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TRES TRABAJOSAS TRANSICIONES por Antonio Camou*

| 9 diciembre, 2015

Son trascendentales pero no serán ni tranquilas ni tradicionales. Lamentablemente ya nos enteramos que tampoco serán transparentes. Por lo poco que hemos visto en estos días –y por lo mucho que sabemos de estos años- pintan más bien para tramposas y traicioneras. Para los ganadores serán triunfantes, y para los perdedores un poco tristes, pero no tienen por qué ser tremebundas; y por supuesto, nadie quiere que sean traumáticas, y menos que menos, trágicas. Habrá que verlas como trabadas, transpiradas, trabajadas, a las tres transiciones políticas que tenemos por delante.

La primera transición tiene fecha de vencimiento este jueves 10 de diciembre. En los papeles parecía la más sencilla, pero las “patéticas miserabilidades” del kirchnerismo en el poder la convirtieron en un laberinto enmarañado de zancadillas, vengativos pases de factura, leyes votadas a granel, inconstitucionales decretos de necesidad y urgencia, vaciamiento de todas las cajas habidas y por haber, bombas de tiempo esparcidas por todo el terreno, y hasta el desfachatado manoteo de twitter. Tal vez no se podía esperar nada mejor de los que se retiran, pero en todo caso hay que tener en claro el sentido estratégico de la movida: no son los últimos actos del gobierno kirchnerista que se va, son las primeras barricadas de una oposición intransigente que se viene.

La segunda transición afecta especialmente al peronismo que desde mañana quedará en el llano. La “geometría variable” del partido de Perón –como bien la ilustró hace tiempo Vicente Palermo con certera metáfora- estará obligada a desplegar nuevas alineaciones de su estructura y su dinámica política para ajustarse a unas inéditas condiciones de vuelo. Mientras va resolviendo un cierto modus vivendi con el flamante oficialismo, el peronismo derrotado comenzará a disputar un emergente liderazgo en su propio campo, que incluirá la depuración de ciertas jefaturas territoriales de capa caída, junto con una nueva configuración del poder sindical. El corte visible entre kirchnerismo de hueso colorado, pejota tradicional y frente renovador será una de las líneas divisorias de esta geografía de fronteras nómades, pero no menos importante será el balance entre la vieja “columna vertebral” (uno de las pocas y apetecidas “cajas” que quedarán disponibles), las autoridades legitimadas con responsabilidades de gestión, y la capacidad de bloqueo y de negociación del peronismo en el Congreso.

Finalmente, la tercera transición es quizá la más compleja de todas porque involucra la coordinación de factores, actores y cuestiones en distintos y “anidados”  niveles de operación. En un nivel básico, el tránsito estará marcado por la afirmación de un nuevo poder presidencial sin mayoría parlamentaria propia, que deberá redefinir sus relaciones con el poder legislativo y con el poder judicial, mientras lidia con estructuras estatales fuertemente colonizadas por los agentes de la gestión anterior. En otro plano,  asoma el desafío de transformar a Cambiemos en una auténtica fuerza política nueva, con presencia territorial y cierta capacidad de movilización, compartiendo esfuerzos, mecanismos de decisiones y resultados entre el PRO, la UCR, la CC y otros aliados menores. Con la experiencia fracasada de la Alianza en el pasado, y en ausencia de reglas, tradiciones o manuales,  el vínculo de confianza entre los principales dirigentes de la coalición puede ser la clave de bóveda de una nueva arquitectura política. Por último, en su dimensión más profunda, el desafío principal tal vez consista en ir transformando, de a poco, a través de avances pautados y pragmáticos, un esquema heredado de gobernabilidad autoritaria en un nuevo paradigma de gobernanza democrática y republicana. 

Frente a este abigarrado panorama, los que tenemos algunos años encima sabemos que una de las peores cosas que podemos hacer es sobrecargar de expectativas a un gobierno que deberá enfrentar –de entrada y sin red- una pesadísima herencia socioeconómica e institucional en el marco de un contexto internacional de gran complejidad.

Habrá que ir paso a paso, aprendiendo de los seguros errores que se cometerán, pero al menos orientando la brújula hacia un mejor destino. Como escribimos en el documento “El nuevo escenario político y los desafíos de una renovada gobernabilidad democrática”, elaborado por el Club Político Argentino para otro 10 de diciembre, pero varios años atrás:

“Ante una sociedad descreída o fatigada, castigada por la pobreza o la inseguridad, alterada por la crispación o tentada por el cinismo, buena parte de la responsabilidad dirigencial –política o intelectual, económica o social- pasa en la actualidad por ensanchar el horizonte de toma de decisiones, por generar un sentido del tiempo político que no se agote en el corto plazo ni se ofusque en la inmediatez del enfrentamiento. En momentos como los que vivimos se requiere producir una cierta visión de destino común, dibujar los trazos gruesos de una renovada orientación estratégica, abrir espacios donde las demandas y los conflictos comiencen a encontrar nuevos cauces institucionales de expresión y vías progresivas de resolución.

Se hace necesaria una nueva narrativa de futuro -animada por compartidos valores democráticos, republicanos y de desarrollo social y económico equitativos- para la Argentina que viene”.

                                                           La Plata, 9 de diciembre de 2015.

 

* Sociólogo. Miembro del Club Político Argentino

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¿EL FIN DE LA «GALAXIA GUTENBERG»? por Ricardo Lafferriere*

| 8 diciembre, 2015

Es un dato ineludible, del que nos anotician no sólo los publicistas sino la velocidad del lenguaje televisivo: la cultura de la letra, que comenzó su auge con la invención de la imprenta dando su impronta a la gigantesca expansión del mundo occidental –desde la industria, hasta la ciencia; desde las artes hasta la políticapareciera ir perdiendo terreno frente al crecimiento imparable de la cultura del video clip, la fragmentación de la posmodernidad, y el auge del

“multiculturalismo” con su reclamo de similar respeto a todas las culturas, sea cuales fueren sus valores.

De los mecanismos de la racionalidad, la construcción de la democracia formal es la que está sufriendo con más claridad –al menos, en los países no desarrollados este cambio de posición en la axiología de las mayorías.

Los parlamentos, lugar por excelencia de formación de la “voluntad general” para la ciencia política occidental, son hoy considerados por la mayoría de la población como despreciables espacios de contubernios, en los que un grupo de personas –por las que las mayorías no se sienten en lo más mínimo representadas o identificadas negocian espacios de poder de los que obtendrán beneficios personales no debidos.

La mayoría de las personas –que hace tiempo han dejado de pensarse a sí mismas como “ciudadanos”se sienten cada vez más alejadas del poder, al que consideran crecientemente como un actor social más –como las empresas, la iglesia, los militares, los periodistas, sin ninguna relación de representación, ni siquiera en los sistemas políticos que cumplen los cánones formales de responsabilidad democrática.

