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TURQUÍA: EL GOLPE ABORTADO Y SUS CONSECUENCIAS INTERNACIONALES por José F. Cornejo*

| 30 julio, 2016

En medio del estupor y de la indignación causada por el criminal atentado terrorista en Niza, nuestra mirada sobre la situación internacional fue súbitamente orientada hacia Turquía en donde un sector de las fuerzas armadas intentó un golpe de estado en contra del Presidente Erdogan, que finalmente fue abortado. Inmediatamente surgieron diversas interpretaciones sobre los objetivos y responsables de la asonada militar: dos de ellas han sido las que han dominado los análisis de los especialistas.

 

Ante las dimensiones de la purga desatada por el presidente turco, algunos apuntan a que en realidad se trataba de un complot urdido por el propio Erdogan para deshacerse de su oposición interna y alcanzar un control dictatorial sobre la sociedad turca con el objetivo de profundizar su islamización.

El gobierno turco ha dirigido su puntería a los seguidores de la secta islámica gulenista, conocida por sus estrechas relaciones con la CIA, por ello para otros analistas, estaríamos ante una asonada golpista auspiciada por los EEUU y algunos países de la OTAN.

Este debate corre el riesgo de seguir por un buen tiempo. Algunos elementos de juicio pueden sernos útiles para ver con mayor claridad qué cosa es lo que está jugándose en Turquía y evaluar sus implicancias internacionales.

El rol de Turquía en el dispositivo de la OTAN en la región

Turquía es una pieza clave del triángulo sobre el que pivotea la hegemonía norteamericana en el Medio Oriente. Junto con las monarquías feudales del Golfo Pérsico y con Israel, Turquía es un aliado primordial de los EEUU en la región, fundamentalmente por su posicionamiento geoestratégico como paso marítimo de la flota rusa del Mar Negro y su cercanía con los países grandes productores de petróleo del Medio Oriente. Turquía es un país miembro de la OTAN y desde 1954 la Alianza Atlántica cuenta con las facilidades de la base aérea de Incirilik, que ha jugado un rol clave en las recientes intervenciones militares americanas en Afganistán, Irak y Siria. Según un cable diplomático del Departamento de Estado revelado por Wikileaks, en Incirilik estarían estacionadas entre 60 y 90 bombas atómicas como parte del despliegue nuclear mundial de los EEUU en vistas a un conflicto mayor con Rusia.

El ejército turco hace parte de las estructuras militares de la OTAN, siendo el segundo en importancia luego del de los EEUU con un contingente estimado en el 2015 a cerca de 639 mil hombres. Armado y formado por Washington, cualquier iniciativa que se haya tomado en su seno no puede haber escapado al conocimiento de los EEUU y a su aprobación tácita.

El fracaso de la intervención militar en Siria

Desde su llegada al poder en el año 2002, el partido de Erdogan AKP (Justicia y Desarrollo) ha seguido una política internacional contradictoria y errática que lo han conducido a un aislamiento diplomático creciente en la región. De su inicial política de buena vecindad que los llevó a desarrollar buenas relaciones inclusive con Irán, Ankara enturbió sus tradicionales buenas relaciones con Israel al buscar abanderar la lucha contra el bloqueo de Gaza para ganarse las simpatías del mundo árabe. Su activa intervención en el conflicto sirio a partir del 2012 la llevó a distanciarse y enfriar sus relaciones con Rusia e Irán, con consecuencias dramáticas para la economía turca dada su dependencia energética con estos países. Ankara asumió un rol protagónico en la coalición de países que intervinieron en Siria, buscando derrocar al Presidente Assad. Por su amplia frontera común fue el centro del aprovisionamiento logístico de la insurgencia yihadista, convirtiéndose en su base de repliegue y entrenamiento, colaborando en los negocios del contrabando de petróleo y del saqueo de piezas arqueológicas que aceitaban la maquinaria de guerra de los diferentes grupos islamistas radicales, incluido la del Estado Islámico.

La intervención militar rusa en setiembre del año pasado invirtió el rumbo de la guerra y las posibilidades de la caída del gobierno de Damasco empezaron a alejarse mientras la insurgencia islamista se desmoronaba y perdía terreno, reclamando, como último recurso, una intervención militar directa de la OTAN. Fue eso lo que buscó Ankara cuando derribó un avión caza ruso SU-24 acusándolo de haber violado su espacio aéreo. Ante la negativa de Obama a una escalada militar en Siria, Erdogan busca romper su aislamiento diplomático para no asumir solo el pasivo de la debacle de la intervención militar siria. Luego de seis años de distanciamiento decide, semanas antes del golpe, iniciar las negociaciones para reestablecer relaciones diplomáticas con Israel y, más sorprendente aún, envía sus disculpas a Moscú por el derribo del caza ruso iniciando un acercamiento diplomático con Rusia y con el gobierno sirio. Es en ese trance que se produjo la intentona golpista. ¿Simple coincidencia?

Un renombrado analista indio, M K Bhadrakumar, observaba además la paradoja que, luego del fracaso de la intentona golpista, sean los aliados de la OTAN que proferían críticas y amenazas a Turquía por sus ambiciones dictatoriales y la radicalidad de las purgas en las Fuerzas Armadas y en otras esferas de la administración del estado, mientras Rusia e Irán enviaban mensajes amistosos a Erdogan y manifestaban su apoyo a la defensa de la institucionalidad democrática.

Consecuencias internacionales

El presidente Erdogan acaba de declarar el estado de emergencia por tres meses para acabar con los remanentes golpistas infiltrados en el estado, reiterando su acusación de la complicidad de países extranjeros en el fracasado golpe sin precisar nombres. Por la importancia de Turquía en el dispositivo de la OTAN, el desmantelamiento del segundo ejército más importante es un duro percance para la Alianza Atlántica que todavía no se repone del impacto del Brexit y de la crisis por la que atraviesa la Unión Europea. Sin el apoyo de Turquía la guerra en Siria acabará reforzando las posiciones del gobierno de Assad. El apoyo que goza el gobierno de Erdogan de una parte de la población y el impacto de la purga radical que está efectuando en todas las instancias del estado y que afecta a más de 60 mil personas, le pueden dar unos meses de respiro pero la crisis económica turca es profunda y las desestabilizaciones en su contra no cesarán. Constatamos finalmente que el arco de inestabilidad iniciado con la guerra en Irak no deja de crecer. Luego de Libia y Siria, ahora afecta a un país en el que están estacionadas nada menos que 60 ojivas nucleares. Estemos atentos, la crisis turca recién acaba de comenzar y su impacto internacional será mucho más perturbador a todo lo que hemos visto hasta ahora.

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UNA ÉPICA VULGAR  por Alberto Medina Méndez*

| 30 julio, 2016

A estas alturas ya no se puede discutir demasiado acerca de la vital importancia que tiene la construcción de un relato compacto e inteligente que acompañe permanentemente a la gestión de gobierno.

Se sabe que los resultados efectivos de la política práctica no dependen, exclusivamente, del discurso que se logra edificar, pero es bueno asumir que sin él, es difícil darle sustentabilidad a la cotidianeidad.

El populismo ha sido muy astuto y fue capaz de influir lo suficiente en el lenguaje como para que muchas palabras tengan ahora un significado diferente. Esas acepciones hoy son totalmente aceptadas por todos como si fueran verdades reveladas y prácticamente no admiten discusión alguna.

Esos gobiernos demagógicos han fracasado sistemáticamente, y los que aun resisten a duras penas, solo logran destruir a sus comunidades día a día, empobreciéndolas cada vez más y llenándolas de odio indefinidamente.

Sus políticas han sido y son nefastas, pero buena parte de su prolongada existencia tiene que ver con esa dinámica de haber convertido cada determinación en una epopeya irremplazable que transmite vivencias como si se tratara de un reto enorme con una secuencia interminable de victorias.

Claro que todo ese engendro termina invariablemente mal, pero no porque no hayan conseguido imponer su discurso, sino porque los hechos finalmente se han precipitado desnudándose la falsedad argumental frente a lo irrefutable que plantean los propios acontecimientos.

Es tan potente esa narración política, que buena parte de la sociedad termina concluyendo que son los protagonistas los que eventualmente decepcionan y no sus políticas. Asignan toda la culpabilidad a meros errores instrumentales y a la presencia de ciertos personajes corruptos que desdibujan todo lo positivo y arruinan el supuesto éxito de esas ideas.

Esa visión ideológica sobrevive gracias a un giro de ese mismo relato, que convierte a los verdaderos delincuentes e ineficaces gestores en víctimas de la persecución política y héroes expulsados por los grandes poderes económicos que rigen los destinos del mundo.

Nada de eso va a cambiar demasiado en el corto plazo. La izquierda, el socialismo en todas sus formas, se reinventará, como tantas otras veces mutando para sobrevivir eternamente y volver de nuevo a la escena.

Lo que no es aceptable es pretender contrarrestar esa estudiada estrategia con la infantil idea de recurrir al vaciamiento ideológico, apelando siempre a esa visión tecnocrática de la política, que ha demostrado su fugacidad.

Los gobiernos necesitan tener su propia épica, con una línea argumental sólida, con suficiente contenido, que explique pormenorizadamente los motivos por los cuales debe recorrerse el camino seleccionado.

No se trata de edificar retorcidas miradas repletas de racionalidad sino, muy por el contrario, de darle un hilo conductor al discurso, con altísimas cuotas de emotividad, que permitan que la sociedad haga propia esas ideas y se involucre en ese proceso con compromiso y convicción.

Deben existir allí motivos reales, razones suficientes, justificaciones contundentes que le brinden soporte. Pero esa matriz intelectual, sin contenido emotivo no tiene futuro alguno y es por ello que para ser exitoso en el proceso se deben contemplar abundantes dosis de estos ingredientes.

El horizonte siempre es complejo. No son estas ciencias exactas. Se trata de personas, seres humanos con experiencias y percepciones anteriores que condicionan su modo de visualizar e interpretar la realidad.

La tarea no pasa por mentir, ni tampoco por falsear los hechos. Eso no solo sería tramposo y deshonesto, sino que violaría los principios éticos elementales que solo consolidan el desprestigio de la política.

Lo relevante es darle trascendencia superlativa pero ya no a la acción específica de un gobierno, sino a sus esperables consecuencias favorables y a los innegables impactos positivos que son el fin último de cada decisión.

Los gobernantes no deben desarrollar acciones en la búsqueda del infaltable aplauso vacío y el elogio superficial de los aduladores de siempre. Tampoco deben intentarlo como único medio para sumar votos, sino porque comprenden, que la política brinda una excelente oportunidad para dejar un legado, para marcar una huella, esa que seguirán los que vengan atrás.

Si realmente los que detentan el poder, creen férreamente en su visión, están convencidos de que lo que plantean es lo necesario para la sociedad, pues entonces deben nutrir de significativos contenidos a su discurso.

No sirve de mucho gestionar bien, ni tampoco hacer lo correcto si no se logra articular complementariamente una narrativa creativa, movilizadora, desafiante que invite a la sociedad toda a sumarse de un modo responsable a esa ambiciosa labor de cimentar los pilares de un porvenir mejor.

Algunos gobernantes parecen no haber entendido esta lógica tan esencial. Siguen confiando únicamente en sus propios talentos e ignoran deliberadamente ciertas consignas universales de la política. Están persuadidos de que "haciendo" alcanza y es por eso que insisten en su tesitura y recurren nuevamente a una épica vulgar.

*Periodista.Consultor Privado en Comunicación, Analista Político,Conferencista Internacional, Presidente de la FUNDACIÓN CLUB DE LA LIBERTAD, Miembro de la Comisión Directiva de la RED POR LA LIBERTAD,Columnista de INFOBAE en Argentina,Columnista de DIARIO, EXTERIOR de España, Columnista de EL CATO de EEUU,Conductor del los ciclos radial  y televisivo EXISTE OTRO CAMINO.Ha publicado más de 470 artículos en 15 países de habla hispana

Premio a la Libertad de la Fundación Atlas 2006

Premio Periodista del Año de Corrientes, por Fundación Convivencia en 2002 y 2011

Premio Corrientes por la labor periodística en 2013

 

 

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EL ESPÍRITU DEL TERRORISMO por Jean Baudrillard*

| 24 julio, 2016

de L’ esprit du terrorisme, Éditions Galilée, Paris, 2002.

De los acontecimientos mundiales que habíamos presenciado como la muerte de Lady Di o el Mundial de Fútbol, o acontecimientos violentos y reales como guerras y genocidios, ninguno había cobrado una envergadura simbólica global; es decir, ningún acontecimiento de difusión mundial había puesto en jaque a la globalización misma. A lo largo del estancamiento de los años noventa, lo que se impuso fue “la huelga de acontecimientos” (parafraseando al escritor argentino Macedonio Fernández). Pues bien, la huelga terminó. Los acontecimientos dejaron de estar en huelga. Nos hallamos frente a los atentados de Nueva York y del World Trade Center: el acontecimiento absoluto, la “madre” de los acontecimientos, el hecho puro que concentra en sí todos los que jamás ocurrieron.

Todo el juego de la historia y del poder ha sido afectado, así como los supuestos de su análisis. Pero hay que darse tiempo. Durante la parálisis de acontecimientos era necesario anticipárseles, ser más rápidos que ellos. En el momento en que se aceleran a esta escala, es necesario ir más lento, sin dejarse sepultar bajo el fárrago de los discursos y el humo de la guerra; y, sobre todo, preservar intacto el fulgor inolvidable de las imágenes.

Todos los discursos y los comentarios traicionan la gigantesca reacción frente al acontecimiento y frente a la fascinación que ejerce. La condena moral, la unión sagrada contra el terrorismo transcurren junto al júbilo prodigioso de ver la destrucción de la superpotencia mundial. Y mejor verla destruirse a sí misma, suicidarse bellamente. Es ella con su insoportable poder quien, infiltrándose en el mundo, ha sembrado la violencia y (sin saberlo) la imaginación terrorista que habita en todos nosotros.

Que algún día soñamos con ese acontecimiento, que cada uno sin excepción lo ha soñado, porque nadie puede no soñar con la destrucción de un poder que ha alcanzado tal grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de Occidente. Pero es un hecho, y un hecho a la medida justa de la patética violencia de los discursos que quieren borrarlo.

