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POPULISMOS LATINOAMERICANOS EN EL FIN DEL CICLO PROGRESISTA por Maristella Svampa*

| 18 abril, 2017

En esta charla (1) propongo reflexionar desde una óptica comprensiva crítica sobre los populismos latinoamericanos del siglo XXI. Un tema que ha vuelto a estar en el centro de la agenda política, y sobre el cual además existe una enorme bibliografía así como controversias teórico-ideológicas

Para ello, voy a hacer una presentación en tres bloques.

  • En primer lugar, voy a hacer referencia al concepto de progresismo como lingua franca, ligado al cambio de época que se produce en América Latina hacia el año 2000
  • En segundo lugar, voy a introducir el concepto de populismo, cuya discusión no aparece asociado al inicio del cambio de época, sino sobre todo a la consolidación de los gobiernos progresistas y el final del ciclo. Voy a sintetizar las diferentes posiciones para finalmente presentar mi propia lectura vinculada a los populismos latinoamericanos
  • En tercer lugar, haré algunas reflexiones sobre el agotamiento y el fin del ciclo progresista y el nuevo escenario político.

1-El progresismo como “lingua franca”

A partir del año 2000, América Latina ingresó a un cambio de época, esto es, un nuevo ciclo político y económico marcado por el protagonismo creciente de los movimientos sociales, por la crisis de los partidos políticos tradicionales y de sus formas de representación, en fin, por el cuestionamiento al neoliberalimo y la relegitimación de discursos políticamente radicales. Este cambio de época tomó un nuevo giro a partir de la emergencia de diferentes gobiernos que, apoyándose en políticas económicas heterodoxas, se propusieron articular las demandas promovidas desde abajo, al tiempo que valorizaron la construcción de un espacio regional latinoamericano. Frente a tal escenario, muchos escribieron con optimismo acerca del “giro a la izquierda”, la “nueva izquierda latinoamericana”, el “posneoliberalismo”, entre otros.

Para designar a estos nuevos gobiernos se impuso como lugar común la denominación genérica de progresismo. Originariamente remite a la Revolución Francesa y hace referencia a aquellas corrientes ideológicas que abogaban por las libertades individuales y el cambio social (el “progreso” leído como horizonte de cambio). Pese a ser una categoría demasiado amplia, ésta permitía abarcar una diversidad de corrientes ideológicas y experiencias políticas gubernamentales, desde aquellas más institucionalistas hasta las más radicales, vinculadas a procesos constituyentes.

En una América Latina diezmada por décadas de neoliberalismo, el progresismo fue emergiendo como una suerte de lingua franca, más allá de la diversidad de experiencias políticas, lo cual rápidamente fue generando un nuevo espacio regional. Dicho arco abarcaba desde el Chile de Patricio Lagos y Michele Bachelet, el Brasil del PT, con Lula Da Silva y Dilma Roussef, el Uruguay bajo el Frente Amplio, la Argentina de Néstor y Cristina Kirchner, el Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales, la Venezuela de Chávez-Maduro, hasta el fallido gobierno de Fernando Lugo en Paraguay y incluso el sandinista Daniel Ortega, en Nicaragua.

Esta apertura fue expresada de modo paradigmático por los nuevos gobiernos de Bolivia y Ecuador, países donde las nuevas Constituciones tuvieron un fuerte contenido descolonizador y contaron con gran participación popular, cuyo corolario fue la ampliación de las fronteras de derechos. Alentadas por los gobiernos emergentes, categorías tales como “Estado Plurinacional”, “Autonomías Indígenas”, “Buen Vivir”, “Derechos de la Naturaleza”, pasaron a formar parte de la nueva gramática política, impulsadas por diferentes movimientos sociales y organizaciones indígenas.

Sin embargo, desde el inicio, podía advertirse la existencia de un campo de tensión en el cual coexistían con dificultad matrices políticas y narrativas descolonizadoras diferentes: por un lado, la populista y desarrollista, marcada por una dimensión reguladora y centralista, que apuntaba a recrear el Estado nacional y a reducir la pobreza; por otro lado, la indianista e incipientemente ecologista, que apostaba a la creación de un Estado Plurinacional y al reconocimiento de las autonomías indígenas, así como al respeto y cuidado del Ambiente. Con el correr de la década los progresismos fueron consolidándose, de la mano de una narrativa populista-desarrollista y de un proceso de personalización del poder, desplazando otras narrativas de corte descolonizador, fueran indianistas, ecologistas o de izquierda.