La cultura de la letra, sin embargo, permitió a la humanidad el gran salto tecnológico de los últimos cuatro siglos. Sin ella no hubieran existido los descubrimientos e inventos científico técnicos que permitieron la revolución industrial, el conocimiento de la materia, el diseño de artefactos hogareños que aliviaron el trabajo de las mujeres abriéndoles la posibilidad

de ser protagonistas sociales en lugar de estar amarradas a las tareas de la casa, el descubrimiento y la utilización de la electricidad –y a partir de ella, de la electrónica, y luego de la informática, y espués de la telemática, y por último de la comunicación en tiempo real a través de Internet y sus diversas aplicaciones;

del electromagnetismo, y a partir de él del telégrafo, la radio, la televisión, los teléfonos celulares, la Internet Wi Fi y lo que vendrá… y así hasta el infinito.

La invención de la imprenta que potenció la cultura de la letra fue el primer artefacto industrial, de producción masiva. Luego vinieron todos los demás. No existiría sin él la posibilidad de la producción de masas, llevando a miles de millones de seres humanos productos antes reservados a los reyes, señores feudales o grandes terratenientes.

Y fue la cultura de la letra la que abrió el camino a la razón, herramienta de la mente que, aunque presente en el ser humano desde los griegos y aún antes, encontraría en la letra impresa la base de su expansión no sólo para interpretar las escrituras sagradas –al alcance, desde ese momento, de todos los alfabetizados sino para transmitir y cotejar –y crear conocimientos teóricos y aplicados a través de la tecnología, una de sus hijas dilectas.

Todo eso ha sido la modernidad, en cuya construcción tiene un lugar básico la libertad individual y su expansión a cada vez mayor cantidad de seres humanos. Esa libertad individual fue el supuesto sobre la que se edificó un sistema político de pretendida validez universal, porque partía del axioma de la igualdad de todos los seres humanos: la democracia, entendida como una organización del poder en cuya base está la inalienable libertad de los seres humanos, que delegan en el poder –en una determinada medida, bajo ciertos límites y bajo ciertas condiciones sólo una parte ínfima de su libertad, a fin de posibilitar la convivencia.

La Galaxia Gutemberg es todo eso, y mucho más. Sin ella, sin la cultura de la letra, sin la razón y sin la lectura, sin la capacidad de articular argumentos para cotejarlos en un debate creador, la convivencia vuelve al mundo tribal previo a Gutemberg, o previo al alfabeto. Pierde la capacidad de seguir adelante con el portentoso avance producido en esta cuatro centurias, se asemeja a la convivencia aldeana del medioevo –o, más aún, de la humanidad prealfabetizada y en consecuencia, en lugar de avanzar en su libertad –real, consistente con las posibilidades del entorno se engaña con la ilusión de una libertad inmediata, tangible en el “hoy”, pero sin horizontes ni posibilidad de persistencia en el tiempo.

Pero… ¿es real que la galaxia Gutemberg ha sido reemplazada por la cultura del video clip? ¿se trata de un fenómeno general?

Una reflexión más cercana nos mostrará los matices, que a poco de profundizarse nos llevarán a conclusiones movilizantes.

Es cierto que la gran mayoría de las personas de las nuevas generaciones, aún en las sociedades democráticas, son formadas con un gran componente posmoderno, que leen menos, que han absorbido los mecanismos de los videojuegos con una lógica cerrada poco compatible con los principios de la causalidad, y que la influencia de la educación sistemática transmitida

por la Escuela ha sufrido el doble embate de la cultura massmediática

y los video clips. La “intuición” reemplaza al razonamiento, las “sensaciones” reemplazan a los sentimientos, las creaciones intelectuales realizadas por la humanidad en tres mil años de elaboración filosófica se tapan por el vocinglerío intrascendente, más parecido a los chillidos de una manada de monos que al vuelo elevado del ágora.

Esto ¿las hace mejores o peores? Un “multiculturalista” nos respondería quizás que la pregunta está mal planteada, porque no existen valores mejores o peores, sino que hay que respetar a todos por igual, porque todos son expresiones culturales diversas de los seres humanos. Sin embargo, la historia nos enseña que sin las herramientas forjadas por la modernidad no hubieran sido posible los inmensos cambios hacia la igualdad de las personas, y que sin ellas todavía las jerarquías religiosas seguirían siendo las únicas fuentes de saber, y los

señores feudales los únicos depositarios del poder, y el gigantesco avance científico técnico que permitió que los seres humanos seamos hoy seis mil quinientos millones en lugar de pocos

cientos no se hubiera producido. En otras palabras, sin la formación humanista racional abierta con la cultura de la letra impresa, los seres humanos serían muchísimo más desiguales que hoy, y quizás hubieran sido los mismos señores feudales y eclesiásticos quienes con más ahínco hubieran sostenido el multiculturalismo para defender sus posiciones.

La nueva realidad genera, sin embargo, un renacimiento del mundo parcial de medioevo.

Las personas, aunque a una escala global, vuelven a comunicarse en forma “audiotáctil”, alejándose de la letra impresa. Los libros no son más la forma predominante de transmisión de saber para la mayoría de los seres humanos, que reducen su comunicación a lo que les llega por los medios audiovisuales.

Pero no todos.

Y aquí está el matiz, tan importante en sus efectos que se convierte en fundamental.

Quienes son inducidos a reducir su visión del mundo a la cultura massmediática y a la civilización del video clip son la inmensa mayoría de los seres humanos que viven en el planeta, quienes de esta forma van también alejándose del poder –o de lo que queda de él, ya que también hay transformaciones en la esencia del poder que es necesario indagar en otro momento.

Esos seres humanos, que se alejan y hasta desprecian la política, que prefieren encerrarse en la fragmentación de su microcosmos y en todo caso limitar sus esfuerzos a los valores e intereses de la ONG a la que se sienten más afines, que se desinteresan por todo lo que pasa en el mundo que no les parezca que lo afectan en forma directa, son los nuevos alienados cuya actitud permite

a otros definir el mundo y sus reglas.

Porque como lo adelantamos, el fenómeno alcanza a casi todos, pero no a todos.

Si observamos dónde se forman y cómo se forman los que –casualmentetienen

en el mundo posiciones de mando –y con ésto definimos a los dirigentes políticos (fundamentalmente, de los países exitosos), a los gerentes y funcionarios de las grandes compañías multinacionales, a los nuevos ricos que tuvieron la capacidad de ser pioneros en el cambio de paradigma tecnológico y se montaron a tiempo en la onda de las comunicaciones, a quienes definen año tras año las tendencias de la moda, a los jefes militares de los ejércitos más poderososobservaremos

que ninguno o muy pocos de ellos se han formado fuera de los cauces de la modernidad. Al contrario: las herramientas construidas en estos cuatro siglos han sido la base de su formación intelectual, en los mejores Colegios y las más prestigiosas Universidades de sus países, en los centros de investigación más avanzadas o en las Academias de más prosapia.

¿Qué nos dice esta realidad? Pues que nos encontramos ante el viejo y conocido el mundo dual.