En última instancia, son ellos quienes lo propiciaron, y nosotros los que lo quisimos. Si no tomamos esto en consideración, el acontecimiento pierde toda su dimensión simbólica, y se convierte en un accidente puro, un acto puramente arbitrario: el espectáculo asesino de unos fanáticos a los que bastaría con eliminar. Pero sabemos que no es así. De ahí el delirio contrafóbico de exorcizar el mal, que está ahí, por todas partes, como un oscuro objeto del deseo. Sin esa inconfesable complicidad, el acontecimiento no habría tenido la repercusión que tuvo; y en su estrategia simbólica los terroristas saben, sin duda, que pueden apostar a ella.

Esto rebasa por mucho el odio al poderío mundial que domina a los desheredados y los explotados, los que cayeron en el lado equivocado del orden global. Ese maligno deseo habita en el corazón de los que disfrutan de sus beneficios. La alergia a cualquier orden definitivo, a cualquier poder definitivo es afortunadamente universal, y las dos torres del World Trade Center encarnaban, perfectas en su gemelidad, precisamente ese orden definitivo.

No se requiere una pulsión de muerte o de destrucción, tampoco un efecto perverso. Resulta lógico e inexorable que el engrandecimiento del poder exacerbe la voluntad de destruirlo, también que sea cómplice de su propia destrucción. Cuando las torres se desmoronaron, daba la impresión de que respondían al suicidio de los aviones suicidas, suicidándose. Se ha dicho: “¡Dios mismo! No puede declararse la guerra.” Pues sí, Occidente, que ha tomado el lugar de Dios (de la divinidad todo poderosa y de la legitimidad moral absoluta), se convierte en suicida, y se declara la guerra a sí mismo. Las innumerables películas de catástrofes revelan esa fantasía que conjuran a través de la imagen, sumergiendo todo bajo los efectos especiales. Pero la atracción universal que ejercen, al igual que la pornografía, muestra que el paso al acto está siempre cerca; es la veleidad de rechazar un sistema que, de tan poderoso, se acerca a la perfección o a la omnipotencia.

De hecho, es probable que los terroristas (al igual que los expertos) no hayan previsto el hundimiento de las Twin Towers que cifró, más que el ataque al Pentágono, el shock simbólico contundente. El desmoronamiento simbólico del sistema fue el resultado de una complicidad imprevisible; como si desmoronándose ellas mismas, suicidándose, las torres hubieran entrado en el juego para rematar el acontecimiento. En cierto sentido, es el sistema entero el que contribuye, por su fragilidad interna, con el acto inicial.

Pero el sistema se concentra mundialmente, constituyendo al límite una red que se vuelve vulnerable en un solo punto (así, un hacker filipino logró, desde su computadora portátil, lanzar el virus I love you, que le dio la vuelta al mundo devastando redes enteras). Aquí son los dieciocho kamikazes quienes, gracias al arma absoluta de la muerte multiplicada por la eficiencia tecnológica, desencadenan un proceso catastrófico global.

Cuando el poder mundial monopoliza a tal grado la situación, cuando enfrentamos esta concentración desmedida de las funciones de la maquinaria tecnocrática y del pensamiento único, ¿qué otra vía existe sino la de una transferencia terrorista de la situación? Es el sistema mismo el que ha creado hí el delirio las condiciones objetivas para esa represalia brutal. Al guardarse todas las cartas en la mano, obliga al Otro a cambiar las reglas del juego. Y las nuevas reglas son despiadadas, porque la apuesta es despiadada. A un sistema cuyo exceso de poder plantea un desafío irremediable, los terroristas responden por medio de un acto definitorio, sin posibilidad de intercambio alguno. El terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible en el seno de un sistema de intercambio generalizado. Todas las singularidades (las especies, los individuos, las culturas) que pagaron con su muerte la emergencia de la circulación mundial –la cual ya obedece a un poder único–, hoy se vengan a través de esa transferencia terrorista de la situación.

Terror contra terror –no hay ninguna ideología detrás–. A partir de esto, nos hallamos más allá de la ideología y de la política. Ninguna ideología, ninguna causa, ni siquiera la islámica puede reivindicar la energía que alimenta al terror. No apunta ni siquiera a cambiar el mundo sino (como los herejes en su tiempo) a radicalizarlo a través del sacrificio; el mismo que el sistema pretende imponer por la fuerza.

Al igual que un virus, el terrorismo está en todos lados. Hay un goteo permanente de terrorismo en el mundo: es la sombra que proyecta todo sistema de dominación listo a despertar en cualquier lugar como un agente doble. Ya no existe una línea de demarcación que permita cercarlo. Se halla en el corazón mismo de la cultura que lo combate. Y la fractura visible (y el odio) que opone en el plano mundial a los explotados y los subdesarrollados con Occidente se une secretamente a la fractura interna del sistema dominante. Éste puede hacer frente a cualquier antagonismo visible. Pero contra ese otro antagonismo de estructura viral, contra esa forma de reversión casi automática de su propio poder, el sistema es impotente –como si todo aparato de dominación secretara su dispositivo de autodestrucción, su propio fermento de desaparición–. Y el terrorismo es la onda de choque de esa reversión silenciosa.

No se trata de un choque entre civilizaciones o religiones, sino de otro que sobrepasa con creces al Islam y a Estados Unidos, en los que pretendemos focalizar el conflicto para hacernos la ilusión de que existe un enfrentamiento visible y una solución por la fuerza. Se trata de un antagonismo fundamental que señala, a través del espectro de Norteamérica (que es quizás el epicentro de la globalización, pero que de ninguna manera representa toda su encarnación) y a través del espectro del Islam (que tampoco es la encarnación del terrorismo), la globalización triunfante enfrentada a sí misma. En este sentido, se puede hablar de una guerra mundial; no la tercera sino la cuarta y única verdaderamente mundial, pues lo que está en juego es la globalización misma. Las dos primeras guerras mundiales respondían a la imagen clásica de la guerra. La primera puso fin a la supremacía de Europa y a la era colonial. La segunda puso fin al nazismo. La tercera, que tuvo lugar bajo la forma de la Guerra Fría y la disuasión, puso fin al comunismo. De una a otra, nos hemos dirigido cada vez más hacia un orden mundial único, que hoy ha llegado virtualmente a su consumación. Un orden que se encuentra enfrentado a las fuerzas antagónicas diseminadas en el corazón mismo de lo mundial, en todas sus convulsiones actuales. Guerra fractal de todas las células, de todas las singularidades que se rebelan bajo la forma de anticuerpos. Enfrentamiento a tal punto inasible que cada cierto tiempo es necesario salvaguardar la idea de la guerra a través de puestas en escena espectaculares, como las de la Guerra del Golfo o la de Afganistán. Pero la Cuarta Guerra Mundial está en otra parte. Ella es la que inquieta a todo el orden mundial, a toda dominación hegemónica –si el Islam dominara al mundo, el terrorismo se levantaría en su contra–. El mundo mismo se resiste a la globalización.

El terrorismo es inmoral. El acontecimiento del World Trade Center, ese reto simbólico, es inmoral, y responde a una globalización que en sí misma es inmoral. Pues bien, seamos inmorales. Y si queremos comprender algo, miremos un poco mas allá del Bien y el Mal. Por primera vez, nos hallamos frente a un acontecimiento que desafía no sólo la moral sino toda forma de interpretación Tratemos de hacernos de la inteligencia del Mal.

El punto crucial está justo ahí: el contrasentido total de la filosofía occidental, la del Siglo de las Luces en cuanto a la relación entre el Bien y el Mal. Creemos ingenuamente que el progreso del Bien, su ascenso al poder en todos los ámbitos (ciencia, tecnología, democracia, derechos humanos), corresponde a una derrota del Mal. Nadie parece haber comprendido que el Bien y el Mal ascienden al poder al mismo tiempo, y siguen el mismo movimiento. El triunfo del primero no conlleva la desaparición del otro, sino al contrario. Al Mal lo consideramos, metafísicamente, como un error accidental. Pero ese axioma, del que se desprenden todas las formas maniqueas de la lucha entre el Bien y el Mal, es ilusorio. El Bien no reduce al Mal, ni a la inversa: son irreductibles el uno para (con) el otro, y su relación es inextricable. En el fondo, el Bien no podría darle jaque al Mal más que renunciando a ser el Bien, puesto que al adjudicarse el monopolio mundial del poder lleva consigo un efecto de retour de flamme de una violencia proporcional.

En el universo tradicional, existía un balance entre el Bien y el Mal, una relación dialéctica que aseguraba de algún modo la tensión y el equilibrio moral del universo –como en la Guerra Fría, donde el enfrentamiento de las grandes dos potencias aseguraba el equilibrio del terror, anulando la supremacía de una sobre la otra–. Este balance se quiebra a partir del momento en que se impone una extrapolación total del Bien (hegemonía de lo positivo sobre cualquier forma de negatividad, exclusión de la muerte y de toda fuerza adversa latente, triunfo de los valores del Bien en toda la extensión). A partir de ahí, se rompe el equilibrio, como si el Mal retomara una autonomía invisible, desarrollándose a partir de entonces en forma exponencial.

Toda proporción guardada, hay una semejanza con el orden político que se produjo a raíz de la desaparición del comunismo y del triunfo mundial del liberalismo. Ha surgido un enemigo fantástico, que se infiltra en el planeta como un virus, surgiendo de todos los intersticios del poder: el Islam. Pero el Islam no es sino el frente móvil, la cristalización de ese antagonismo, que está en todas partes y en cada uno de nosotros: terror contra terror pero terror asimétrico. Esta asimetría desarma por completo a la superpotencia mundial. Enfrentada a sí misma, no puede sino hundirse en su propia lógica de la correlación de fuerzas, sin capacidad alguna para jugar en el terreno del desafío simbólico y de la muerte, a los que ignora, pues los ha excluido de su propia cultura.

Hasta ahora, esta potencia integradora ha logrado absorber y reabsorber todas las crisis, toda negatividad. Con ello ha creado una situación profundamente desesperante (no sólo para los condenados de la tierra, sino también para el confort de los privilegiados). El acontecimiento fundamental es que los terroristas dejaron de suicidarse en vano al poner en juego, de manera ofensiva y eficaz, su propia muerte. Los guía una intuición estratégica simple: la inmensa fragilidad del adversario, la de un sistema que ha llegado casi a su perfección y que, de pronto, se vuelve vulnerable al más mínimo destello. Los terroristas lograron hacer de su propia muerte un arma contundente en contra de un sistema que vive de excluir la muerte, y cuyo ideal es: cero muertos. Todo sistema de cero muertos es un sistema de suma cero. Y cualquier medio de disuasión y destrucción resulta impotente contra un enemigo que ya ha hecho de la muerte un arma contraofensiva. “¡Qué importan los bombardeos norteamericanos! ¡Nuestros hombres tienen tantas ganas de morir como los americanos de vivir!” De ahí la desigualdad de las cuatro mil muertes infligidas de un solo golpe a un sistema de cero muertos.

Es así que se juega todo por la muerte. No sólo por la irrupción violenta, en directo, en tiempo real de la muerte, sino por la irrupción de una muerte más que real: simbólica, la muerte por sacrificio –es decir, el acontecimiento absoluto y definitivo–.

Tal es el espíritu del terrorismo.

Nunca atacar al sistema en términos de la correlación de fuerzas. Ése es el imaginario (revolucionario) que impone el sistema mismo, el cual sólo sobrevive obligando a sus adversarios a pelear en el terreno de la realidad, que siempre es su terreno. Y desplazar la lucha a la esfera de lo simbólico; ahí donde la regla es el desafío, la reversión, el frenesí. De tal manera que a la muerte no pueda respondérsele sino con una muerte igual o superior. Desafiar el sistema con un don al que no puede responder sino a través de su propia muerte y su propio desmoronamiento.

La hipótesis terrorista es que el sistema mismo se suicida como respuesta a los diversos desafíos de la muerte y del suicidio, puesto que ni el sistema ni el poder escapan a su condición simbólica –y sobre esa trampa descansa la posibilidad de su destrucción–. En ese ciclo vertiginoso del intercambio imposible de la muerte, la del terrorista representa un punto infinitesimal. Y no obstante provoca una aspiración, un vacío, una gigantesca onda. Alrededor de ese ínfimo punto, todo el sistema, el de lo real y el poder, se vuelve denso, se tetaniza, se repliega sobre sí mismo y se hunde en su propia eficacia.

La táctica del modelo terrorista consiste en provocar un exceso de realidad, y hacer que el sistema se desmorone bajo ese exceso. La ridiculez de la situación, así como la violencia que el poder moviliza, se tornan en su contra. Los actos terroristas son una lente de aumento de su propia violencia y, a la vez, un modelo de violencia simbólica que le está vedada, la única que no puede ejercer: la de su propia muerte. Por esto todo el poder visible es impotente frente a la muerte ínfima, pero simbólica, de unos cuantos individuos.

Hay que admitir la evidencia de que ha nacido un nuevo terrorismo, una nueva forma de actuar que juega el juego y se apropia de las reglas para manipularlas.

Esta gente no sólo lucha con armas desiguales, puesto que ponen en juego su propia muerte, la cual carece de respuestas (“son ruines”), sino que han hecho suyas las armas de la gran potencia. El dinero y la especulación en la Bolsa, las tecnologías informáticas y aeronáuticas, la dimensión espectacular y las redes mediáticas: han asimilado la modernidad y la globalización sin cambiar su rumbo, lo que implica destruirlas.

Para colmo de la malicia, utilizan incluso la banalidad de la vida cotidiana norteamericana como máscara y como doble juego: duermen en sus suburbios, leen y estudian en familia antes de despertar de un día para otro como bombas de efecto retardado. El conocimiento preciso, sin error, de esa clandestinidad tiene un efecto casi tan terrorista como el espectacular evento del 11 de septiembre. Arroja la sombra de la sospecha sobre cualquier individuo: ¿o no acaso cualquier ser inofensivo puede ser un terrorista en potencia? Si ellos lograron pasar desapercibidos, cualquiera de nosotros representa un criminal desapercibido (cada avión se convierte en sospechoso), y en el fondo es verdad. Quizá corresponde a una forma inconsciente de criminalidad potencial, disfrazada, y cuidadosamente reprimida, pero siempre susceptible, si no de resurgir al menos de vibrar secretamente frente al espectáculo del Mal. Así, el acontecimiento se ramifica hasta el detalle –propiciando un terrorismo mental aún más sutil–.

La gran diferencia es que los terroristas, al disponer de las armas del sistema, disponen de otra arma letal: su propia muerte. Si se conformaran con combatir el sistema mediante sus propias armas serían eliminados de inmediato. Si opusieran tan sólo su muerte, desaparecerían de la escena tan rápido como en cualquier sacrificio inútil –hasta ahora eso es lo que el terrorismo ha hecho casi siempre (como los atentados de los palestinos), y por lo que ha estado condenado al fracaso–.

