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POSFASCISMO, O SEA EL FASCISMO COMO CONCEPTO TRANSHISTÓRICO por Enzo Traverso*

Con-Texto | 28 agosto, 2021

El ascenso de la derecha radical es uno de los rasgos más destacados de la situación internacional actual. Desde los años treinta del pasado siglo, el mundo no había experimentado un crecimiento similar de movimientos de derecha radical, que inevitablemente despiertan la memoria del fascismo. Al principio, el núcleo de esta tendencia era la Europa continental, con el ascenso del Frente Nacional en Francia y otros movimientos de extrema derecha de Europa central.

Hoy, los partidos de extrema derecha están en el poder en siete países europeos –Austria, Bélgica, Hungría, Polonia, República Checa y Finlandia– y están fuertemente representados en la casi totalidad de los países de la UE. El éxito de Alternative für Deutschland y de Vox demuestra que Alemania y España ya no son excepciones. Y que, tras la elección de Donald Trump en EE UU y de Bolsonaro en Brasil, esta tendencia ha adoptado una dimensión global. Los fantasmas del fascismo reaparecen y reabren viejos debates: ¿acaso el viejo concepto de fascismo da cuenta de la novedad del ascenso de las derechas radicales? El concepto de fascismo es transhistórico; transciende el tiempo en que apareció y puede ser utilizado con el fin de aprehender nuevas experiencias, que están conectadas con el pasado a través de una tela de araña de continuidades temporales (este fue el caso de las dictaduras latinoamericanas de los años setenta). No obstante, las comparaciones históricas establecen analogías y diferencias más que homologías y repeticiones. A veces revelan que los viejos conceptos no funcionan y deben renovarse.

Hoy el ascenso de las derechas radicales despliega una ambigüedad semántica: por un lado, prácticamente nadie habla de fascismo –exceptuando, quizás, en relación con Bolsonaro– y la mayor parte de los comentaristas reconocen las diferencias existentes entre estos nuevos movimientos y sus ancestros de los años treinta; por otro, cualquier intento de definir este nuevo fenómeno implica una comparación con el periodo de entreguerras. Resumiendo, el concepto de fascismo parece a la vez inapropiado e indispensable para comprender esta nueva realidad. Esta es la razón por la cual el concepto de posfascismo se corresponde con este paso transicional. Posfascismo debe ser entendido tanto en términos cronológicos como políticos: por un lado, estos movimientos aparecen con posterioridad al fascismo y pertenecen a otro contexto histórico; por otro, no pueden definirse comparándolos al fascismo clásico, que sigue siendo una experiencia fundacional. Por un lado, ya no son fascistas; por otro, no son totalmente distintos, son algo intermedio.

Una situación tal nos recuerda la famosa sentencia del 18 Brumario de Karl Marx, donde comparaba a Napoleón Bonaparte con su sobrino, Luis Napoleón; la historia se repite: primero como tragedia y después como farsa. Trump, Bolsonaro y Salvini parecen caricaturas de Hitler y Mussolini. Esto no es falso del todo, pero no es suficiente.

El ascenso de la derecha radical no es la única analogía actual respecto a la situación del mundo de entreguerras. Otras similitudes son evidentes y se han puesto a menudo de relieve: en primer lugar, la ausencia de un orden internacional y las sucesivas oleadas concéntricas de crisis económica. En los años veinte y treinta, dicho caos dependía del colapso del concierto europeo del siglo XIX, mientras que hoy en día es el resultado del fin de la Guerra Fría y de su mundo bipolar. La ausencia de un orden internacional siempre hace emerger la demanda de hombres fuertes. En los años treinta como hoy, la crisis económica ha alimentado el ascenso del nacionalismo, la xenofobia, el racismo y la demanda de poderes autoritarios. No resultaría difícil trazar un paralelismo entre la crisis económica, política y moral de Europa en los años treinta y la crisis actual en la Unión Europea: no hay más que pensar en la crisis de los refugiados, que parece una repetición de la Conferencia de Evian de 1938.

Sin embargo, me gustaría resaltar algunas diferencias cruciales entre el fascismo clásico y la nueva derecha radical. Estas diferencias se refieren sobre todo al anticomunismo, a la revolución, al utopismo, al antisemitismo y al conservadurismo.
Anticomunismo

Un pilar fundamental del fascismo clásico fue el anticomunismo. Tras la Gran Guerra, el anticomunismo fue el crisol de la transformación del nacionalismo desde una derecha conservadora hacia una derecha revolucionaria: Mussolini definió dicho movimiento como una revolución contra la revolución. Hoy, tras el colapso del socialismo real y el fin de la URSS, el anticomunismo ha perdido tanto su atractivo como su significado. A veces sobrevive –pensemos en la campaña de Bolsonaro contra el marxismo cultural–, pero se ha vuelto marginal. Esto tiene algunas consecuencias considerables. Ya no existe la potente frontera que en el pasado separaba al fascismo de la izquierda y el movimiento obrero. Le Pen, Salvini, Orban y Trump han reintegrado a la clase obrera en la comunidad nacional. Lógicamente, se refieren a la clase obrera nacional, en su mayor parte compuesta de hombres blancos, pero dicen defenderles contra la globalización. Ha caído una frontera significativa. En perspectiva histórica, el posfascismo podría verse como un resultado de la derrota de las revoluciones del siglo XX: tras el colapso del comunismo y la adopción de la gobernanza neoliberal por los partidos socialdemócratas, los movimientos de derecha radical se convirtieron, en muchos países, en las fuerzas más influyentes opuestas al sistema, sin mostrar una vertiente subversiva y evitando cualquier competencia con la izquierda radical.

De acuerdo con el paradigma populista clásico, la derecha radical no ha abandonado el viejo mito del buen pueblo opuesto a las élites corruptas, pero lo ha reformulado de un modo significativo. En el pasado, el buen pueblo significaba una comunidad rural étnicamente homogénea opuesta a las clases peligrosas de las grandes ciudades. Tras el fin del comunismo, una clase obrera derrotada golpeada por la desindustrialización ha sido reintegrada en dicha comunidad nacional-popular. El mal pueblo –inmigrantes, musulmanes y negros de los suburbios, mujeres con velo, yonquis y gentes marginales– es fusionado con las clases ociosas que adoptan costumbres liberadas: feministas, defensores de los derechos de los gays, antirracistas, ecologistas y defensores de los derechos de las personas migrantes. En fin, el pueblo bueno del imaginario posfascista es nacionalista, antifeminista, homófobo, xenófobo…, y alimenta una clara hostilidad contra la ecología, el arte contemporáneo y el intelectualismo.
Antiutopismo

El posfascismo pertenece a una era posideológica perfilada por el colapso de las esperanzas del siglo XX y no rompe su temporalidad presentista que, en palabras de Koselleck, carece de un “horizonte de expectativas”. En los años treinta, el fascismo reivindicaba una revolución nacional y se pintaba a sí mismo como una civilización alternativa, opuesta tanto al liberalismo como al comunismo. Anunciaba el nacimiento de un hombre nuevo que regeneraría el continente, sustituyendo a las viejas y decadentes democracias. El posfascismo no tiene ambiciones utópicas. Su modernidad reside en los medios de su propaganda –todos sus líderes están familiarizados con la publicidad televisiva y la comunicación– más que en su proyecto, que es profundamente conservador. Contra l