Es que a la posmodernidad puede arribarse por dos vías: como una etapa superior de la modernidad constituida en cimiento ineludible e irreemplazable de la construcción de un ser humano, o como un pretendido reemplazo de la modernidad que, con la ilusión de un atajo, forme “pedazos” de seres humanos, que más que fragmentados son sólo pequeñas parcelas de la unidad de pensamiento, sentimiento y acción que debe configurar una personalidad integral.

Por la primer vía, la posmodernidad simplemente nos abre renovados desafíos al poner frente a nosotros el maravilloso escenario de todo lo que falta. Por la segunda, nos reduce las opciones al limitar nuestra visión al pequeño barrio de nuestros instintos primarios.

La modernidad es una etapa de la historia –y de la formación de los individuos en su historia personal ineludible para la comprensión de la realidad, para la toma de conciencia de su esencial unidad, para la transmisión de valores y reflexiones que costaron siglos de cotejo, luchas, síntesis, articulaciones, juicios. La letra impresa, vehículo de su portentosa expansión, sigue siendo el mecanismo para definir conceptos, elaborar juicios, expresar análisis, relacionar datos, imaginar hipótesis, verificar tesis, poner a prueba supuestos, afirmar creencias y valores.

Sin letra impresa no existiría ciencia, ni técnica, ni filosofía, ni religión. Sólo, quizás, rudimentos de creencias apenas superiores a la superstición o la magia.

Pero –nuevamentesólo para algunos.

Porque los otros, los que mandan, los que saben, los que definen, aquéllos en cuyas manos está fijar el rumbo de los países y del planeta, ésos jamás tomarán el atajo y, aún comprendiendo la postmodernidad y su inherente fragmentación de universos, siempre tendrán en claro que el sólido cimiento desde el cual podrán seguir ocupando los sitios que ocupan sigue siendo su capacidad para comprender al mundo en su integridad, en sus interacciones, en su totalidad, en su cosmogonía.

Y en evitar que la mayoría de las personas se den cuenta de ese secreto.

Nunca la Galaxia Gutemberg, ahora potenciada por la maravilla de Internet, ha sido tan necesaria para seguir llevando la modernidad –y con ella la igualdad de oportunidades, y la dignidad de su condición humana, y la defensa de sus derechosa todos los seres humanos.

 

*Abogado, legislador, diplomático, escritor, docente, consultor

 

 

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LOS IMPRESCINDIBLES PILARES DEL CAMBIO por Alberto Medina Méndez*

| 8 diciembre, 2015

 

El resultado electoral en Argentina ha ilusionado a muchos. Se abre una enorme ocasión no solo para el país, sino también para toda la región. Cierta visión simplista ha instalado la insensata idea de que una nueva gestión de gobierno lo puede resolver todo. Son los mismos que suponen que con un grupo de funcionarios honestos y profesionalmente preparados, resulta suficiente para poner en marcha a una nación.

Eso es deseable que ocurra, pero la honradez y la idoneidad son solo una condición, que no garantiza casi nada. Es evidente que tantos años de anormalidad ocasionaron cierto acostumbramiento. Es por ello que algunos ciudadanos se conforman solo con tener gente honorable al frente del país.

Claro que eso es saludable, pero de ningún modo una comunidad logra progresar exclusivamente bajo esas circunstancias. Al desastre económico e institucional que se percibe con absoluta crudeza, hay que sumarle ese daño casi invisible, que tiene que ver con demasiados malos hábitos, con tantas incorrectas posturas y con la destrucción de la cultura del trabajo.

Diera la sensación de que esta sociedad espera que otro, un tercero, se ocupe de su prosperidad y bienestar. Es como si la eterna búsqueda pasara solo por encontrar a ese líder mesiánico, que se pueda encargar de todo.

Esa fantasía no se corresponde con la realidad. En todo caso, los buenos dirigentes contribuyen de un modo decisivo generando las condiciones esenciales para que ese progreso se produzca pero siempre de la mano de los indelegables esfuerzos personales y las acciones ciudadanas que son las verdaderas herramientas para esa evolución positiva.

Los liderazgos negativos han hecho mucho mal. Su capacidad de destrucción se ha demostrado empíricamente. No solo han sido pésimos administradores dilapidando inmejorables oportunidades, sino que además han fomentado el odio, el resentimiento y la envidia, instalando una perversa dinámica que desalentó a los mejores y aplaudió a los mediocres.

La gente ha tenido la chance de elegir entre continuar de un modo parecido al que señalaba la inercia de ese tiempo, con sutiles matices e improntas personales, o apostar a lo nuevo, a lo que parecía más sensato, razonable y equilibrado. Ha tomado esa decisión con diferentes niveles de entusiasmo.

Los unos y los otros han optado entre las alternativas disponibles y no necesariamente en sintonía fina con sus profundas convicciones. Después de todo eso es lo que ofrece el sistema democrático, un menú de variantes que no siempre se parece a lo óptimo sino solamente a lo posible. Los ciudadanos eligen entonces por preferencia, afinidad o hasta intuición.

Lo que viene será importante y la gestión que se inicia tiene un gran desafío por delante. No solo deberá resolver complejos asuntos, sino que, al mismo tiempo, tendrá que sincerar variables mientras intenta dimensionar el tamaño y la dificultad de los problemas que deberá abordar en el futuro.

No será fácil esa etapa. Muy por el contrario, será un tiempo de idas y vueltas, de tropiezos y avances, pero siempre que el rumbo elegido sea el razonablemente adecuado, el tiempo se ocupará de ir buscando equilibrios en cada una de las cuestiones. Habrá que tener paciencia.

Pero no se agota ahí la cuestión. Lo más difícil tendrá que ver con la capacidad de la sociedad para protagonizar ese cambio. No todo depende de lo que el gobierno de turno pueda hacer, sino de cuan dispuesta esté la ciudadanía para operar los cambios sobre sí misma.

Si cada habitante, sigue haciendo lo mismo de siempre, de idéntico modo, y no se compromete con una mejor versión de sí mismo, es poco lo que se puede esperar de esta etapa que tantas expectativas ha generado.

El prestigioso escritor y filosofo Henry Thoreau decía que "las cosas no cambian, cambiamos nosotros". Por eso aparecen las grandes dudas sobre el período que se inicia. Si la sociedad no ha cambiado y no está dispuesta a hacerlo ahora mismo, difícilmente todo se acomode como se espera.

No es necesario encarar una transformación gigante, sino solo algo mucho más modesto, tangible y cotidiano. Cuando los ciudadanos sean más respetuosos con las determinaciones de los demás, puedan consensuar en vez de imponer, decir "por favor" y "gracias", darle valor a la palabra empeñada, es probable entonces que ese cambio sea posible.

Mientras impere el desprecio por el otro, la desconfianza serial, la confiscatoria rutina de quedarse con el fruto del esfuerzo ajeno, la violenta reacción frente a cada pequeño incidente irrelevante, la revancha sea moneda corriente y la ira le gane a la concordia, nada bueno surgirá de allí.