Todo cambió a partir de esa unión entre los medios modernos disponibles y el arma mas simbólica; ésta multiplica infinitamente su potencial destructivo. Esa multiplicación de los factores (que nos parecen irreconciliables) es lo que les da semejante superioridad. Por el contrario, la estrategia de cero muertos, la guerra “limpia”, tecnológica, pasa precisamente del lado frente a esa transfiguración del poder “real” a través del poder simbólico.

El éxito prodigioso de un atentado como el del 11 de septiembre es un problema en sí. Y para comprender algo hay que desprenderse de la visión occidental, y advertir lo que sucede en la organización y la mente del terrorista. Una eficacia de tal grado supondría en nosotros una capacidad de cálculo, de racionalidad, que difícilmente podemos imaginar en otros. Y en caso de contar con esa capacidad, como cualquier organización racional o de servicios secretos, habría fugas y errores.

El éxito está en otra parte. La diferencia es que, en el caso del terrorismo, no se trata de un contrato laboral, sino de un pacto y de la obligación impuesta por el sacrificio. Una obligación como ésa se halla protegida frente a toda deserción o corrupción. El milagro reside en su capacidad para adaptarse a la red mundial, al protocolo técnico, sin renunciar a la complicidad con la vida y la muerte. De manera opuesta al contrato, el pacto no une individuos –ni siquiera su “suicidio” representa un acto de heroísmo individual–. Es un sacrificio colectivo sellado por una exigencia ideal –la conjugación de dos dispositivos: una estructura operativa y un pacto simbólico, lo que hace posible un acto de tal desmesura–.

No tenemos idea de lo que significa el cálculo simbólico, como en el póker o las máquinas traga monedas: apuesta mínima, resultado máximo. Es exactamente lo que lograron los terroristas con el atentado en Manhattan, e ilustra bastante bien la teoría del caos: un golpe inicial provoca consecuencias incalculables, mientras que el despliegue gigantesco de los norteamericanos (Tormenta del Desierto) no obtiene sino efectos insignificantes –por decirlo de alguna manera, el huracán termina en el aleteo de una mariposa–.

El suicida representaba un terrorismo de pobres; el de ahora es un terrorismo de ricos. Eso es lo que nos causa tanto miedo: que se hayan hecho ricos (poseen los medios para ello) sin dejar de desear nuestra ruina. Según nuestro sistema de valores, ellos hacen trampa: poner en juego la propia muerte no es correcto. Pero a ellos no les importa, y las nuevas reglas del juego ya no nos pertenecen.

Todo resulta útil para desacreditar sus actos. Llamarlos “suicidas” y “mártires”. Se agrega, de inmediato, que el martirio no prueba nada, que no tiene nada que ver con la verdad, y que incluso (citando a Nietzsche) es el principal enemigo de la verdad. Ciertamente, su muerte no prueba nada. Pero no hay nada que probar en un sistema en el que la verdad es inalcanzable –o es que ¿somos nosotros quiénes pretendemos ser los portadores de esa verdad?– Por otra parte, ese argumento notablemente moral se revierte. Si el mártir voluntario, el kamikaze, no prueba nada, entonces el mártir involuntario, la víctima del atentado, tampoco prueba nada; y hay algo de inconveniente y obsceno en hacer de ello un argumento moral (sin prejuzgar en absoluto su sufrimiento y su muerte).

Otro argumento de mala fe: los terroristas cambian su muerte por un lugar en el paraíso; su acto no es gratuito, por lo tanto no es auténtico. Sería gratuito sólo si ellos no creyeran en Dios, si la muerte no entrañara, como lo hace para nosotros, una esperanza (los mártires cristianos no esperaban otra cosa que esa sublime equivalencia). No pelean con las mismas armas. Mientras que ellos tienen derecho a la salvación, nosotros ni siquiera podemos albergar esa esperanza. Mientras que sólo nos queda el duelo de nuestra muerte, ellos pueden hacer con ella una apuesta ambiciosa.

En el fondo, todo esto –la causa, la prueba, la verdad, la recompensa, el fin y los medios– representa una forma de cálculo típicamente occidental. Incluso a la muerte la evaluamos con tazas de interés, en términos de calidad/precio. Cálculo económico de pobres, y de quienes ni siquiera tienen el valor de ponerle un precio.

¿Qué puede pasar –salvo la guerra, que no es mas que una pantalla de protección convencional?– Se habla de terrorismo biológico, de guerra bacteriológica o de terrorismo nuclear. Pero todo esto no pertenece al orden del desafío simbólico, sino al del aniquilamiento sin palabra, sin gloria, sin riesgo; al orden de la solución final. Resulta un contrasentido ver en el acto terrorista una lógica puramente destructiva. Me parece que sus actos, en los que la muerte va implícita (lo que precisamente la hace un acto simbólico), no buscan la eliminación impersonal del otro. Todo permanece en el terreno del desafío y el duelo, es decir, una relación dual, casi personal, con la potencia adversa. Es ella quien los ha humillado, y ella debe ser humillada y no simplemente exterminada. Es necesario degradarla. Esto jamás se logra con la fuerza bruta o la eliminación del otro. Debe apuntársele y herirla en la adversidad. Aparte del pacto que une a los terroristas, existe algo así como un pacto en el duelo con el adversario. Es exactamente lo contrario de la cobardía de la que se les acusa, y lo opuesto a lo que hicieron los norteamericanos en la Guerra del Golfo (y que repiten actualmente en Afganistán): objetivo invisible, liquidación operativa.

De estos sucesos quedan las imágenes por encima de todo. Debemos preservarlas, así como la fascinación que ejercen sobre nosotros, ya que ellas son, quiérase o no, la escena primigenia. Al mismo tiempo que radicalizaron la situación mundial, los acontecimientos de Nueva York han –habrán– radicalizado la relación entre la imagen y la realidad. Acostumbrados a ver una profusión continua de imágenes banales y una oleada de acontecimientos simulados, el acto terrorista de Nueva York resucita, a un mismo tiempo, la imagen y el acontecimiento.

Entre las armas que los terroristas lograron volver en contra del propio sistema, una de las que capitalizaron con mayor provecho fue el tiempo real de las imágenes, su difusión instantánea a nivel mundial; al igual que la especulación en la Bolsa, la información electrónica y la circulación aérea. El papel de la imagen es notablemente ambiguo. Al mismo tiempo que exalta el acontecimiento lo toma como rehén. Juega, de manera simultánea, a la multiplicación infinita, la diversión y la neutralización (así sucedió con los acontecimientos de 1968). La imagen consume al acontecimiento, en el sentido de que lo absorbe y lo ofrece al consumo.

En tanto acontecimiemto-imagen, le otorga un impacto hasta ahora inédito.

¿Qué queda del acontecimiento real si la imagen, la ficción, lo virtual se filtran por doquier en la realidad? En este caso, creímos ver (quizá con cierto alivio) un resurgimiento de lo real y de la violencia de lo real en un universo supuestamente virtual. “¡Se acabaron sus historias virtuales, esto es la realidad!” Asimismo, fuimos testigos de una resurrección de la historia más allá del fin que le fue anunciado. Pero, ¿la realidad rebasa la ficción? Si parece haberlo logrado, se debe a que absorbió su energía, y ella misma se convirtió en ficción. Casi podría decirse que la realidad siente celos de la ficción, lo real está celoso de la imagen… Se trata de una suerte de duelo entre ambos, entre quién resultará más inconcebible.

El desmoronamiento de las torres del World Trade Center es inimaginable, pero no es suficiente para hacer de él un acontecimiento real. Un incremento de la violencia no es suficiente para acceder a la realidad. La realidad es un principio, y ése es el principio que se ha perdido.

Realidad y ficción son inextricables; lo fascinante del atentado reside en la imagen (las consecuencias simultáneas de jubilo y catástrofe son en sí mismas imaginarias).

Es un caso en el que lo real se suma a la imagen como un excedente de terror, como algo más estremecedor. No sólo es aterrador sino que además es real. En lugar de que la violencia de lo real esté ahí y se sume al estremecimiento de la imagen, la imagen se halla antes que nada, y a ella se suma el estremecimiento de lo real. Algo así como una ficción que rebasa la ficción. 

Ballard (a partir de Borges) hablaba de reinventar lo real como una ficción más temible y más sublime.

Esa violencia terrorista no representa un retour de flamme de la realidad, no más que el de la historia. Esa violencia terrorista no es “real”. En cierto sentido es peor: es simbólica. La violencia en sí puede ser perfectamente banal e inofensiva. Sólo la violencia simbólica genera una singularidad. En ese acontecimiento, en la catastrófica película de Manhattan se conjugan, en su mayor expresión, los dos elementos que fascinan a las masas del siglo xx: la magia blanca del cine y la magia negra del terrorismo. La luz blanca de la imagen y la luz negra del terrorismo.

Después del shock intentamos extraer algún sentido, encontrar una interpretación; pero carece de él, y ese radicalismo, esa brutalidad del espectáculo es lo original y lo irreductible. El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo. Contra esa fascinación inmoral (incluso si desencadena una reacción moral universal) el orden político es impotente. Ése es nuestro teatro de la crueldad, el único que nos queda –extraordinario por cierto, ya que alcanza el punto más álgido de espectacularidad y desafío–. Al mismo tiempo, es el micromodelo fulgurante de un nudo de violencia real en una cámara de máxima resonancia –la forma más pura de lo espectacular–, y un modelo de sacrificio que opone al orden histórico y político la forma simbólica más pura del desafío.

Cualquier masacre les habría sido perdonada, si hubiera tenido sentido, si pudiera interpretarse como una violencia histórica –ése es el axioma moral de la buena violencia–. Cualquier forma de violencia les habría sido perdonada, si ésta no hubiera sido transmitida por los medios (“el terrorismo sin los medios no sería nada”). Pero es una ilusión. No existe el buen uso de los medios, ellos forman parte del acontecimiento, forman parte del terror y juegan en uno y otro bando.

El acto represivo sigue la misma espiral imprevisible del acto terrorista. Nadie sabe dónde va a detenerse ni los virajes que van a producirse. En el plano de las imágenes y de la información, no es posible distinguir entre lo espectacular y lo simbólico: imposible distinguir entre el “crimen” y la represión. Ese desencadenamiento incontrolable de la reversibilidad es la verdadera victoria del terrorismo. Victoria visible en las ramificaciones y la infiltración subterránea del acontecimiento –no sólo en la recesión económica directa, política, bursátil y financiera del conjunto del sistema, y en la recesión moral y psicológica que resulta de ella, sino también en la del sistema de valores, de toda ideología de la libertad, de la libre circulación, etc., que eran parte del orgullo del mundo occidental, y del que se valía para ejercer su influencia sobre los demás–.

La idea de la libertad, idea nueva y reciente, está en vías de extinguirse en las conciencias y en las costumbres. La globalización liberal está a punto de consumarse bajo la forma exactamente inversa: una mundialización policíaca, el control total, el terror de la seguridad. La ausencia de reglas desemboca en una escalada de obligaciones y restricciones equivalentes a las de una sociedad fundamentalista.

Disminución de la producción, del consumo, de la especulación, del crecimiento (¡pero ciertamente no de la corrupción!): todo sucede como si en el sistema mundial se operara un repliegue estratégico, una revisión desgarradora de sus valores –da la impresión de una reacción defensiva ante el impacto del terrorismo, pero en el fondo se trata de una respuesta a su disposiciones secretas–, regulación forzada como salida al desorden absoluto que, de alguna manera, se impone sobre sí mismo interiorizando su fracaso.

Otro aspecto de la victoria de los terroristas es que las demás formas de violencia y desestabilización juegan a favor suyo: terrorismo informático, biológico, el ántrax y el rumor. Todos le han sido imputados a Bin Laden, quien podría incluso reivindicar a su favor las catástrofes naturales. Todas las formas de desorganización y de circulación perversa le son útiles: hasta la estructura misma del intercambio mundial generalizado a favor de un intercambio imposible. Se trata de una suerte de escritura automática del terrorismo, (re)alimentada por el terrorismo involuntario de la información, con todas las consecuencias de pánico que resultan de ella. Si en toda esa historia del ántrax, la intoxicación ocurre por una cristalización instantánea, por el simple contacto entre una solución química y una molécula, ello significa que el sistema alcanzó un peso crítico que lo hace vulnerable a la más mínima agresión.

No existe una solución para una situación límite. No es de ninguna manera la guerra, que ofrece una situación conocida: la avalancha habitual de fuerzas militares, información fantasma, bombardeos inútiles, falsos y patéticos discursos, despliegue tecnológico e intoxicación. Al igual que en la guerra del Golfo: un no-acontecimiento, un acontecimiento que en realidad no tuvo lugar.

De hecho ahí está su razón de ser: sustituir un acontecimiento real y extraordinario, único e imprevisible, con un pseudo-acontecimiento repetitivo y ya conocido. El atentado terrorista corresponde a una precesión del acontecimiento en todos sus modelos de interpretación, mientras que la guerra estúpidamente militar y tecnológica corresponde, por el contrario, a una precesión del modelo sobre el acontecimiento, y por lo tanto, a una apuesta ficticia y a un no-lugar. La guerra como continuación de la ausencia de política con otros medios.

*Filósofo y sociólogo francés. Crítico de la cultura. 1927-2007

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CAMINO DESDE EL BICENTENARIO por Francisco M. Goyogana

| 24 julio, 2016

 

Club del Progreso, ciclo Camino al Bicentenario

      Ya en las proximidades del final del camino al Bicentenario, exactamente a un mes de alcanzar el final de un tramo de la ruta inacabable del destino de la Patria, se atisba la continuación del camino, ahora partiendo desde el bicentenario.

      La nueva nación que viera la luz en Mayo de 1810, recibiría luego, en 1816, su acta de nacimiento. Su destino afrontaría la descomunal y fascinante tarea de transformar aquellos desiertos subpoblados en la admirable y grande Nación que llegamos a ser. No fue posible soslayar una infancia y adolescencia sin dolores. Un primer sobresaliente  tutor, Rivadavia, fracasó por el pecado de adelantarse a su época. Las primicias inculcadas estaban inspiradas en las ideas filosóficas, políticas y económicas que dieron fundamento a las revoluciones norteamericana y francesa del siglo XVIII.

