por la información de cartas o de otras voces y frases repetidas, interrumpidas, en paréntesis, dichas con la respiración del que sufre. "El tiempo –decía– es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de las personas individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Si fue existiera, no habría pena ni aflicción. Me gusta pensar que el mundo que creé es una especie de piedra angular del universo; que si esa pequeña piedra angular fuera retirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será el libro del Día del Juicio Universal, el Libro de Oro del Condado de Yoknapatawpha. Entonces quebraré el lápiz y tendré que detenerme".

A Faulkner no se le rompió el lápiz. sino el corazón el 6 de julio de 1962, tras una caída de caballo. Hacía años que su escritura había entrado en declive: necesidades económicas, agotamiento de su mundo narrativo, su dipsomanía, los disturbios de su vida doméstica, la falta de confianza. En su fallida novela Una fábula escribió: "Con el tiempo te haces viejo y entonces ves la muerte. Entonces te das cuenta de que nada, ni el poder, ni la gloria, ni la riqueza, ni el placer, ni tampoco, siquiera, verse libre del sufrimiento, tiene tanto valor como el simple acto de respirar, el simple hecho de estar vivo, incluso con todo el pesar del recuerdo y el dolor de poseer un cuerpo irremediablemente gastado; simplemente saber que estás vivo".



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