El próximo gobierno tiene mucho por hacer, pero más importante será la tarea de los ciudadanos para lograr su propia reconversión y desplegar esa capacidad de desaprender para empezar de nuevo, intentando ser mejores, para que la sociedad en la que vive pueda ser distinta a la actual.

El reto es convertirse en agente de cambio, liderando ese proceso, intentando que otros imiten las buenas conductas sin justificarse aduciendo que los demás no reaccionan. Si cada ciudadano se anima a dar ese trascendente paso, a empezar la jornada con esos pequeños gestos en su comunidad, entonces si existe una verdadera oportunidad de cambio.

La nueva gestión podrá ser mejor o peor, pero importa mucho más que los ciudadanos hagan la necesaria contribución en el sendero adecuado. Si se pretende vivir en un lugar mejor, no se debe esperar que solo el gobierno acierte con sus decisiones, también la gente tiene en sus manos el porvenir. Es necesario comprender cuales son los imprescindibles pilares del cambio.

*Periodista.Consultor Privado en Comunicación, Analista Político,Conferencista Internacional, Presidente de la FUNDACIÓN CLUB DE LA LIBERTAD, Miembro de la Comisión Directiva de la RED POR LA LIBERTAD,Columnista de INFOBAE en Argentina,Columnista de DIARIO, EXTERIOR de España, Columnista de EL CATO de EEUU,Conductor del los ciclos radial  y televisivo EXISTE OTRO CAMINO.Ha publicado más de 470 artículos en 15 países de habla hispana

Premio a la Libertad de la Fundación Atlas 2006

Premio Periodista del Año de Corrientes, por Fundación Convivencia en 2002 y 2011

Premio Corrientes por la labor periodística en 2013


 

 

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LA FRAGILIDAD DE UNA REPÚBLICA por Francisco M. Goyogana*

| 8 diciembre, 2015

     En vísperas de que el Sol de la República vuelva a levantarse desde Oriente, después de una década (con propina) oprobiosa, debemos recordar el riesgo corrido con el afortunado fracaso de una estúpida eternidad presidencial. Estuvimos próximos a la posibilidad, extinguida a tiempo, de alcanzar la reelección indefinida de una presidenta. Hoy, con una nueva oportunidad para encontrar la República, resulta difícil entender aquella obstinada perversión política. Las circunstancias permitieron, sin embargo, recuperar la periodicidad electiva (incluyendo partido político de por medio), como uno de los elementos definitorios de la República. Parece indudable que recordar semejante riesgo conduciría si bien no a una eternidad pretendida, sí a una extensión consuntiva del cuerpo orgánico de la nación y su colapso definitivo, posible en términos históricos ya apreciados en el desarrollo de la humanidad.

      Alberdi, profundo conocedor de la idiosincracia política de esta parte del virreinato desplomado, después de establecer en su Proyecto de Constitución un término para el mandato presidencial, por entonces de seis años de duración pero sin posibilidad de reelección, luego modificado, acotaba al pie de la norma que establecía esa limitación de raigambre republicana que ello debía ser así, porque el presidente siempre habría de encontrar la forma de ser reelecto antipándose a los reelectos que sobrevendrían, y sobre todo a los voluntariosos eternautas.

      Hay variadas formas de destruir el sistema republicano y una de ellas es, precisamente, la de convertir la periodicidad en un principio endeble,, sujeto al capricho de quienes detentan circunstancialmente el poder. La habilidad política, y hasta la práctica mafiosa,, asociada al ejercicio del poder, podría fácilmente convertir la República en un principado.

      En los tiempos que corren, parece que hubieran empezado a soplar nuevos vientos como los de Venezuela, pero que poco más allá, todavía  un par de hermanos sigan repartiéndose los restos de la gema americana de Martí después de más de medio siglo de esclavitud. Ejemplo, éste último de la persistencia del cáncer político en la vida de un pueblo que resiste a pesar de todo,, sin posibilidades de evadir la tiranía indefinida.

      Los veteranos de la historia que combaten desde la primera mitad del siglo XX hasta la segunda década del siguiente, deberán persistir en la consolidación del sistema republicano, incluso reflexionando sobre las eventuales reelecciones de algún caso que fue triplete, asfixiando el pensamiento filosófico evolutivo de los ciudadanos para reemplazarlo por una mera ideología que, en el fondo tampoco es una, sino más bien una reducción posesiva del poder.

      La República se ha encontrado a si misma, de la misma manera que la República ha vuelto al seno continente de la ciudadanía. La consigna, después, de recordar el tránsito por la cornisa, no parece ser otra que la conservación de la salud republicana. Pero, precisamente en vísperas de un nuevo renacimiento, ya existen indicios de "resistencia" para una Patria que tiene una historia legítima a la cual quieren permutar por otra de cartón.

      Con la expresión de los mejores votos de éxito para el desarrollo de la nueva República, vaya también la mención para el recuerdo de que todos los días que vendrán estarán ligados a un mismo afán. Amén.

                                                                                  Diciembre 2015-12-08

* Francisco M. Goyogana es Miembro de Número del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia

 

 

 

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EL LARGO CAMINO HACIA LA POBREZA ESTRUCTURAL (I) por Jorge Ossona*

| 6 diciembre, 2015

La pobreza como fenómeno estructural, arraigado y permanente, es relativamente reciente en la historia argentina. No obstante, es difícil encontrar  sus orígenes un momento preciso; aunque si ciertas tendencias que se sitúan durante los años 70. Ya desde fines de la década anterior la capacidad instalada del patrón de crecimiento desarrollista había alcanzado su frontera. Las indefiniciones, contradicciones ideológicas, la violencia como modalidad de resolución de los conflictos, y la crisis internacional abierta en 1973 agravaron un estancamiento que ya era más que manifiesto al promediar la década y en vísperas del pronunciamiento militar de 1976. Tal vez haya sido el Rodrigazo el punto de partida de una impresionante reconversión económica y social cuya modalidad local arrojo una inequívoca modernización a largo plazo; pero con costos sociales que no se les hubieran ocurrido no al más pesimista de los observadores al comenzar el proceso.

Hacia fines de los 70, el achicamiento del producto motivo la caída generalizada de los ingresos. Estos se dispersaron, generando un mercado laboral más segmentado y excluyente. La crisis fiscal y financiera del Estado, por último, le impidió administrar con solvencia las funciones subsidiarias universales de las décadas anteriores. Hacia principios de los 80, luego de las feroces devaluaciones del gobierno de Viola, de la derrota de Malvinas, y del impacto sobre la acrecida deuda acumulada que supuso el default mexicano, se aproximaba la tormenta perfecta de la que emergió el fenómeno bajo análisis. Sin introducirnos en los procesos económicos específicos, la sociedad  argentina se  fue reestructurando y recomponiendo; aunque de una manera sorda, paulatina, y poco perceptible.