      Dentro de un gran impulso con amplitud de miras, proyectado para la construcción de una nación moderna, el gobierno de Rivadavia dirigía una administración que debía apoyarse siempre en la opinión pública, dentro de la que figuraban los intelectuales de la época que leían a Benjamin Constant, Antoine Destutt de Tracy y Jeremy Bentham. Bentham fue el conductor de un fenómeno británico, el utilitarismo, fundado en la investigación empírica, la asociación de ideas y una aproximación liberal y humanista hacia los asuntos políticos y económicos, al que se asociaron los Mill, James y John Stuart, padre e hijo.

      El filósofo Bentham tenía un corresponsal en Buenos Aires, que era el mismo Rivadavia, al que conocía personalmente y con quien se carteaba.

      El momento rivadaviano fue un breve tiempo entre 1820 y 1824, seguido de luchas fratricidas que postergaron los beneficios del futuro Estado-nación de orden liberal, que arribaría más tarde con la instalación de las ideas filosóficas que se asentaron después de Caseros, con el ímpetu de la Generación de 1837 y los aportes de la Generación del 80.

      Atrás quedaron los intentos de las Constituciones del Congreso de Tucumán trasladado a Buenos Aires en 1819 y su prolongación en líneas generales a la de 1826.

      El período de 1829 a 1852, desde el convenio de Cañuelas entre Rosas y Lavalle hasta Caseros, estuvo ocupado por el monopolio del poder sin Constitución en manos de Rosas.

      Ya con una Constitución Nacional, el país de los ahora bicentenarios de 1810 y 1816 iniciaba la reconstrucción de un Estado que seria modelo para el mundo al cumplir los primeros cien años de cada uno.

      Los siguientes centenarios, particularmente después de 1930 y especialmente después de 1943, se vivirían con la incógnita del modo en que continuaría sobreviviendo el pueblo argentino.

      La República recuerda ahora cómo ha sido su vida hasta el presente, pero le resulta imposible conocer el ignoto porvenir desde los recuerdos del futuro, ya que es imposible conocer algo que está por venir. Se especula con la imagen de un recipiente que contiene una mitad de su capacidad, figurando que apreciarlo como medio lleno es una visión optimista y verlo como medio vacío, pesimista. Por fuera de las especulaciones, la realidad no lo muestra como lleno sino vacío, a pesar de la última apreciación relativa. Proyectado el ejemplo a la República, el vacío, aún relativo, debe ser llenado para su cabal completamiento. Y eso estará limitado a la aplicación de un proceso que permita integrar la unidad del país, con el tiempo y la debida elección del procedimiento como variables.

      Ha llegado el momento de reflexionar sobre la travesía realizada recordando con Ortega, en Una interpretación de la historia universal, que:

       La historia, que es nuestra preocupación por el pasado,

       surge de nuestra preocupación por el futuro.

      Una mirada retrospectiva ofrece un paisaje en el cual, después de más de setenta años, el devenir circunstancial de la historia muestra a la República como un país desconcertante.

      Cuando el observador se acerca a las zonas neurálgicas de la realidad y la historia, ese desconcierto envuelve las reflexiones orientadas hacia el porvenir e impide la visión despejada de las ideas y eventuales acciones que posibiliten el despegue desde la decadencia.

      Para ilustrar este fenómeno del desconcierto vale la exposición del criterio de Simon Kuznets, Premio Nobel, que llegó a la conclusión de que existen cuatro tipos de países: los desarrollados, los subdesarrollados, el Japón y la Argentina.

      Simon Kuznets relacionó, fundamentalmente, el crecimiento económico y la distribución del ingreso; según su hipótesis, el crecimiento basta para reducir la desigualdad.  Su idea mereció que se le otorgara el Premio Nobel de Economía 1971.

      Debe entenderse como una verdad de Perogrullo, que de puro evidente, es un despropósito decir que la distribución sigue a la creación de riqueza y no a la inversa, criterio no comprendido por los populismos de turno.

      Recuerda Kuznets que en el primer quinto del siglo XX, la Argentina era uno de los países más importantes del mundo.

      A esa situación la siguió una etapa de declinación constante en relación con países de Europa occidental y los Estados Unidos, hasta un punto en el espacio de los años 1970/1980 en que se produjo el naufragio argentino.

      En las dos primeras décadas del siglo XXI se desencadenaría la catástrofe, culminación de la larga y dramática crisis, política, social y cultural de la República, de la cual en rigor todavía no se ha emergido.

      El colapso actual es obra de los responsables de los desaciertos que siguieron a la crisis del 2001, pero tampoco fueron ajenos equivocaciones, efímeras ilusiones y delitos de quienes los precedieron, salvedad hecha de algunas buenas intenciones interrumpidas y por ende malogradas.

      El pasado ayuda a la comprensión del presente, y hasta el intento de proyectar el porvenir, a pesar de los cambios y transformaciones producidas por las contingencias, la aparición de nuevos actores y de acontecimientos inesperados, las interferencias, el azar, el desgaste por erosión del tiempo.

      La ventaja de la visión retrospectiva es la de conocer las consecuencias de comportamientos a lo largo demás de setenta años,  cuyo ejemplo debe servir para evitar la repetición de errores, aún a riesgo de que de las enseñanzas se extraigan, ocasionalmente, conclusiones equivocadas.

      Imposible negar que el presente y el pasado se relacionen en un acoplamiento de continuidad y discontinuidad, de permanencia y cambio, pues aún siendo opuestos, están unidos, a la vez, por su misma oposición. Para ver esto con claridad, es suficiente hojear la prensa escrita, escuchar la radio, ver la televisión de todos los días.

      Esta lógica también se da entre el presente y el futuro, y los proyectos actuales forjan las precondiciones del futuro, futuro que es desconocido e imprevisible.

      El cambio de paradigma operado a fines de 2015 en la República, constituye ciertamente un estímulo para la autocrítica, el análisis introspectivo, el examen de conciencia, reconocer el grado de las faltas propias, y requiere necesariamente un ejercicio de memoria histórica. El resultado conseguido deberá guardar, sí, el nivel de responsabilidad que le cabe a cada analista para adjudicar sus juicios a las proporciones del poder y capacidad de decisión de los actores y a las ideas que han sostenido en sus acciones.

      La consideración de las ideas que han guiado los capítulos correspondientes de la historia de la República desde su creación, han sido ocupados por las ideas universales, el conservadurismo, el fascismo, el liberalismo y la democracia entre las generales, así como aquellas más particulares como el radicalismo, el llamado peronismo, el militarismo, o aquellas que como el nacionalismo y la izquierda genérica sólo han ejercido una influencia oblicua pero grave.

      Al llegar a este punto, obligadamente, se debe caer en un concepto que contiene, al menos, dos aspectos opuestos, además de variaciones intermedias. Así, idea política, sirve tanto para expresar la aceptación de una visión del mundo válida para la sociedad en su conjunto, como para referirse a una naturaleza propia de ideología o deformación de la realidad al servicio de intereses particulares. Este criterio para precisar el alcance de los significados de un término polisémico como política, es visible en los medios de comunicación cuando se lo aplica a propósitos diversos. Se salta de la concepción de validez para toda la sociedad, a otra meramente limitada para indicar un interés particular.

      El empleo de la locución idea política, muestra variaciones en el uso corriente, de acuerdo a la naturaleza de quienes la utilizan.   Los intelectuales por lo general, no sobrevaloran ni subvaloran la influencia de las ideas en la política, y raramente realizan sus ideas en la práctica, mientras que los políticos por su parte evitan subordinar la acción al pensamiento, aunque justifiquen su accionar con las ideas utilizadas meramente como instrumentos de combate.

      Hasta aquí, las ideas son un término que abarca una percepción, una imagen, un concepto, una proposición, una clasificación, una doctrina, una teoría o cualquier otra cosa que pudiera pensarse, y por eso, debido a su generalidad, es difícil concebir como una única teoría precisa de ideas de todas las clases. Las ideas son valores aplicados por el hombre en el juego de los elementos que constituyen el quehacer filosófico, y circulan en un nivel en el cual se proponen y se discuten, se defienden o se cambian.

      Pero el arte difícil de acosar las ideas, arte al que se reduce el método filosófico, también debe admitir que en un nivel profundo existen valores que no se discuten, simplemente se tienen, y constituyen las creencias.

      Como síntesis, recordando a Ortega refiriéndose a los valores, sean las ideas o las creencias, el filósofo expresaba:

      Así como el hombre conjuga corazón y cerebro en el existir

      cotidiano, no puede evitar que en el quehacer intelectual deba

      fundir íntimamente el sentir al pensamiento.

      No es ocioso, por lo tanto, preguntarse por qué los políticos eligen determinadas concepciones filosóficas y no otras; por qué Yrigoyen eligió a Karl Christian Krause y Perón a Karl von Clausewitz, así como también indagar por qué, en determinadas circunstancias históricas, sectores de la sociedad han sido arrastrados por emociones colectivas inspiradas en ideologías cuyos creadores desconocían hasta el nombre. Ni los conductores ni las masas pueden aislarse de las ideas predominantes en el país y en el mundo.

      Las corrientes políticas son consecuencia de las circunstancias, pero a la vez aunque deformadas, tergiversadas y corrompidas por los hombres de acción, ejercen influencia sobre la situación que las originó. Lejos de reducir las ideas a la política, o la política a las ideas, Max Weber se niega a sustituir una interpretación causal, unilateralmente materialista de la cultura y de la historia por otra espiritualista igualmente unilateral. Ambas son igualmente imposibles.

      La compleja realidad humana sólo puede ser abordada en sus múltiples dimensiones, evitando de ese modo las unilateralidades y las interpretaciones parciales reducidas a una sola causa.

      Asoma ahora un nuevo paradigma político a la luz de que la historia es un argumento sin final, quizá capaz en el mejor de los casos, de enriquecer y no de resolver el problema, refractario por principio a las verdades canónicas y a los dogmas de fe. Este paradigma novedoso se ha topado con una cuestión no menor, que es la de la decadencia de la República y cuya resolución no ha sido posible todavía pese al esfuerzo de historiadores, politólogos, economistas y ensayistas que se han limitado a dar explicaciones siempre provisorias.

      Queda, por lo tanto, develar hasta donde sea posible, el misterio del fracaso de la República. Fracaso cuyo desarrollo se ha incrementado en un período considerado como democrático desde 1983, simplemente por qué se ha disipado el factor militar en el tablero de los juegos del poder.

      La política, por otra parte, es la lucha por y la administración del poder, la acción individual o colectiva que aspira a influir en el cuerpo de gobierno de un grupo social de cualquier clase o tamaño. Mirar hacia el futuro significa contemplar la praxis política dentro de un criterio general de la acción en los términos más amplios, situación que plantea aspectos particulares que consideran problemas como la acción racional, la relación entre los planes y las políticas, la relación entre las acciones individuales y las colectivas. Este aspecto de la praxis política incluye estimar si una ciencia política puede ser al mismo tiempo científica y estar moralmente comprometida, constituyendo una teoría de la acción.           Por otra parte, se encuentra la política epistemológicamente realista que contribuye a la comprensión de los asuntos sociales, que a su vez es necesaria para su rediseño y administración racional y realista.

      Este análisis repara en el aspecto práctico de la política considerada como una tarea profesional, o bien como la participación de individuos que no han hecho de la política una profesión específica.

      En la actualidad es posible advertir la presencia de personas que provienen de otro campo que el de la política tradicional en términos profesionales. Por ejemplo, funcionarios del Estado que provienen del terreno de los negocios, de las ciencias, de las artes, orígenes diferentes de aquellos que han hecho de la política una profesión. Muchos de estos probablemente no seguirán una carrera política, por carecer de ambiciones para ello. Están experimentando que pasar de lo privado a lo público es más complejo de lo que parece. Vienen de un mundo competitivo y eficiente y deben pasar a un mundo ordenado por los votos, los ratings, en los que no gobierna una empresa individual, sino dentro de un rol social, que es el espacio de las expectativas y de las empresas del Estado. En suma, que el pronóstico futuro no presenta sino luces y sombras en cuanto a la convivencia de la sociología como ciencia social teórica especulativa y el gobierno como ciencia del conjunto de conocimientos empíricos que lo aproxime a una realidad comprobable.

      Existen signos con respecto a que el siglo XXI marcó la crisis del modelo que debe regir los vínculos del mundo globalizado. Esta concepción del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, formado en Alemania, establece un cisma entre el adentro y el afuera, entre lo propio y lo extraño, el amigo y el enemigo. Interpreta lo que no es propio como una amenaza equivalente a un virus del que hay que defenderse, en un concepto de carácter inmunológico con aplicación en los vínculos de un mundo moderno globalizado, con un vocabulario inmunológico de naturaleza militar y que tiene su expresión característica en la Guerra Fría. En ese contexto, la defensa deviene en negatividad: la otredad amenazante debe ser reducida o eliminada para asegurar la supervivencia. Expulsar, repeler, defender, eliminar son los infinitivos del paradigma inmunológico. La violencia, física o simbólica, son su sombra.

      Por el contrario, afirma Han, el presente se rige por la positividad y el parecido. Su problema no es protegerse de lo extraño, sino establecer la diferencia entre lo idéntico. Las frases que expresan el espíritu u objetivo de un partido, grupo o causa son ahora: Sí, se puede o Nada es imposible, revelan el carácter de la positividad. Los proyectos, iniciativas y motivaciones consensuadas reemplazan los mandatos vinculantes de la negatividad. Esta actitud también supone la abolición de la extrañeza. Lo extraño se sustituye por lo exótico y el turista lo recorre. El turista o el consumidor ya no es un sujeto inmunológico.

      Han como filósofo, ejerce la crítica social. Por lo tanto no todo es de color rosado, sino que la nueva cultura no descarta violencia y alienación, Por debajo del acuerdo para rendir y hacer, sostiene Han, corre el debilitamiento de los vínculos y la desesperación. Si la lucha contra lo extraño produce enemigos, locos y criminales, la exigencia del rendimiento genera depresivos y fracasados. Las enfermedades de la globalización, dirá Han no son infecciones provocadas por virus, sino verdaderos infartos neuronales, como sucede en la depresión, el trastorno fronterizo o el síndrome de desgaste ocupacional.

      Con tino, hasta es posible establecer una analogía entre estos conceptos y la política argentina. El kirchnerismo duro es un buen ejemplo del paradigma inmunológico. Su razón es la de establecer fronteras y polarizar. Impulsa la lucha por la hegemonía, donde no cabe el acuerdo y es una lucha a muerte, donde no cabe otra cosa que la victoria, por que es el enemigo el que amenaza la supervivencia. Un ideólogo kirchnerista como Ernesto Laclau se ha ocupado de introducir las ideas nazis de Carl Schmitt en el pensamiento de la izquierda y esencialmente de oponerse a la democracia republicana, como lo afirma en La razón populista, en la cual incluyó entre sus admirados líderes populistas a Mussolini, Hitler, Mao, Perón, McCarthy, Ceaucescu, Tito, Milosevich, Berlusconi, Bossi, Haider, Le Pen Y Chávez.

      Crecen los indicios de que el paradigma inmunológico se encuentra en trance de colapso. Son varios los episodios que así lo señalan, como la realpolitik del encuentro entre los Estados Unidos y Cuba, o la actividad de Francisco que tuvo su pupilaje con el kirchnerismo aunque le ponga mala cara luego al nuevo paradigma político.

      No obstante a los cambios manifiestos, es posible que sea temprano para eludir la memoria de la teoría del conflicto que tiene en la oposición la permanencia en el antagonismo, la lucha de opuestos, a pesar de Maquiavelo que señaló el lado creador del conflicto con la lucha entre patricios y plebeyos que fue el impulso para la grandeza de Roma.

      Hobbes parece haber revivido en el kirchnerismo cuando sostenía que la sociedad ponía a los hombres frente a los demás, de modo que cada ser humano se convirtiese en un lobo para cada semejante, que no era otra cosa que el viejo pensamiento de Plauto repetido por Francis Bacon y luego por Hobbes, homo hominis lupus, suscitándose de ese modo la guerra total, bellum ómnium contra omnes, la lucha de todos contra todos. Sin embargo Hobbes consideraba una única forma de poner orden en ese caos a través de un pacto social, a modo de precursor de Rousseau, según la fórmula: The mutual transferring of Right, is that which men call Contract, formula a la que el kirchnerismo no se aproximaba lo más mínimo cuando iba por todo.

      Como siempre, los viejos tiempos deben ceder espacio a los que vienen. Y de la misma manera que lo hace la luz en los amaneceres, se vislumbra que nuevas ideas aparecerán progresivamente, por días, meses y años.

      Se cuenta que Albert Einstein solía decir que era una locura seguir haciendo lo mismo y esperar resultados diferentes. A Einstein le correspondió revolucionar la física y a un presidente de la República encauzarla hacia el progreso que ofrece el futuro.

       La Argentina tendrá elecciones legislativas en el año 2017, que serán de vital importancia para seguir un rumbo de orden y progreso comtiano, no puede distraerse de la advertencia de John Stuart Mill cuando indicaba con precisión un punto débil de la democracia representativa: no todos los individuos estaban igualmente preparados para elegir el mejor modelo de los gobiernos. Si bien la autoridad superior del Estado navegará la primera mitad de su recorrido, pero la tarea legislativa seguirá siendo crítica a menos que las Cámaras obtengan un estado de equilibrio. Sobre todo en tiempos en los que el Poder Judicial se encuentre presumiblemente en profundas conmociones.

      Los primeros pasos a dar en el Camino desde el Bicentenario serán cruciales para la afirmación de las características que han sido tradicionales en la construcción institucional de la República.

      En fecha bien temprana, año 2017, comenzará un nuevo capítulo de elecciones. Nada más ni nada menos. Y alrededor de esto ronda una pregunta sin respuesta aún y posiblemente después. Si se habla de la República de todos, como decía Henry Ford, reunirse es un comienzo, mantenerse juntos un progreso y trabajar juntos un éxito.

      Un acto eleccionario es un comienzo sin el cual no es posible seguir adelante en una República democrática; mantenerse juntos luego de las elecciones en que habrá unos que ganen y otros postergados, en la realidad actual no será más que un milagro y por consiguiente el éxito de trabajar juntos menos que una ilusión.

Casi un año antes de las elecciones de 2017, un singular ex Secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, Ricardo Forster, manifestó a fines de abril 2016 que no quiere que le vaya bien al presidente Macri porque es volver al neoliberalismo y es difícil buscar otro período con diversidad como el gobierno de Cristina Fernández de Krischner  en que no se jugaba a la descalificación y al insulto, en que no hubo censura ni persecución a periodistas. Este personaje partidario del monopolio del pensamiento oficial del Estado krischnerista parece encaminarse a la vieja práctica de planear el derrocamiento de aquellos gobiernos que no sean peronistas, partiendo de la premisa dogmática  de que solamente los peronistas pueden gobernar.

 Con el antecedente más lejano de Frondizi, que en el peor de los casos debe ser sometido a un último análisis, bien claros quedan los gobiernos de los presidentes Alfonsín y De la Rua, que pudieran estar incursos en la violación del artículo 36 de la Constitución Nacional.

      La lucha contra el despotismo nunca fue fácil. El sistema electoral es la llave del gobierno representativo.

      Alberdi entendía que elegir es discernir y deliberar. La ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende. Alejar el sufragio de manos de la ignorancia y la indigencia es asegurar la pureza y el acierto de su ejercicio.

      Uno de los grandes problemas del camino a recorrer desde el bicentenario, consiste en enfrentar como primera dificultad, el enigma que le plante, precisamente, la elección de un gobierno representativo. Por ejemplo, quienes votaron en la provincia de Santa Cruz en el 2015, sabrán que el candidato más elegido fue uno determinado, pero que el gobierno  que asumiría la conducción de esa provincia no fue la elegido por mayoría sino por un manejo que llevó al cargo a la cuñada de la expresidenta.

      Si hubiera votado en Formosa, habría encontrado al candidato, que era el propio gobernador, en 54 de las 78 boletas disponibles para la elección.

      Fuera de Santa Cruz y Formosa, en Jujuy, se habría preguntado sobre la razón de que el candidato que asumiría el gobierno provincial, compartía la boleta con Sergio Massa, Margarita Stolbizer y Mauricio Macri.

             Por supuesto, nada de esto es ilegal. Las leyes electorales, sean las de la Nación o de las provincias, habilitan una variedad de estrategias en la que se entreveran lemas y  listas colectoras, acoples y alianzas efímeras, en que se exponen los ciudadanos corrientes frente a una oferta electoral, incomprensible y contradictoria, con lo cual muchas veces se termina en un voto al menos desinformado o, como dicen algunos expertos, directamente limitado.

      En el programa de examen para recorrer el camino desde el bicentenario sería razonable contemplar la gobernabilidad del gobierno. Mientras el Gobierno impulsa la regulación de la oferta electoral y de los partidos políticos, el criterio de gobernabilidad oscila entre la duda y el misterio. En abril del 2016, el resultado del tratamiento afirmativo para saldar la deuda externa coincide con la propuesta oficialista y quince días más tarde obtiene, prácticamente, una inversión de los votos  al optar por el tema del proyecto para prohibir los despidos, en una disputa entre las influencias del ala sindical y el ala empresarial.

      Las múltiples aristas de la interna peronista y los cortocircuitos evidentes en la alianza oficialista Cambiemos han convertido al Senado en un escenario imprevisible, en el que el Gobierno corre serio riesgo de perder el control de la Cámara que mostró con la sanción por una mayoría aplastante de la ley de pago a los holdouts.

      El dato no es menor si se toma en cuenta que en la Cámara alta PRO y la UCR no superan quince voluntades en un cuerpo de setenta y dos miembros, mientras que el FPV cuenta con cuarenta y dos senadores, número suficiente para sesionar en soledad.

      En el trance actual, lanzando la visión a la perspectiva venidera en lo inmediato, el Gobierno trata de atraer inversiones imprescindibles para recuperar el crecimiento y subirse al tren del desarrollo. El Gobierno conoce por boca de los interesados, que el mundo del dinero está esperando el fin de 2016 para ver si es posible o no gobernar con garantías y ofrecer seguridad jurídica.

      La realidad presente ya muestra obstáculos de variado tipo que ofrecen la oposición política y los sindicatos. En el caso de los sindicatos, estos ya han advertido en sus propias filas la infiltración de lo peor de la política. El Gobierno sabe que el tiempo es oro pero tampoco puede esperar milagros después de una docena de años de brújula perdida. Tampoco puede olvidar los trece paros generales a Alfonsín, los ocho de Menem o los nueve de De la Rua, incluyendo los tres de la última presidencia, con gremialistas que tienen más que reprocharse a sí mismos que a los que ahora se encuentran en la Casa Rosada. 

      La realidad muestra que las reglas vigentes en la República no aseguran el ejercicio pleno de los derechos a elegir y ser elegido a todos los ciudadanos, pues el condicionamiento de las leyes sobre el juego electoral es muy limitado. En los últimos años las alianzas, que nunca habían sido un tema de regulación, son las protagonistas de la competencia electoral.

      Mientras tanto, el proyecto oficial de la reforma política se termina de revisar en el Poder Ejecutivo, después de rondas de diálogo con ministros del Gobierno, partidos políticos, jueces, ONG y académicos. La gran reforma política en la República queda pendiente con la separación de los partidos políticos del Estado y evitar la erección de estructuras sobre la base del dispendio de recursos públicos.

      El enigma inmediato a resolver, se presenta inequívocamente con el carácter de asegurar la gobernabilidad, empezando por el ajuste de las reglas electorales para hacer comprensible las ofertas electorales.

      La concertación deberá atender la instalación de una legislación práctica que evite desdibujar las diferencias entre los partidos, de manera de evitar la confusión de las ofertas y hacer crecer la oferta electoral artificialmente. El ciudadano no puede enfrentarse con múltiples combinaciones arbitrarias y a veces contradictorias, que confunden al votante, le generan dificultades a las autoridades responsables del recuento de votos e ineficiente como forma para construir poder.

      Estas reflexiones parecen conducir a la necesidad de aportar claridad a la visión del futuro, de manera tal que se facilite el tránsito desde esta marcha en pos de una suerte de la gloria del tricentenario.

      Suerte, por otra parte, que Voltaire consideraba que es el lugar donde la preparación y la oportunidad se encuentran.

      Independientemente de lo deseable con respecto a la probable evolución del nuevo paradigma, quizá no sea nuestra realidad el final de una etapa anterior, ni siquiera el principio del final. Puede ser, más bien, el final del principio.

      Hubo una profecía de José Manuel Estrada en un discurso del 13 de abril de 1890, en el que expresaba:

      Veo bandas rapaces, movidas de codicia, la más vil de las pasiones, enseñorearse del país, dilapidar sus finanzas, pervertir su administración, chupar su substancia, pavonearse insolentemente en cínicas ostentaciones, comprarlo y venderlo todo, hasta comprarse y venderse unos a otros a la luz del día.

      Veo más. Veo un pueblo indolente y dormido que abdica sus derechos, olvida sus tradiciones, sus deberes y su porvenir, lo que debe a la honra de sus progenitores y al bien de la prosperidad, a su estirpe, a su familia, a sí mismos y a Dios, y se atropella en las Bolsas, pulula en los teatros, bulle en los paseos, en los regocijos y en los juegos, pero ha olvidado la senda del bien, y va a todas partes menos a donde van los pueblos animosos, con instituciones que amenazan desmoronarse carcomidas por la corrupción y los vicios.

      La concupiscencia arriba y la concupiscencia abajo. ¡Eso es la decadencia! ¡Eso es la muerte de un país!

                                                             09 de junio de 2016

* Francisco M. Goyogana es Miembro de Número del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia

 

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A OCHENTA AÑOS DEL COMIENZO DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA Por Albino Gómez

| 19 julio, 2016

 

Tenemos un mes de Julio tan intenso, política e históricamente,  que sería imperdonable el olvido de que se cumplirán ochenta años del comienzo de la trágica Guerra Civil Española y todas sus crueles consecuencias. Porque sabemos que fue un acontecimiento vivido en nuestro país con una intensidad sólo comparable a la que generó posteriormente la Segunda Guerra Mundial.

Desde meses atrás, si bien la situación era muy tensa en España,  no lo era menos el clima político. Anti-fascismo y antimarxismo dividían a una población para quien el adversario, el discrepante, era ya un enemigo. La calle no era segura y la vida cotidiana sufría los sobresaltos de una situación en la que la convivencia se hacía cada vez más precaria. Paros, manifestaciones, desfiles, peticiones para el Socorro Rojo culminaban en sangrientos atentados.

No obstante, el país mantenía apariencias de normalidad en el vivir de cada día. En todo caso, se contaba todavía con el vigor que le daba la presencia viva de Ortega y Gasset, Unamuno, Marañón y Baroja. Escritores como Pérez de Ayala, Ramón Gómez de la Serna, Azorín; poetas como Salinas, Guillén, Lorca, Alberti, Aleixandre, sentían la influencia de la politización que había invadido la vida en general y que hacía cada vez más patente la división entre las dos Españas. 

Aun así, la gente seguía frecuentando los espectáculos teatrales y cinematográficos, en gran parte como una forma de evadirse de las preocupaciones derivadas del estado general del país. Al calor del verano, las multitudes aprovechaban los días festivos para irse  a la sierra, al campo o a la playa en búsqueda de expansión.

A modo de resumen podría decirse que las ansias reivindicativas del proletariado habían sido frustradas por una República que ellos calificaban de burguesa. La derecha, por su parte, veía amenazados sus privilegios y se apoyaba en el desorden existente para clamar por una solución de fuerza. En aquella radicalización de actitudes que llevaba a los jóvenes de las Juventudes de Acción Popular a integrarse a la Falange de José Antonio Primo de Rivera, y a los socialistas a engrosar las Juventudes Socialistas Unificadas bajo el control comunista de Santiago Carrillo, el único punto de coincidencia era el de barrer a la República, el de acabar con cualquier forma democrática de gobierno. Unos, propugnando un estado totalitario; los otros, por la dictadura del proletariado. Y ya que he mencionado a José Antonio Primo de Rivera, hijo del antiguo dictador, y seguramente el líder más lúcido y carismático de la derecha, hay que señalar que ya estaba en ese tiempo en la cárcel de Alicante, adonde lo habían enviado basándose en acusaciones insignificantes, virtualmente como rehén para garantizar el buen comportamiento de sus seguidores. Pero luego sería  fusilado.      

El 12 de julio fue el último domingo en paz. Aunque algunos creían que con la suspensión de las sesiones parlamentarias, las vacaciones y la dispersión de la clase política, se aliviaría la pasión reinante y un cierto apaciguamiento disiparía los rumores alarmistas, los hechos darían el más brutal mentís a la esperanza.

Sin embargo, el martes 14 de julio, las primeras páginas de todos los periódicos de España traían, en destacados titulares, la muerte violenta del teniente Castillo y, a renglón seguido, la desaparición y posterior hallazgo del cadáver de Calvo Sotelo, cabeza visible de la  oposición. Una tremenda conmoción sacudió al país. Aquellas dos muertes presagiaban el quiebre de los últimos puentes de convivencia.