 Los relatos de las últimas décadas han apostado a un derrumbe abrupto del edificio  social; sin embargo, el proceso fue más complejo. El sector más precariamente incluido durante la etapa desarrollista fue el primero en experimentar los rigores de la movilidad social descendente. A ellos se sumaron otras categorías que durante su curso habían logrado interesantes niveles de ascenso. Las clases medias, por su parte, se dispersaron: unos pocos ascendieron y tendieron a apartarse social y espacialmente del resto, otros lograron mantenerse con grandes dificultades. Pero un importante sector también descendió, configurando lo que en la jerga de los 80 dio en denominarse “los nuevos pobres”; un sector, muy heterogéneo  constituido por jubilados, docentes, empleados públicos, y comerciantes e industriales quebrados.

En cuanto a los trabajadores, el ajuste de 1976-77 supuso, en un contexto de estancamiento pre hiperinflacionario (la denominada estanflación)  una severa caída de su salario real que, en algunos casos, se ubicó por debajo del “salario de corte” o “de reserva”. Muchos se retiraron del mercado laboral para convertirse en cuentapropistas merced al pago de indemnizaciones obteniendo, en el corto plazo, ingresos superiores. El que permaneció, sin embargo, recupero parte de lo perdido durante los tres años siguientes en virtud del giro involuntariamente populista que supuso el atraso de cambio de la denominada “tablita” entre 1978 y 1981. Pero las devaluaciones masivas de 1981 agravaron aún más la situación del punto de partida.

Los que optaron por el cuentapropismo, por su parte, fueron sorprendidos por el estallido de la “tablita” sin sus coberturas sociales de antaño, comenzando su lento proceso de descendente. El Estado autoritario, por razones de seguridad nacional, absorbió en no poca medida a las víctimas de sus erráticas políticas económicas. Ello contribuyó a la transferencia de trabajo industrial al sector de los servicios pero a costa de una administración pública insolvente que, a lo sumo, solo pudo distribuir pobreza a la manera de un tosco y costoso seguro de desempleo sin porvenir en el mediano o largo plazo. Aun así, los niveles de desocupación  lograron quedar eclipsados  incrementándose solo del 4,6 % de 1970 a un 6,2 % en 1980. Pero los procesos corrosivos se fueron evidenciando paulatinamente en el curso de los años 80 ya instaurada la nueva democracia.

A  grandes rasgos, y pese al alivio que implicaron las políticas redistribucioncitas pero nuevamente pre hiperinflacionarias de 1983-85, durante el resto de ese decenio las tendencias excluyentes se fueron tornando crónicas. El proceso de caída, de todos modos, fue diferencial afectando, particularmente, a los  de menor nivel de calificación, a los empleados públicos, y a las actividades industriales menos dinámicas. Todos ellos perdieron durante el periodo entre un 30 y un 50 % de sus ingresos. La hiperinflación de 1989 consolido todas esas tendencias exhibiendo con más nitidez el espacio de una pobreza estructural que oscilaba entre la exclusión total de los desempleados crónicos y la inclusión parcial o defectuosa de subempleados, trabajadores informales, y cuentapropistas que diez años antes habían apostado a su independencia. Algunas cifras sirven para corroborar lo anterior. Por caso, hacia 1980 el censo nacional contabilizaba 235.000 desempleados urbanos  y 2.784.000 subocupados. Doce años más tarde, los primeros ascendían a 720.000 y los segundos a 4 millones.

Las reformas de los 90 y su exitoso desempeño entre 1991 y 1994 supusieron una inequívoca mejora respecto del piso hiperinflacionario de 1989-90. Los índices de pobreza estructural medidos por la canasta básica de alimentos mejoraron del 25 al 17 % durante los “años de oro” de la Convertibilidad. Pero la crisis del tequila, como en su momento la de 1981 o la de 1989, desnudo graves problemas estructurales que duplicaron el desempleo del 9 al 18 %. La recuperación comenzada en 1996 y que continuo hasta fines de 1998 no pudo perforar el piso del 12 % de desempleados crónicos; un buen índice de los alcances de la pobreza estructural a a esa altura de la reestructuración. La recesión primero, y la depresión que culmino en la crisis de 2001-2002 elevaron a los sectores por debajo de la línea de pobreza del 30 al 51 % abarcando a 18.219.000 habitantes. Aquellos situados por debajo de la línea de indigencia ascendieron de 7,8% en 1998 al 21,9% en 2002 sumando a casi 8 millones de personas.

Luego del rebote de 2002, todos los indicadores mejoraron: creció el empleo formal, aunque también el informal; y los niveles de pobreza y de indigencia mejoraron sin cesar hasta 2009. Luego de la crisis de ese año –anticipada por el conflicto con los sectores rurales en 2008- tal crecimiento se estancó, aunque los excluidos fueron incorporados a la impresionante red de contención social preventiva que el kirchnerismo monto como réplica a la crisis de 2001. No obstante, esa malla subsidiaria lejos de resolver la pobreza estructural no hizo más que acentuarla; aliviándola durante el periodo 2010-2011 por la mejora transitoria de los precios de la soja y el redistribucionismo inflacionario. Luego de 2011 todos los índices volvieron a retroceder solo compensados por un nuevamente inflacionario sistema de contención mediante el empleo público formal o informal bajo la forma de cooperativas semiestatales promovidas desde  distintas dependencias nacionales –en las que sobresale el Ministerio de Desarrollo Social- pero también provinciales y municipales. La brecha social abierta hace cuarenta años, de ese modo, continúa su curso con final abierto.

*Historiador. Miembro del Club Político Argentino

 

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LOS JUICIOS DE “LESA HUMANIDAD”: UN DESAFÍO PARA LA JUSTICIA por Luis Alberto Romero*