 Esas muertes violentas pesaban en el ambiente como un hecho de trascendencia incalculable. Los manifiestos de reprobación, por parte de los partidos de la izquierda burguesa, eran unánimes, e igual tono tenían los que partían de los periódicos de matiz socialista o republicano, condenando por igual los dos asesinatos. En medio del coro de voces de unánime repulsa, el líder socialista Indalecio Prieto publicó un artículo en El Liberal, de Bilbao, en el cual, captando el impacto de la muerte de Calvo Sotelo, señalaba: “Si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento como el de 1923, se equivoca de medio a medio. Si supone que encontrará al régimen indefenso, se engaña. Para vencer habrá que salvar el valladar humano que le opondrán las masas proletarias. Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario si triunfa, no le dará cuartel. Aun habiendo de ocurrir así, sería preferible un combate decisivo a esta continua sangría”.

   Que un hombre de la lucidez mental de Prieto hubiera llegado a estas conclusiones en aquel momento crítico de la vida española, demuestra el escalofriante grado de fatalismo con que el país estaba dispuesto a ir a una guerra civil, creyendo que de ella iba a salir la solución de sus males. Cada cual creía, ilusoriamente, en un triunfo rápido de su propio bando. 

El día 15 tuvo lugar el sepelio de las dos víctimas. El del teniente Castillo, en el cementerio civil; el de Calvo Sotelo, en la Almudena. Al despedirse el duelo, hubo choques entre los asistentes. Gritos encontrados, puños cerrados y brazos en alto marcaban una frontera, un foso insuperable.

Después del entierro de Calvo Sotelo, el éxodo de Madrid, de Barcelona, de Bilbao, de gentes de derechas se hizo más y más intenso. El día 15, el Gobierno decretó el estado de alarma y el 16, en medio de un clima tenso y dramático, tuvo lugar la reunión de la Diputación Permanente de las Cortes. Fue una ruptura dialéctica entre las dos Españas.

En la tarde del día 17, los más alarmantes rumores empezaron a circular aludiendo a una sublevación militar producida en Marruecos. El rumor, en las calles de las ciudades peninsulares, hizo arrancar los vespertinos de las manos de los vendedores, pero ninguno hacía mención de los sucesos. La misma tarde del 17 hubo Consejo de Ministros. Al salir de la reunión y acuciado por los periodistas que inquirían noticias sobre el presunto levantamiento, el presidente del Gobierno, señor Casares Quiroga, pronunció las siguientes palabras: “¿Así que me dicen que los militares se han levantado? ¡Pues yo me voy a acostar!”

 

Sin embargo, ya había comenzado la rebelión y mediante un decreto, el gobierno daba de baja en el ejército a los generales Franco, Cabanellas, Queipo de Llano y González de Lara. Pero ya era tarde y, a partir del 18 de julio de 1936, la tragedia cubriría por tres años todo el territorio de España, transformado en un campo libre y de ensayo para que los futuros aliados del Eje de la Segunda Guerra Mundial, Alemania e Italia, probaran sus armas, enfrentados a la URSS. Pero claro está, el millón de muertos de esos enfrentamientos pertenecía al pueblo español, revalidando así el famoso epitafio de Larra: “Aquí yace media España, murió de la otra media”. 

 

*El autor es periodista, diplomático y escritor

 

 

 

 

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UN PASO ATRÁS EN EL SENDERO DE AGATHA CHRISTIE por Jaime Javier Cornejo Saravia*

| 18 julio, 2016

Desde que decidí venir a Egipto hace un año y medio no hice prácticamente nada mas que comer, dormir, ejercer mi profesión y leer egiptología.

En el cúmulo descomunal de información digerida, en un libro de Romer de unas cuatrocientas páginas sobre “Últimos hallazgos en el Valle de los Reyes”  una frase llamó mi atención y procedí a marcarla como jalón inevitable: “el brazo Norte, de unos 150 m. de largo es, por su lado externo una parte del círculo de montes donde están los templos de Deir el Bahari. Por el centro del brazo Sur sube un camino escarpado que es un atajo para llegar, por los cerros, hasta el Valle de los Reyes, situado detrás. Es una subida peligrosa, pero que los guardias de las tumbas hacen todavía como parte de su trabajo. Sin que ellos lo sepan ha sido bautizado como el sendero de  Agatha Christie, pues figura en una de sus novelas que tiene por escenario las tumbas de Egipto”.

            Me entrevisté entonces en Buenos Aires con el embajador egipcio Dr. Abdel Hadi y luego con su ministro plenipotenciario Dr. Salah Selim para pedirles información y ayuda en un viaje de 46 días por su país. Ninguno de los dos conocía este sendero ni lo había oído nombrar.

            Llevaba ya cuarenta días en la tierra de los faraones y una semana en Luxor y todavía nadie me sabía dar razón de la bendita senda.

            Una mañana, luego de unir a pié el Valle de los Reyes con el templo de Hatshepsut en Deir el Bahari, en una travesía que comenzó a las siete de la madrugada frente a la tumba de Seti I después de despertarme a las cinco en mi hotel al otro lado del río, tuve un encuentro providencial.

            Eran ya las nueve y el sol picaba fuerte, me dirigí a pié desde el templo a la población de Sheik Abd el Gourna en busca de un descanso y una cerveza fría. Al lado de las tumbas de Menna y Nakht, había una casa de artesanía y un hombre joven esculpiendo un pedazo de piedra caliza. La misma piedra que horadaron los reyes para construir sus tumbas en el valle y pintar en sus paredes, una y otra vez la epopeya de Osiris, el beneplácito de los dioses para con ellos, el Libro de los Muertos, el de las Puertas, el del Amduat, el de los Infiernos.

            Presumí era de los pocos que hablaban inglés pues debajo de las pinturas que decoran el frente de su casa, leo su nombre y su título: “artist artisan”. Pasé en su compañía el día entero. Me metió en cubículos imposibles, con restos de momias y vendas resinosas todavía adheridas a las calaveras. A ellos llegábamos luego de agotar un fósforo tras otro en la más completa obscuridad. Los restos eran fotografiados y luego dejados exactamente en su lugar anterior: el respeto era doble, habían sido seres humanos como nuestros padres y, además, estaban allí desde hace casi treinta y cinco siglos.

            Al salir de las tumbas, en la puerta de su casa, vuelvo a preguntar por enésima vez por la famosa senda y, ahora sí, se hizo la luz. Me muestra un sendero que sube por los cerros casi frente a nosotros I me dice nosotros lo conocemos como la senda  de Abd el Rashul, jamás supe que se llamara de otra manera. Miro hacia arriba, me subo a un montículo vecino y puedo reconocer, casi fotográficamente, la descripción de Romer. En mi mal inglés: dígame la verdad Sid Ahmed, ¿es realmente peligrosa?. Bueno, puede hacerse siempre y cuando no se sufra de vértigo. El paso es corto pero muy angosto, no hay de donde agarrarse… y la caída tiene casi 200 metros. A renglón seguido me confesó haberlo realizado una sola vez y haber sentido un vahído cuando vio el vacío. Pero era más joven y no lo intentó de nuevo.

            Discutí duramente con mi mujer durante 48 horas; la víspera de mi partida de Luxor me hago despertar a las cinco, y a las seis y media ya estaba del otro lado del Nilo, frente a la casa de Id Ahmed con mis cámaras fotográficas y mi empecinamiento. No lo quise despertar. Esperé fumando y tomando té en silencio con su mujer, barrera idiomática de por medio y observando su embarazo de ocho meses… con su cuarto hijo, de año y medio, correteando por los alrededores. Mi amigo, medio adormecido, se asombra al verme. Ya nos habíamos despedido, quizá para siempre, dos días atrás.

            Vengo por dos motivos, my friend, el primero es despedirme, el segundo pedirte me consigas dos guías, uno irá delante de mí el otro atrás, quiero intentar la senda de Abd el Rashul. Si me cruzan al otro lado habrá una buena “bakshesh” ( propina o paga irregular), 20 libras egipcias each, muy buena plata sin duda Me miró un largo rato: ¿ lo tienes decidido, doctor? ¿qué dijo tu mujer?. No contesté nada.

            Empezó a gritar unos nombres y al rato aparecieron dos hombres jóvenes, mi hermano menor y mi sobrino cuidarán de ti, yo los acompañaré hasta donde pueda.

            Nos ponemos en marcha y el sobrino se ofrece a llevar mi bolsa cuando la senda se vuelve empinada y resbaladiza. El poblado va quedando atrás y en el valle del templo de Deir el Bahari los turistas aparecen como puntos negros, los grandes ómnibus como objetos algo mayores. El precipicio es imponente y yo intento fijar mi atención en el tobillo del guía delantero, sufro mucho de vértigo y un resbalón aquí sería definitivo.

            Un momento más y paramos a descansar junto al borde de la cuchilla. Los dos guías se adelantan, estudian el terreno y vuelven. Están muy serios.

            “Pero como en el descenso suele más peligro haber, y yo cuando subo pienso que tengo que descender…”, querido Don Mendo, jamás pensé que sus versos deliciosos encerraran tal grado de sentido común. Cruzara o no la marcha atrás sería azarosa, doble precaución entonces.

            Nos reunimos los cuatro al borde del desfiladero. Teníamos hecha la mayor parte del camino pero el peligro estaba adelante. El inglés era pésimo, los pasados imperfectos iban para cualquier lado pero nos entendimos a la perfección: usted me toma por la cintura y no mira para abajo, mi sobrino lo tomará a usted de la misma forma. Son sólo 20 metros pero no trate de mirar ni de pensar. Si quiere, allá vamos.

            Y esos dos hombres jóvenes se jugarían la vida por un extranjero desconocido y por algo menos de siete dólares por cabeza.

            Sócrates, el más sabio de los hombres, consideró como rasgo de suprema sabiduría el conocimiento perfecto de sí mismo. Pocas veces en mi existencia, quizás nunca como en ésta, tuve más clara conciencia de cual era mi camino: la senda hacia adelante, en la vida, era precisamente aquélla que dejábamos atrás. Los 20 metros siguientes, por el filo de una cuchilla que permite apoyar sólo el ancho de una zapatilla y una garganta de 200 metros de profundidad, una altura mayor que la Gran Pirámide a ambos lados, me dieron la medida exacta de mis limitaciones y el aval a mi decisión.

            Sin decir una palabra saqué la billetera y extendí un billete de 20 libras a cada uno de mis guías. Me pareció ver una mínima expresión de alivio en sus caras inescrutables; la negativa con la cabeza con que acompañé mi gesto era ya, sin duda, una redundancia. Con infinitas precauciones iniciamos el regreso.

            Cuando la senda se transformó en algo, para mí, parecido a la 5ta. Avenida me decidí a hablar: ahora pueden contarle a vuestras mujeres que un argentino cobarde llegó hasta aquí. Lo intentó pero no pudo, los comprendo perfectamente si se ríen de mí.

            ¿Porqué dice eso señor?, Usted sabe que no es verdad.

            Sí es verdad y muy dolorosa, ustedes han podido ver que tuve miedo.

            No señor, nosotros sólo hemos visto que usted amaba la vida. No es una derrota señor, es una gran victoria. Además, el espectáculo que ha visto desde aquí es muy hermoso, trate de recordarlo junto al momento de terror.

            Así me despedí de esas montañas bellísimas donde fueron enterrados más de 20 reyes, algunos entre los más grandes de la historia humana, unas cuantas reinas y casi 500 entre príncipes, nobles y pobres diablos. No sé si volveré a verlas algún día, pero, mientras descendíamos, me mostraron al fondo del cañadón la tumba de Abdulah, el segundo hijo del descubridor de la senda, aquel Abd el Rashul que tanto mal y tanto bien le ocasionó a la egiptología, si bien esto último sin proponérselo.

            Murió despeñado en esa cresta que no consiguió verme por los aires y que para mí será siempre el punto metafísico de bifurcación, cuando di UN PASO ATRÁS EN EL SENDERO DE AGATHA CHRISTIE.

                                                                                                                                                  1993

                                                                                                  

* Médico Cirujano Oncólogo, Ex Agregado cultural, Consejero de Prensa y Medios de la Embajada Argentina en el Cairo. Egiptófilo y estudioso de historia antigua..

 

 

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SEÑALES DEMASIADO CONFUSAS por Alberto Medina Méndez*

| 17 julio, 2016

El tan aplaudido vaciamiento ideológico de la política empieza a mostrar síntomas concretos que impactan directamente en la sociedad. Durante décadas, un grupo de apologistas del pragmatismo sostuvo que los sistemas de ideas quitaban esa flexibilidad infinita que fascina a tantos.

Está claro que a muchos dirigentes políticos les resulta formidablemente cómodo no alinearse con una escala de valores a defender. Eso les posibilita apropiarse de una mayor cantidad de votos potenciales como producto de su declarada neutralidad pudiendo seducir, entonces, a casi todo el electorado sin distinción alguna.

Esa dinámica aparentemente razonable que prioriza lo práctico por sobre lo teórico, les permite aplicar recetas de todos los colores sin pudor alguno. El problema es que los rompecabezas se pueden armar cuando sus piezas encajan y son compatibles. Encastrar mezclando todo es una labor imposible y su corolario es un engendro de insondables consecuencias.

Hasta ahora el gobierno ha preferido darle jerarquía a ciertas decisiones que ha tomado con gran ampulosidad y que parecen ir en la dirección correcta. Si bien muchas de ellas contienen imperfecciones evidentes, y se quedan a mitad de camino, el recorrido elegido tiene visos de racionalidad y sensatez.

Sin embargo, al mismo tiempo, otras determinaciones relevantes siguen aún pendientes. En algunos casos se recita, la mayoría de las veces en privado y preferentemente por lo bajo, que existen intenciones reales de hacerlo, pero no ahora, sino más adelante, aduciendo siempre razones vinculadas a la viabilidad política de avanzar en esos asuntos tan sensibles.

Pero también es inocultable que existen tópicos que no figuran siquiera en la agenda. Cuando se plantean esas problemáticas, los argumentos que se esgrimen tienen que ver con la gobernabilidad y la tolerancia de otros sectores a ese tipo de medidas, aparentemente antipáticas.

Si un Gobierno ejecuta lo que dice que puede, se detiene preventivamente ante lo que considera políticamente incorrecto y borra de la agenda aquellos aspectos que considera imposibles, pues el resultado que finalmente se obtendrá no solo no será el deseado, sino que tampoco será el necesario.