| 5 diciembre, 2015

Entre los muchos problemas que le esperan al nuevo gobierno hay uno que es a la vez urgente y profundo: los juicios de lesa humanidad, que se vienen realizando desde 2005. Diez años después, de los 2200 imputados, sólo 700 recibieron sentencia, en un 90% de los casos condenatoria. Los juicios no tienen perspectiva de terminar, y la lista de imputados sigue abierta. La mayoría están detenidos, y más de 300 ya han muerto en las cárceles, sin recibir el beneficio de la prisión domiciliaria, concedida por ejemplo a Arquímedes Puccio. La persecución a los imputados y su discriminación –tan lejos de cualquier principio de los derechos humanos– llega al extremo de que no se les permite ser atendidos en el Hospital Militar o el Hospital Naval.
Por otro lado, muchos testimonios indican que estos juicios distan de ser impecables, como sí lo fueron los juicios a las Juntas de 1985. Aunque pocos se atreven a expresar públicamente una opinión contraria a la corrección política dominante en los últimos años, las hay en ese sentido a partir de testimonios de peritos y funcionarios intervinientes, así como de familiares, referidas tanto al juicio como a las condiciones de detención. También están, para ser examinados, los expedientes, con sus sentencias.
No estoy opinando acerca de la culpabilidad de los imputados y de las penas que merecerían, ni de otro tema igualmente importante: qué aportaron estos juicios acerca del destino de los desaparecidos. Aquí me ocupo sólo de la justicia y de los derechos humanos, las dos bases del sistema democrático institucional construido en 1983. Un balance global indica que estamos ante una flagrante violación de los derechos humanos y ante un ejercicio del poder estatal de punición muy alejado del estado de derecho.
El punto de referencia sólido son los juicios a las Juntas de 1985. Raúl Alfonsín se comprometió a juzgar y castigar, en el marco estricto de una justicia independiente, a los principales responsables del terrorismo clandestino de Estado y de las organizaciones armadas. Con ello afirmó la legitimidad y potencia de la justicia, piedra angular del estado de derecho, e instrumentó una solución posible, ejemplar, rápida y definitiva para un conflicto cuya perduración afectaría la construcción de la democracia.
Pese al momento, quizá proclive al jacobinismo, los procedimientos judiciales se respetaron a rajatabla. No hubo “tribunales especiales”; la fiscalía seleccionó, de entre todas las denuncias, un número reducido de casos adecuadamente probados; cada parte fue escuchada; el fallo desechó muchos de los casos presentados, sopesó las pruebas, y aplicó condenas diferentes para cada acusado. Los fundamentos fueron enjundiosos.
El fallo castigó a los principales responsables del terrorismo de Estado, demostró que la justicia podía acabar con la impunidad y reveló los horrores a los que una sociedad se expone cuando abandona el camino de la ley y la justicia. Pero además, mostró de manera concreta qué cosa es el gobierno de la ley, pilar sobre el que debía sustentarse la nueva democracia.
Llegar a este final fue una verdadera hazaña, pues las resistencias fueron muchas, desde la intención del candidato justicialista de aceptar la autoamnistía militar a la intransigencia de las principales organizaciones de derechos humanos, que finalmente no integraron la Conadep. Los militares no aceptaron juzgar a sus camaradas, y en 1987 se negaron a que oficiales en actividad fueran citados a juicio. El levantamiento de Semana Santa reveló la impotencia de un poder civil todavía no consolidado; su consecuencia fueron las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, juzgadas por la opinión pública, no sin algo de razón, como un fracaso del gobierno civil. En la memoria social, la ley de Obediencia Debida es considerada más relevante que el Juicio a las Juntas.
Cuando se reabrieron los juicios, en 2005, la idea de justicia había sido desplazada por la de retaliación o revancha. La acompañó otra: exhibir la capacidad del poder político para ponerse por encima de las leyes que lo regulan, o dicho de otro modo, su capacidad para la arbitrariedad.
El deslizamiento de la justicia a la venganza resultó de la gradual confluencia de dos grupos: el sector más intransigente de los militantes de derechos humanos y aquellos que retomaron, al menos simbólicamente, la tradición ideológica y política de los años setenta. Las “víctimas inocentes” del terrorismo de Estado fueron reivindicadas como militantes heroicos, y sus herederos cambiaron la defensa de los derechos humanos, la ley y la vida por el reclamo de la justicia del Talión.
Néstor Kirchner percibió el potencial político de este sector crecientemente faccioso, capitalizó la idea de la venganza justiciera y la integró a su proyecto de construcción de poder. Manipuló ideas imprecisas y sentimientos difusos, se apropió de objetivos, discursos y símbolos y hasta encontró la retribución adecuada –simbólica y material– para que las organizaciones emblemáticas se le sumaran. La llamada política de derechos humanos sirvió para entusiasmar a los partidarios, disciplinar a los indecisos y atemorizar a la opinión independiente.
En muchos de estos juicios la justicia está hoy lejos de la imparcialidad e ignora el principio de igualdad ante la ley, como en el caso del general Milani. La condena parece decidida a priori, y cada uno cumple su papel siguiendo un guión: abogados que orientan a los testigos, fiscales “militantes”, defensores presionados y jueces que se dividen entre militantes y timoratos.
Lo más débil son las sentencias. A menudo, la única prueba es el recuerdo de un testigo; alguien que, casi cuarenta años después, afirma haber visto al acusado en el lugar en donde era torturado. Con ese testimonio único y endeble se ha condenado a muchos, considerados “partícipes necesarios”, sin necesidad de probar qué es lo que hicieron. Se parte de la presunción de culpabilidad y se le pide al acusado que demuestre su inocencia; así se invierte la carga de la prueba, eliminando una de las garantías básicas del debido proceso. Seguramente no todos los casos han sido así. Pero sólo con algunos basta para alarmarse y reclamar que el tema se incluya en la agenda pública.
Por otro lado, en estos juicios hubo una singular teatralización de la justicia. La majestad de la ley dejó su lugar a la exhibición de la discrecionalidad e impunidad de un poder político capaz de controlar cada paso del proceso, y rodearlos de una especie de festival de la venganza, en el que tribunas vociferantes presionan a los testigos y a los jueces, y “escrachan” a los acusados y sus defensores. La teatralización remite al clima faccioso generalizado, a la decisión política de llevar el enfrentamiento al límite, y a la explotación del deseo primario de tomar revancha sobre los antiguos victimarios.
Pero hay algo más. La impunidad y la arbitrariedad son dos de los nombres del poder. Hacer gala de ellas es un eficaz disuasivo y un instrumento disciplinador. Se trató de mostrar y escenificar cuánto valor asigna a la justicia y a las instituciones el gobierno kirchnerista, convencido de que el pueblo con su voto le había confiado la suma del poder. Probablemente allí resida la lógica profunda del gobierno que ahora termina.
En un prolijo informe sobre el estado de los juicios, la Procuraduría General señala que 227 imputados murieron en prisión “con el sello de la impunidad”, casi como si se hubieran escapado. La frase expresa el sentido profundo de estos juicios: los imputados son culpables, deben pagar aún antes de ser condenados, y la punición debe estar por encima de las garantías asentadas en la Constitución, los códigos y la práctica judicial. Todo tiene un amargo regusto a venganza.
El justo castigo es un principio fundamental. Pero no puede ser el único. Para que los horribles sucesos no sucedan nunca más, no basta con castigar a los culpables; también hay que crear las condiciones para que los crímenes abominables no se repitan. Esto sólo es posible cuando hay una sólida convicción ciudadana sobre la imparcialidad de la justicia y el gobierno de la ley. Una condena es legítima cuando hay pruebas fehacientes, más allá de toda duda razonable. La eventual impunidad de algunos, cuya culpa no pudo ser probada, es un precio a pagar para sostener los principios de la justicia. Hacia allí apuntaron los juicios de 1985, que acompañaron la construcción de una democracia institucional. ¿Cuánto queda hoy de aquel proyecto de 1983?
El nuevo gobierno hereda el problema, que tiene distintos aspectos. Hay uno urgente: la situación de los imputados y condenados ancianos, privados de su derecho a la detención domiciliaria, a un tratamiento médico adecuado y a un digno final de su vida. Ni los imputados ni los condenados pueden seguir muriendo en las cárceles.
Los juicios abiertos tampoco pueden durar eternamente. Hay que acelerar su tramitación, hay que cerrar la lista de imputados –una sociedad no puede vivir con esa espada de Damocles, administrada hasta ahora por personas de dudosa integridad– y sobre todo, hay que poner alguna fecha para que los juicios estén terminados.
También está el problema de la justicia. No se puede construir el estado de derecho sobre la injusticia ni sobre la duda. Son muchos los que objetan las sentencias. Deberían ser revisadas, separando las correctas de aquellas jurídicamente insostenibles, y sería bueno convocar a juristas internacionales, de probada capacidad y ajenos al juego político local, que ha enturbiado las causas.
Lo último, y lo más difícil: hay que iniciar un debate amplio que –sobre la base de la justicia– ayude a encontrar el camino para que una sociedad dividida por el pasado cierre ese capítulo. El debate está hoy obturado por el clima faccioso característico del ciclo que ahora acaba. Es la hora de que se expresen las voces que permitan discutir este problema en términos diferentes a los actuales.