Se puede entender que en algunos asuntos se precisan de mayorías parlamentarias que impulsen esas reformas, pero el oficialismo puede elegir si la supuesta imposibilidad implica archivar asuntos en forma definitiva o en todo caso amerita intentar inteligentes estrategias para avanzar en firme en la dirección adecuada, aunque fuera de un modo más lento.

No es lo mismo dejar de lado para siempre ciertos asuntos que mantenerlos vigentes en el tapete, buscar mecanismos alternativos para abordarlos y hasta negociar eventualmente sus plazos de implementación.

A estas alturas el gobierno ya desnudó su propia impronta. Improvisa en demasiados asuntos, avanza razonablemente en otros y zigzaguea en unos cuantos más. Su indefinición ideológica empieza a mostrar sus primeras secuelas significativas. Esa estrategia es muy confortable para los funcionarios oficialistas porque les permite una enorme versatilidad, pero obviamente no sirve como matriz para resolver los problemas de fondo.

La grilla de dilemas que enfrenta el país es gigantesca y requiere de soluciones complejas y en muchos casos de batallas muy prolongadas en el tiempo. Aun si se iniciara hoy mismo, esa tarea demandaría varias décadas.

Lo que es indudable es que si esos aspectos no se encaran jamás, existen certezas de que nunca encontrarán su cauce de un modo espontaneo. No abordarlos no solo es una acabada muestra de cobardía política sino también de una despreciable actitud incompatible con en el espíritu de cambio que muchos esperan.

La ciudadanía no ha optado por el actual sector político para que asuma el gobierno y termine haciendo más de lo mismo, pero ahora con un estilo más civilizado y menos autoritario, sino para que produzca verdaderos cambios sustanciales en una enorme nómina de asuntos vitales.

Las transformaciones cosméticas son solo eso. Un poco de maquillaje que intenta camuflar los problemas, los oculta temporalmente, pero de ningún modo los soluciona, y hasta es probable que si se insiste con esta tendencia el cuadro original termine empeorando progresivamente.

Se podrá discutir luego sobre la trascendencia que tiene imprimirle velocidad a cada uno de los acontecimientos, pero lo absolutamente impostergable es definir con total claridad y sin hipocresías el rumbo que se ha escogido y que se va a recorrer.

Más allá de las indisimulables impericias y la falta de experiencia política, es mucho más importante tener calibrada la brújula y utilizarla para que indique el norte en todo momento, sin desvíos no calculados.

El país precisa ocuparse en serio de sus problemas y no solo fingir ciertas acciones. Como en la vida misma, hay que establecer prioridades y atacar los inconvenientes uno por uno. Pero esconder muchos de ellos inmensamente importantes no parece ser un camino posible ni, mucho menos, una resolución brillante.

Hasta aquí se han tomado algunas decisiones muy atinadas, pese a sus innegables defectos de comunicación e instrumentación. Pero también se han omitido muchas determinaciones, ya no sin querer, sino premeditadamente. Algunas de esas solo han sido aparentemente postergadas, pero otras han pasado deliberadamente a ser parte de un inventario que jamás tomará protagonismo. En fin. Por ahora solo se asiste a un indigno espectáculo repleto de señales demasiado confusas.

*Periodista.Consultor Privado en Comunicación, Analista Político,Conferencista Internacional, Presidente de la FUNDACIÓN CLUB DE LA LIBERTAD, Miembro de la Comisión Directiva de la RED POR LA LIBERTAD,Columnista de INFOBAE en Argentina,Columnista de DIARIO, EXTERIOR de España, Columnista de EL CATO de EEUU,Conductor del los ciclos radial  y televisivo EXISTE OTRO CAMINO.Ha publicado más de 470 artículos en 15 países de habla hispana

Premio a la Libertad de la Fundación Atlas 2006

Premio Periodista del Año de Corrientes, por Fundación Convivencia en 2002 y 2011

Premio Corrientes por la labor periodística en 2013

 

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SAN MARTÍN EL PROCER MAS VALORADO por María Sáenz Quesada*   

| 9 julio, 2016

 Una vez más una encuesta popular coloca a San Martín en el primer lugar del panteón de los grandes argentinos. Me cupo la responsabilidad de defender la prioridad de Belgrano en un concurso similar, en este caso por TV,  que don Manuel y yo perdimos por un discreto margen. Los dos son en mi opinión los próceres fundadores de la nacionalidad argentina. Por otra parte, entre ellos no hubo rivalidades ni suspicacias. Ambos se valoraron mutuamente y sintieron la satisfacción de trabajar juntos en favor del incipiente estado rioplantese.

Sin duda que hay razones valederas para que en un siglo en que todo se pone en duda, hasta las nociones primarias de patriotismo, el Libertador que cruzó los Andes en una campaña por la libertad, conserve su sitio de preferencia en el imaginario de sus compatriotas.

Hace un siglo, la valorización del Libertador era la misma. Así lo ratifica un inteligente observador de la realidad argentina, el geógrafo francés Pierre Denis. Dice: “Tal vez no exista ningún país donde la prensa, la universidad, la escuela, trabajen tan de acuerdo para preservar el recuerdo de las glorias nacionales. Esta propaganda ha dado sus frutos. No se encontrará un muchacho o una niña que no recuerde el nombre de San Martín”. Y a continuación sostiene que el orgullo nacional coexiste muy bien con la indiferencia por las instituciones políticas: “En algunos la fe nacional es tan profunda que están persuadidos de que el país es tan rico que puede permitirse el lujo de soportar malos gobiernos” ( P. Denis. La valorización del país.1920).

 El comentario de Denis, pone en evidencia la impronta de la “educación patriótica”, que enfatizó el culto de los héroes, implementada por el Consejo Nacional de Educación en la época del Primer Centenario. Al mismo tiempo, señala el escaso interés de la ciudadanía por seguir el ejemplo del Libertador. Porque San Martín fue mucho más que un jefe militar exitoso, su objetivo apuntaba a fundar una nación con instituciones firmes, en las que pudieran conjugarse las libertades y derechos cívicos proclamados por la Revolución Francesa, con el orden y la autoridad necesarias en un sistema estable de gobierno. No obstante, sabía que la tarea era ímproba y que no podría alcanzarse en una sola generación.

Su intervención resultó decisiva en la Declaración de la Independencia,  cuyo Bicentenario recordamos en estos días. San Martín tenía claro que para llevar adelante la empresa libertadora en Chile y Perú, debía presentarse en nombre de una nación independiente. De ahí que mientras ejercía el gobierno de Cuyo, y adiestraba a su ejército, insistía en cartas a los diputados de  Mendoza, y en particular a al joven Tomás Godoy Cruz, sobre la urgencia de declararnos libres, ratificar nuestra identidad en el concierto de las naciones y explicar al mundo las razones que justificaban la separación de España. De no ser así, si se continuaba la guerra en carácter de vasallos rebeldes, su fuerza militar recibiría el trato de insurgentes sin derechos.

 San Martín, consciente de la precariedad que afectó a los sucesivos gobiernos de las Provincias Unidas, confió en las ventajas de actuar en forma de logia secreta sobre el poder central, para unificar los objetivos y acelerar su cumplimiento:

“Amigo mío – le escribe a Tomás Guido cuando el Congreso ya estaba reunido- en tiempo de Revolución no hay más medio para continuarla que el que manda diga hágase, y que esto se ejecute tuerto o derecho; lo general de los hombres tienen una tendencia a cansarse de lo que han emprendido…Un susto me da cada vez que  veo estas teorías de libertad, seguridad individual, ídem de propiedad, libertad de imprenta, etc. ¿Qué seguridad puede haber cuando me falta dinero para mantener mis atenciones y hombres para hacer soldados? ¿Cree usted que las respetan? Estas bellezas solo están reservadas para los pueblos que tienen cimientos sólidos y no para los que  ni aún saben leer ni escribir, ni gozar de la tranquilidad que dan la observancia de las leyes”. Por motivos similares, rechazaba la idea de Federación: “Si con todas las provincias y sus recursos somos débiles, ¿qué nos sucederá aisladas cada una de ellas? Agrego a usted la rivalidad de vecindad y los intereses encontrados de todas ellas y concluirá usted que todo se volverá una leonera cuyo tercero en discordia será el enemigo” (cit. por Patria Pasquali. San Martín, la fuerza de la misión y la soledad de la gloria,1999).

Pesimista al comprobar que la pasión del mando y la cuestión de la soberanía habían desatado la anarquía en el extenso y poco poblado territorio del antiguo Virreinato, San Martín respaldó el gobierno centralista del director Juan Martín de Pueyrredon, electo por el Congreso, que le proporcionó los recursos necesarios para la expedición libertadora. Y en la disyuntiva entre sistema monárquico o republicano que atraviesa los debates del Congreso, aceptó la primera opción, aunque sus principios fueran republicanos. Entendía que en el mundo de la Restauración de los soberanos legítimos, luego de la derrota del emperador Bonaparte, la monarquía era  la fórmula más adecuada para asegurar la gobernabilidad.

 La construcción de una nueva legalidad llevó décadas. Tras sucesivos pactos interprovinciales y batallas ganadas o perdidas, se aprobó una constitución republicana y federal, que reconocía los derechos civiles y una presidencia fuerte, sobre el modelo chileno (que San Martín había admirado en sus últimos años), Más tarde hubo educación pública, conscripción obligatoria, voto universal… Cada tanto, fatigados quizás del esfuerzo,  los argentinos se aplicarían a destruir los logros alcanzados mediante el recursos al gobernante providencial o a la dictadura a secas. No obstante, todavía hoy, 200 años después, la mayoría de nosotros,  con grieta o sin ella, rescatamos y valoramos al Libertador. Está bien que así sea.

*Historiadora

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EL SEGUNDO BICENTENARIO por José Armando Caro Figueroa*

| 8 julio, 2016

                                                                                “Nadie es la patria, pero todos debemos

Ser dignos del antiguo juramento

Que prestaron aquellos caballeros

De ser lo que ignoraban, argentinos,

De ser lo que serían por el hecho

De haber jurado en esa vieja casa.

Somos el porvenir de esos varones,

La justificación de aquellos muertos;

Nuestro deber es la gloriosa carga

Que a nuestra sombra legan esas sombras

Que debemos salvar.

Nadie es la patria, pero todos lo somos”.

J. L. BORGES

 

I. EL LEGADO REPUBLICANO DE 1816

Una mirada a nuestros primeros 200 años de vida independiente nos permite identificar dos ejes: El auge y posterior crisis del ideario republicano sostenido por quienes lideraron los inicios de nuestra vida como nación soberana. El segundo, atañe al peso determinante de las tensiones, querellas y guerras intestinas alrededor del funcionamiento de las instituciones de gobierno y de producción y de la articulación Estado/sociedad.

Estos enfrentamientos radicalizados afectaron y afectan a la paz de los argentinos, a la vigencia de la “constitución económica” (de inspiración alberdiana), a nuestros vínculos con el mundo, a las relaciones laborales, al estado de bienestar, y a los regímenes de responsabilidad política, civil y penal de los gobernantes.  

El Congreso de Tucumán de 1816 fue un ámbito de excepcional calidad intelectual y moral que, al declarar la independencia y analizar el diseño de la naciente república, tuvo en cuenta el contexto mundial y las ideas avanzadas en materia de libertades y de buen gobierno[2]. Los congresistas miraron a Europa y a los Estados Unidos buscando un modelo de civilización para extenderlo a lo largo y ancho de nuestro territorio y a todos los sectores sociales, desmintiendo así a los nacionalismos más estrechos y aldeanos

Las guerras de la independencia y las disensiones internas, le impidieron culminar su triple cometido: Sancionar una Constitución aceptada por los principales actores políticos, consolidar la paz interior y educar al soberano[3].

Pudo, no obstante, enunciar preocupaciones y metas que configuran la “gloriosa carga” (BORGES), una suerte de mandato o encomienda a las futuras generaciones.

Nuestro proceso constituyente

Tuvimos que esperar cuarenta años para que la Argentina se diera una Constitución de las características imaginadas en 1816. La Carta reflejó algunos consensos, pero también influencias del resultado de la batalla de Caseros y su contexto. 

A lo largo de su vida la Constitución de 1853/60 sufrió tensiones y cuestionamientos a su legitimidad. Así ocurrió, por ejemplo, en 1949 y más adelante a raíz de enmiendas y aboliciones dictadas por gobiernos de facto.

Hoy, pese a nuestras inconsecuencias y a las alteraciones que emanan del irregular funcionamiento del entramado político contemporáneo, afortunadamente el texto del siglo XIX concita un alto grado de autoridad política y de consenso social y jurídico.        

En el ínterin (1994), las fuerzas políticas entonces mayoritarias lograron un sólido consenso alrededor de principios fundamentales y alumbraron un renovado bloque constitucional federal y cosmopolita. Un consenso que, de varias maneras y por encima de ciertos aspectos coyunturales, enlaza con los ideales de 1810/1816[4], y profundiza principios asumidos en 1853/1860.

Me refiero a la incorporación –en la cúspide de la pirámide- de los tratados internacionales sobre derechos humanos, y al reforzamiento de su vigencia por la intervención garantista de tribunales supranacionales.

Pero, como es notorio, este acotado consenso político se quebró muy pronto.

Por tanto, los argentinos tenemos por delante la enorme tarea de rescatar, perfeccionar y desarrollar los acuerdos históricos, acotar las discrepancias, y trasladar las reglas y los principios escritos a la vida cotidiana. O, dicho en otros términos, el desafío de construir una Democracia Constitucional (Ferrajoli[5]).

El ideario de 1816: siempre vigente, siempre pendiente

La conmemoración del bicentenario del Congreso de Tucumán debería ser, entonces, ocasión propicia para repasar y revalorizar su ideario fundacional. Para analizar nuestro déficit democrático. Para procurar, desde las distintas posiciones (por antagónicas que sean o parezcan), construir consensos[6] y perfeccionar los pocos que sostienen nuestro precario andamiaje político, social y económico.

Para atender nuestras carencias en los vitales terrenos de la educación, la cultura cívica, el apoyo a la familia, la formación profesional, la convivencia entre las personas (tenemos severos problemas de violencia en muchas áreas) y con el ambiente, y la cohesión territorial y social. Para, en fin, reconstruir los incentivos que promuevan la cultura del trabajo, la honradez y la solidaridad.

Por supuesto que aquel ideario histórico requiere nuevas elaboraciones que, sin mengua de su contenido esencial, incorporen los avances teóricos y empíricos que día a día se suceden en el ámbito de las ciencias sociales, de la ingeniería institucional, de las relaciones internacionales, de las tecnologías de la información y la comunicación.