*El autor es historiador. Miembro del Club Político Argentino

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REFLEXIONES SOBRE LA EFICIENCIA Y EL DESARROLLO por Iván Greco*

| 4 diciembre, 2015

A prueba de ideologías

Un antagonismo ilusorio nos tiene atrapados en su dicotomía.  Sobre cimientos que merecen ser deconstruidos,  “Estado” y “Mercado”, aparentemente enfrentados, tienen un entrelazamiento multidimensional que en los últimos 40 años se ha ido intensificando en  las estructuras burocráticas,  luego del ocaso a nivel global de las políticas de Bienestar iniciadas a fin de la segunda guerra mundial. 

El criterio de “eficiencia” económica y productiva va ganando cada vez más territorio. La Política y la Economía están ahora estrictamente relacionadas y resulta difícil disociarlas. En esta escena, donde la fusión entre lo público y las lógicas de mercado pareciera estar en una fase avanzada, la inauguración de un nuevo capítulo del clásico enfrentamiento va perdiendo sentido. No obstante, este nuevo metabolismo a su vez va creando nuevos espacios para el debate.

Si bien por estos tiempos este entrelazamiento es más visible con la inserción de los mercados financieros en diversas estructuras gubernamentales a nivel global, las actividades productivas  no son ajenas a esta diseminación en el sistema. En especial en  Latinoamérica, las de corte de extracción de materias primas, tales como hidrocarburos, metales y minerales, productos agrícolas y biocombustibles, parecieran ser un buen ejemplo de ello.

Podemos entonces describir el rol de la región en el sistema productivo global. Antes, debemos aclarar que la mención a esta aparente “bipolaridad” entre “Estado” y “Mercado”, residente en el imaginario colectivo latinoamericano, sólo se ha correspondido con el relato de  los distintos gobiernos de turno en la región. Resalto este carácter meramente discursivo, debido a que, tanto la permisividad como las políticas de adaptación institucional para la comodificación sin límites, no han sido interrumpidas por los distintos gobiernos en la región. Es difícil obviar que éste sea paradójicamente un rasgo homogeneizador, ya que de alguna manera, en los temas que nos ocupan, se erosiona la discriminación entre “izquierdas” o “derechas”, o inclusive, entre gobiernos que han surgido a raíz de la elección popular o por vías no democráticas.

Los gobiernos progresistas de Latinoamérica que han llegado en algunos países al poder después de los regímenes de facto, a partir la década de los 80, han sido diferentes en diversos aspectos y han operado en distintos contextos locales. No obstante, ninguno ha traído cambios sustanciales a las políticas de corte extractivista (Gudynas, 2009). Es decir, los estados nacionales han tenido un papel activo en este proceso, con intervenciones directas o indirectas  facilitando los proyectos de infraestructura necesarios para adecuar la matriz productiva a los intereses globales.

Según Escobar, estos gobiernos "…en su afán por superar el modelo neoliberal, (…) han revitalizado el de­sarrollismo en nombre del cambio radical. Lo llamado post neolibe­ral acarrea muchos de los lastres del período que supuestamente habría terminado, más muchas trampas del desarrollismo conven­cional" (Escobar, 2010: 23). Tal es así que el papel de América Latina como proveedor mundial de materias primas es descripto por lo que algunos autores llaman consenso de las commodities (Svampa y Viale, 2014). El término es una suerte de  analogía con el del consenso de Washington. Se refiere a la forma en que los sistemas y las instituciones locales son alineados con el fin de exportar a gran escala recursos naturales y a su vez, es un intento de describir que hay una profunda legitimación en red de los proyectos de infraestructura necesarios para dicha tarea. Ejemplo de ello es la tan controversial minería a cielo abierto, cuyas problemáticas socio-ambientales van de a poco ganando visibilidad en las plataformas de comunicación hoy existentes. En este sentido, el  objetivo inmediato de cada gobierno nacional ha sido la obtención de superávits en sus respectivas balanzas comerciales, atrayendo  la inversión extranjera para trabajar en asociación con los gobiernos como un aspecto clave en las estrategias de desarrollo (Gudynas, 2009).

Extractivismo

Los proyectos localizados, derivados del modelo extractivo,  ya sea con la extensión de la frontera agropecuaria (principalmente sojera) en Argentina o con los proyectos de minería a cielo abierto a lo largo de toda la cordillera Andina,  se están expandiendo en gran escala. Son intensivos en capital de avanzada tecnología y no utilizan grandes cantidades de mano de obra (Colectivo Voces de Alerta, 2011). El modelo tiene como uno de sus componentes el hecho de que el impacto ambiental y social de la extracción de materias primas recae pesadamente en la región, mientras que el consumo de los productos se lleva a cabo en otros lugares del planeta (PNUMA, 2013). Esto último, intensificando una clara tendencia de expulsión de la población de los territorios hacia los grandes conglomerados urbanos. No debe llamarnos la atención en este contexto, que aproximadamente el 60% de la población mundial vivirá en ciudades para el año 2050 y que la región latinoamericana ya presente una acelerada tendencia en este sentido en comparación con la del promedio mundial (OIM, 2015).

La adaptación de las reglas de juego locales y regionales a dinámicas de producción mundial resulta en que algunos de los componentes de lo que denominamos “fronteras”, tradicionalmente custodiadas en el imaginario colectivo por la institución del "Estado nacional", comiencen a desvanecerse (Sassen, 2006). Es así que a una velocidad sin precedentes, regiones enteras y sus respectivas comunidades locales se encuentran, a través de estos proyectos,  forzosamente “conectadas” con el sistema económico mundial. Es aquí que algunas categorías tales como lo "local" o lo "global" comienzan a desdibujarse. Según Sassen (2006), en un intento de explicar "las múltiples dimensiones espacio-territoriales e institucionales de la frontera" (p.220), las cadenas de commodities son un ejemplo de categoría que no responde necesariamente a lo “local”. Asimismo, las localidades de exportación minera son una instancia de articulación directa con los circuitos globales.