Pienso que debemos abordar, con toda urgencia, estas tareas, sabiendo que muchos (sino todos) los paradigmas que guiaron y consolidaron a las sociedades nacionales del occidente democrático y desarrollado, que nos sirvieron de punto de referencia, se encuentran en crisis o han sido renovados.

Nuestra realidad contemporánea se muestra cargada de elementos que llaman a un cierto pesimismo: Estamos lamentablemente lejos de un debate que conduzca a consensos estratégicos. Lejos de un estado de ánimo colectivo propicio para enterrar la ley del odio (esa “hidra feroz”)[7].  

II. HACIA UN NUEVO CONSENSO REPUBLICANO

A lo largo de estos 200 años es fácil advertir la clara supremacía de los períodos de confrontación, enconos y desencuentros más o menos violentos, frente a los acotados momentos consensuales. 

Y no me refiero a las legítimas discrepancias, conflictos y tensiones, propios de las sociedades plurales, sino a las encendidas disputas alrededor de asuntos sustantivos e incluso menores que, en otras latitudes, se han saldado -hace tiempo ya- con consensos duraderos que facilitaron el progreso y la convivencia.

A lo largo de nuestra historia trazamos líneas con pretensión identitaria para marcar divisiones profundas entre “nosotros” y “los otros”:

  • Mayo – Caseros – Revolución Libertadora
  • Rosas – Irigoyen – Perón – Kirchner
  • Unitarios – federales
  • El régimen – la causa
  • Autarquía – Integración
  • Peronismo – Antiperonismo
  • Patria peronista – Patria socialista
  • Terrorismo bueno – Terrorismo malo
  • Populismo – liberalismo excluyente[8]

Si bien algunos líderes ofertaron consensos -“ni vencedores ni vencidos” (Urquiza, Lonardi), “Gran Acuerdo Nacional” (Lanusse), o el Mensaje de Perón ante el Congreso (1° de mayo de 1974)-, ninguna de estas proclamas encontró ecos entre los vencidos o convocados. Al final, siempre, “el furor de mando alentó los fuegos de la protesta”.    

Cada vez que confrontamos alrededor de los principios democráticos, de los derechos fundamentales, de las libertades, del modelo económico constitucional, de la paz interior, o de la conformación de las instituciones, entramos en emergencia.

Y rondamos la tragedia cuando adoptamos visiones totalitarias que subordinaron todos los poderes a la voluntad de un jefe o caudillo, o proclamamos que la mayoría puede someter a las minorías e, incluso Gobernar al margen de la Constitución. Cuando nos dejamos guiar por la ley del odio[9], o cuando algunos apelaron a las armas.

El desafío de pactar

Necesitamos edificar un nuevo consenso que identifique, actualice y redefina los principios históricos fundamentales que, por lo demás, expresan conquistas de la humanidad.

En esta tarea –necesariamente ardua- tendremos que advertir los cambios producidos en la ciencia política, y recoger los avances alcanzados a la definición de principios e instituciones. Advertir que conceptos como democracia, república, soberanía, garantías, libertad o igualdad aluden hoy a contenidos que enriquecen las ideas manejadas en los dos siglos anteriores.

Tendremos que resolver discrepancias que están en a raíz de nuestra insatisfacción ciudadana y de nuestra incapacidad de solucionar problemas y de progresar colectiva e individualmente.

Me refiero a las discrepancias que giran alrededor del principio republicano de periodicidad de los cargos públicos, de los alcances del federalismo, y de las relaciones entre justicia y política. Acerca del papel de las minorías; del concepto de libertad sindical, del derecho de protesta y de otros derechos consagrados en la Constitución; de la selección de jueces y del control del gobierno; de la profesionalización de las administraciones públicas.

Me refiero también a los disensos sobre la independencia de la administración electoral; el acceso a la información pública; la libertad de expresión y la publicidad oficial: la libertad de empresa, la participación de los trabajadores y la intervención del Estado en la economía. Sobre el papel de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia; los límites del personalismo y la megalomanía; los principios protectorios del ambiente y de promoción del urbanismo humanista. Sobre el papel del Banco Central y sus relaciones con el poder político.

Me refiero, como no, a los conflictos que versan sobre la ética pública, la financiación de la política y, lo que es casi lo mismo, sobre la gestión de los juegos de azar y de las obras y servicios financiados o concesionados por el Estado.     

Mientras, predominan las pasiones, las querellas irreconciliables, las pulsiones hegemónicas y, en lo que se refiere a nuestro pasado inmediato, la sed de venganza alimentada por determinadas minorías.

Resolver estas discrepancias, demanda apostar por el consenso.

Un camino que se inicia con diálogo y cordialidad, en la política y demás ámbitos de la vida en común; concretando la independencia, jerarquización y despolitización del poder judicial; abordando desde el Estado y la sociedad las urgencias de la educación y de las nuevas formas de pobreza; Regenerando la política y reconstruyendo los partidos políticos y demás organizaciones sociales, para que las ideas y los programas se sobrepongan a los intereses particulares de los más poderosos.

Abierto así el camino, estaremos en condiciones de abordar una agenda centrada en los principios, las instituciones y las reglas fundamentales que garantizaran la paz, las libertades y el bienestar general. De acordar las bases de los principales subsistemas que enmarcan la actuación del Estado y de los ciudadanos, la producción y la distribución de la riqueza. 

Tanto como de explicitar el contenido esencial de las instituciones de la república, de sus principios y valores, para que cumplan su papel en la pacífica vertebración de una pujante sociedad pluralista y equitativa.

                                           Vaqueros (Salta), junio de 2016-

*Ex Fiscal de Estado de la Provincia (1973), ex Ministro de Trabajo de la Nación (1993/1997)

 

[1] Resumen de la exposición realizada en la jornada organizada por la Universidad Católica de Salta “Reflexiones en torno al Bicentenario de la Independencia Nacional” (14 de junio de 2016).

[2] Por indicación del propio Director J. M. de Pueyrredón, el Congreso invita a Belgrano a la sesión secreta del 6 de julio, para que lo oriente haciendo una exposición "sobre el estado actual de la Europa, ideas que reinaban en ella, concepto que ante las naciones de aquella parte del globo se había formado de la revolución de las Provincias Unidas y esperanza que éstas podían tener de su protección" (Manuel LIZONDO BORDA Manuel Belgrano, decisivo impulsor de la Independencia”, 1949).

 

[3] “Los congresales de Tucumán tuvieron el concepto claro y preciso de fundar una nación democrática y republicana, y dotarla de una Constitución o carta política que definiese su gobierno, deslindase los derechos y los deberes de ciudadanos y mandatarios, y estableciese los fundamentos de la libertad y del poderío material y moral de la futura” (J. V. GONZALEZ).

[4] Las exhortaciones de 1816 conectan sin fisuras con el ideario de 1810 que, en palabras de J. V. GONZÁLEZ contenía dos mandatos esenciales: “independencia de toda soberanía extraña, y gobierno republicano, representativo bajo régimen federativo” (“El Juicio del Siglo”, página 50). PEREZ GUILHOU, D. “Las ideas monárquicas en el Congreso de Tucumán” (1966).

[5] FERRAJOLI, L. “La democracia a través de los derechos” (2015); “Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional” (2011)

 

[6] En el “Manifiesto del Congreso de las Provincias Unidas de Sud América” los congresales de 1816 llamaban a la unión y al orden, en los siguientes términos: “La alternativa terrible de dos verdades, que, escritas en el libro de vuestros destinos, nos apresuramos a anunciaros: unión y orden o suerte desgraciada”. “¿Tal vez esperáis a que el desorden y la anarquía acumulen sobre el país un golpe inmenso de desgracias, que se encienda una guerra civil devoradora, que se armen unos contra otros los pueblos, que se forme una conspiración general contra los magistrados, se vulneren sus respetos, se les insulte y atropelle; que enfurecidos los partidos se destrocen y reproduzcan los odios inflamados que no pueden inflamarse sino con la sangre y la muerte de los ciudadanos, de los amigos, de los hermanos?  ¡Desesperado recurso!” Véase WILDE QUESADA, A. M. “El Acta de la Independencia. Un documento constitucional” (2016).

[7] GONZÁLEZ, Joaquín V. “El juicio del siglo, o cien años de historia argentina” (1910)

 

[8] A esta enumeración podrían agregarse otras antinomias: “Agro o Industria”; “Occidente o Tercer mundo”; “Pueblo u oligarquía”; “Porteños o provincianos”; “Revolución o contrarrevolución”.

[9] LEVENE, G. G. “Para una antología del odio argentino” (1975).

 

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EL EJEMPLO DE LOS HOMBRES DE TUCUMÁN por Luis Alberto Romero*

| 8 julio, 2016

Buscar en el pasado la guía y el estímulo para la acción presente no es un buen consejo para un historiador. Pero hacerlo ayuda bastante al ciudadano que todos llevamos dentro. Puesto en este papel, y en vísperas del bicentenario de 1816, los hombres de Tucumán, ritualmente recordados cada año, se me aparecen con una nueva dimensión y un brillo muy especial.

En 1816, un conjunto de letrados y clérigos, hombres tranquilos y moderados, tomaron una decisión audaz y arriesgada en lo político y en lo personal: lanzar a la vida independiente un Estado y una Nación. Audacia y riesgo porque en ese momento Europa no quería nuevas repúblicas sino la restauración de las antiguas monarquías.

El Río de la Plata era lo único en pie del conjunto de gobiernos hispanoamericanos florecidos en 1810, y los realistas estaban a las puertas, amenazando con fusilar a toda la dirigencia revolucionaria, como lo hacía en ese mismo momento el general Pablo Morillo, “el exterminador” de Caracas.

Estos hombres prudentes llegaron mucho más lejos que los exaltados revolucionarios y los ensoberbecidos militares de la Asamblea de 1813, embriagados aún por el impulso de la Revolución Francesa. Su proclama del 24 de marzo, titulada “Fin de la revolución. Principio del orden”, expresó la nueva actitud: después de seis años en que todo había sido puesto patas para arriba, había llegado el momento de estabilizar las cosas. Lo nuevo sería un país normal.

En Tucumán nació una de esas “repúblicas aéreas” de las que hablaba Bolívar en sus períodos  desazón. El Estado era apenas un proyecto, una convocatoria a lo que prudente e imprecisamente llamaron Provincias Unidas de América del Sud.

¿Qué pasaría con el Alto Perú, con Paraguay, con la Banda Oriental y las provincias litorales? La cuestión del régimen político -si república o monarquía- quedó sin decidir y el embrión de organización estatal, con base en Buenos Aires, fue arrasado por la guerra civil en 1820. En cuanto a la nación, todo era igualmente impreciso: quienes habitaban las Provincias Unidas eran patriotas, o americanos, y si se les pedía más precisión, eran cuyanos, arribeños o porteños.

Con el tiempo, y con sudor, lágrimas y mucha sangre, ese proyecto se convirtió en algo parecido a lo que hoy es la Argentina. Después de guerrear durante siete décadas, en 1880 las provincias terminaron de conformar el Estado federal que habían diseñado en 1853.

Por entonces ya se había puesto en marcha la construcción institucional, y estaba lanzada la gran transformación de la economía y la sociedad. Faltaban la nación y también los argentinos, pues además de argentinizar a catorce contingentes provincianos había que nacionalizar a la masa de inmigrantes que llegaba masivamente. Fue una tarea inmensa y uno de los logros más notables del Estado.

A fines del siglo XIX la Argentina ya era un país definido y con un lugar en el mundo. Puedo imaginar a los hombres de 1816 satisfechos con la tarea, como Dios lo estuvo con la suya el domingo.

Pero en la historia no hay finales felices, y ni siquiera finales. A doscientos años de aquel comienzo, hoy no podemos estar satisfechos. En algún momento se perdió el rumbo, el país salió de la línea esbozada en Tucumán y trazada en 1880, y comenzó a delirar. Es un problema muy amplio del que tomo dos grandes cuestiones: el Estado y la Nación.

La Argentina tuvo éxito en construir un Estado potente que fue capaz de emprender y sostener grandes políticas. La más notable fue la educativa, pero hubo otras, como la remodelación del Estado de los años treinta, las políticas sociales de Perón o las desarrollistas lanzadas por Frondizi. Más allá de su valoración, cabe reconocer en ellas una capacidad estatal para hacer y proyectar que hoy no existe.

Pero a la vez, ese Estado tuvo dificultades crecientes para manejar los intereses, que inicialmente demandaron su intervención reguladora pero luego reclamaron privilegios que a la larga resultaron ser prebendas. A la larga, afectaron las capacidades estatales, pues los distintos grupos fueron colonizando ministerios y agencias y convirtieron al Estado en el campo de batalla donde se dirimía el destino del maná estatal.

Quizá por eso, en los últimos cuarenta años los gobiernos, cada uno a su manera, se dedicaron a desarmar y destruir el Estado, no solo en sus partes viciosas, su grasa, sino en lo vital, el músculo: la capacidad de hacer y de controlar la institucionalidad y el estado de derecho.

También hubo un desvío con nuestra nacionalidad. Los hombres de 1853 pensaron en una nación liberal, basada en el contrato político y dispuesta a recibir a todos los hombres de buena voluntad, sin distinciones. Desde principios del siglo XX, y a tono con el modelo de Alemania, hubo un deslizamiento hacia una concepción integral y unánime de la nacionalidad.

Distintos sectores, cada uno por sus razones, confluyeron en este giro anti liberal: el Ejército, la Iglesia y los grandes movimientos políticos nacionales y populares. Todos hablaron de una nación y un pueblo, de su grandeza y de sus enemigos, conformando una mixtura arraigada en el sentido común. Sobre ella se conformó una vida política facciosa y un ideal de país cerrado.

Los efectos de estos dos desvíos están hoy a la vista. En 1816 no había Estado ni Nación. 200 años después, los desvíos condujeron a un Estado destrozado, cuyos despojos son exhibidos cotidianamente por la prensa, y a una Nación enferma de unanimidad facciosa. Hoy tenemos que reconstruir el Estado, superando conflictos dignos de los de la época de la organización. Debemos adecuar nuestra nacionalidad a un país muy diverso y basarla en una ética ciudadana hoy ausente.

No sé si los hombres de Tucumán eran tan conscientes como nosotros de la inmensidad de la tarea y de todos los conflictos que nos esperan. Podemos pensar que sí, estimularnos con su ejemplo y no vacilar en la tarea de transformar lo que hoy bien podría calificarse de “república aérea” en un país normal. Solo eso.

*Historiador. Miembro del Club Político Argentino

 

 

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