Estas estrategias para el desarrollo que visiblemente están alterando las configuraciones territoriales hacen que, en un chasquido de dedos, millones de ciudadanos latinoamericanos deban hacer frente a los cambios en las relaciones asimétricas de poder. Es también de mencionar que la carencia o precariedad de roles genuinos de participación otorgados a los actores locales en las decisiones productivas, les impiden expresar sus preocupaciones y hacer uso de los conocimientos adquiridos históricamente, lo cual significa que están en una posición desventajosa frente a "nuevos" y poderosos actores globales.

¿Qué es desarrollo?

El discurso de “desarrollo”, dominante en los últimos 40 años, otorga a la naturaleza el rol de proveedora de los recursos necesarios para el crecimiento económico (Escobar, 1996). Es aquí donde es importante tener en cuenta lo que la construcción del concepto significa. Desarrollo denota un elemento normativo. Se trata de algo relacionado con "el deseo de” y no necesariamente de algo que se ha verificado con las observaciones. Es por eso que subyace una idea de prioridad programática en cuanto a convertir los territorios en lugares donde se plasmen objetivos de maximizar eficiencia y reducir costos, lo cual va de la mano con los modelos de desarrollo que se observan en la región latinoamericana, sin importar el color del gobierno de turno. La búsqueda inequívoca del crecimiento económico nacional y una matriz de producción basada en la extracción de los productos primarios son ejemplos de estos elementos normativos.

Según Escobar (1996, 2005) la crítica al concepto de desarrollo tiene su origen en las ideas post estructuralistas, como las de Foucault y Deleuze en cuanto a cuestionamientos sobre la epistemología realista. En este sentido, se describe la construcción de discursos y prácticas que ayudaron a crear la idea de un "tercer mundo" o regiones "subdesarrolladas".

Es precisamente parte de la sociedad del tercer mundo, que se suponía sería destinataria de los beneficios de estos objetivos epistemológicamente realistas, la que paradójicamente plantea y hace visible algunas preguntas sobre la veracidad de los beneficios del desarrollo y sobre los medios que están siendo utilizados para alcanzarlos (Tortosa, 2011). Es en la observación de este tipo de respuestas a discursos hegemónicos donde varios autores de América Latina han comenzado a describir las bases de cuestionamientos de las dinámicas de desarrollo establecidas  en la región y también a descompilar las formas en que se construyeron dichos conceptos. Ellos son los denominados post-desarrollistas (Martínez Allier, 2015)

Dentro de este nuevo marco, algunos autores han comenzado a describir estos procesos como "mal" desarrollo (Tortosa, 2011 y Svampa y Viale, 2014). Esta crítica hace hincapié en que el sistema de desarrollo vigente en el continente tiene un rango de características insostenibles. Estas deben ser tratadas desde perspectivas multidimensionales a la vez: sociales, económicas, ecológicas, culturales y políticas, entre otras, de la mano de un instrumental teórico provisto en gran medida por la relativamente nueva ecología política. La pobreza, la desigualdad, la degradación del medio ambiente y una relación negativa entre el crecimiento económico, la libertad y el respeto de los derechos humanos constituyen el marco para la noción de “mal” desarrollo (Svampa y Viale, 2014).

En línea con estos cuestionamientos, podemos mencionar que la retórica del desarrollo no presta atención al cuidado de las economías regionales o al aprecio del valor de las formas alternativas de producción. Es entonces que se acepta que existan territorios que puedan ser “sacrificados” en nombre del “progreso” nacional o del “bienestar general”. Estos se denominan “zonas de sacrificio”.

Es este el contexto en el cuál se van desarrollando las actividades productivas de la región, con una vorágine que generalmente impide que gran parte de la sociedad civil responda frente al poderío de discursos y prácticas arraigadas de manera creciente durante los últimos 40 años.

 

Un giro necesario

La adecuación genética del aparato estatal a los embates de las necesidades de los mecanismos de mercado, tanto financieros como productivos, ha abierto una nueva era. “Estado” en oposición a “Mercado” ya no parece ser una contrastación del todo pertinente. En ese contexto, se debe entender que la evidencia que arrojan los últimos años es que la clásica división ideológica/partidaria en este sentido, por parte de gobiernos de izquierda, centro o derecha es un tanto inverosímil. Las ininterrumpidas versiones “regionales” del desarrollo parecen así demostrarlo.

En respuesta a esto, el nacimiento de marcos conceptuales, como por ejemplo el de la ecología política, ha traído consigo herramientas que permiten analizar problemáticas, por ejemplo de corte socio-ambiental, desde una perspectiva multidimensional. Es recurrente ver que en el creciente afán por dar explicaciones  unidimensionales o sesgadas frente a “lo que ocurre” en los territorios, generalmente, se tropieza debido a una miopía en el análisis de las múltiples interrelaciones de los sistemas: económicos, políticos, sociales, ambientales, etc.

Ante esta confusión general, es necesario lograr, en un marcado baño de humildad por parte de todos los que nos apasiona crear y compartir conocimiento, las limitaciones que existen para lograr explicaciones concretas a problemas complejos. Los abordajes multidimensionales e interdisciplinarios, en tiempos donde el poder de la comunicación en red puede proveer el  oxígeno necesario para iniciar ese tipo de combustión, son imperativos. Y esto debe aplicarse a todos los terrenos del conocimiento y de ámbitos de acción: público, privado (o en sus diversos niveles y grados de combinación) y académico.  Este es el principal problema a resaltar: el exceso de universalización  de disciplinas particulares, teniendo como principal ejemplo ilustrador al de la aplicabilidad de las reglas económicas a múltiples ámbitos. Esto ha tenido como consecuencia una obsesión por explicar todo con herramientas insuficientes e inconexas.

De la misma manera, es combinando esos marcos teóricos con criterios que revisen los conceptos más aceptados de los paradigmas vigentes como lo es el de “desarrollo”, en base a un permanente diálogo y al hecho de elevar la vinculación de la participación ciudadana en las decisiones de organización territorial, la forma en que precisamente estos conceptos pueden ser cuestionados. En este sentido, se podrán obtener resultados creativos, inclusivos y tal vez, construcciones de epistemologías alternativas.

Partiendo de la afirmación de que existe un consenso científico considerable respecto de problemas de magnitud planetaria tales como el agotamiento de los recursos naturales, el calentamiento global fruto de las actividades del hombre, la obscena concentración de la riqueza, los altos niveles de pobreza, desnutrición y de acceso al agua potable,  las visibles migraciones de pueblos enteros, desatadas como consecuencia de combinaciones multiescalares de todo lo anterior, el abordaje de estas temáticas debe ser iluminado con la inacabable luz de la imaginación que articule la participación de múltiples actores. De esa manera, dentro de los ámbitos donde surgen las decisiones que tienen un impacto concreto en la condición de vida de la población mundial, se verá una gimnasia hasta ahora poco practicada, y esto también aumentará la probabilidad de emergencia de discursos alternativos.  

 

* El autor es Licenciado en Economía de la Universidad de Buenos Aires y ha finalizado un programa de Maestría en Desarrollo Sustentable en la Universidad de Uppsala en Suecia. 

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