2- El regreso de los populismos infinitos

Es sabido que el concepto de populismo cuenta con una larga historia y una carga política negativa. Esto sucede tanto en la tradición interpretativa latinoamericana como, muy especialmente, en Europa y Estados Unidos.

El caso es que en América Latina, hacia fines de la primera década del siglo XXI, con gobiernos progresistas consolidados y varios de ellos atravesando segundos y hasta terceros mandatos, la categoría de populismo fue ganando más terreno, hasta tornarse rápidamente un lugar común. Así, una vez más, el populismo como categoría devino un campo de batalla político e interpretativo. Pero a diferencia de otras épocas en las cuales la visión descalificadora era la dominante, el actual retorno se inserta en escenarios políticos e intelectuales más complejos y disputados

En esta línea podemos destacar tres posiciones interpretativas diferentes:

Por un lado, están aquellas visiones peyorativas o condenatorias, que recorren el campo académico y muy especialmente el mediático. Desde la academia, suele afirmarse la recurrencia del populismo como mito, describiéndolo como un fenómeno instalado entre la religión y la política, contrapuesto al ethos democrático. Por ejemplo, para el historiador italiano Loris Zanata, no habría grandes diferencias entre el populismo de C. Fernandez de Kirchner, el de Chávez y ahora el de Donald Trump. Desde los medios de comunicación, las lecturas suelen ser más reduccionistas, pues se asocia el populismo a una matriz de corrupción, en la cual convergen una política macroeconómica ligada al derroche y el gasto social, con el autoritarismo y el clientelismo político.

En segundo lugar, en un sentido completamente inverso, una lectura que tuvo gran repercusión en la última década fue la del argentino Ernesto Laclau, cuyos trabajos en favor del populismo, derivaron en posicionamientos políticos en apoyo al conjunto de los gobiernos progresistas, muy especialmente, a los gobiernos de Nestor y Cristina Kirchner. En 2005, Laclau publicó el libro La razón Populista, en el cual desarrollaba la premisa de que el populismo constituye una lógica inherente a lo político y, como tal, éste se erigiría en una plataforma privilegiada para observar el espacio político. Lejos de la condena ética impulsada por la visión primera, Laclau proponía pensar el populismo como ruptura, a partir de la dicotomización del espacio político (dos bloques opuestos), y de una articulación de las demandas populares (por la vía del la lógica de la equivalencia).

Por último, una tercera línea de interpretación subraya el carácter bicéfalo del populismo. Si bien esta lectura se destaca por su aspiración crítico-comprensiva, existen dentro de ella énfasis muy diferentes. Así el politólogo paraguayo Benjamin Arditti define el populismo como un rasgo recurrente de la política moderna, pasible de ser encontrado en contextos democráticos y no democráticos (2009:104). En sus trabajos más relevantes dialoga con la inglesa Margareth Canovan y retoma a Jacques Derrida, para pensar el populismo como un “espectro”, antes que como la sombra de la democracia, sugiriendo la idea de “un retorno inquietante”, que “remite a la indecidibilidad estructural del populismo, pues éste puede ser algo que acompaña o bien, que acosa a la democracia” (Cito a Arditi, 2004).

En el otro extremo, de cero empatía con el fenómeno populista, se insertan las lecturas del ecuatoriano Carlos De La Torre y la venezolana Margarita López Maya, quienes sin embargo subrayan tambien los aspectos bivalentes del populismo. López Maya analiza el populismo rentista en Venezuela, y retoma ciertos elementos de Laclau (por ejemplo, el populismo como forma de articulación de necesidades insatisfechas a través de significantes vacíos) y se centra en el pasaje hacia formas más directas de relación entre las masas y el líder.

Desde mi punto de vista, esta tercera posición, que ya en los `90 desarrollamos en “La plaza vacía. Las transformaciones del peronismo” con un colega francoperuano, Danilo Martuccelli, tiene el mérito de captar lo propio del populismo, su ambivalencia, desde una óptica crítico-comprensiva, que cuestiona los reduccionismos propios de las anteriores interpretaciones. Hoy, veinte años despues de aquel texto, quisiera agregar nuevos elementos interpretativos a esta lectura de aquellos años.

Recordemos que a principios de los `90, con el ingreso al Consenso de Washington, corrieron ríos de tinta que buscaban describir un nuevo populismo latinoamericano, asociado a Carlos Menem, en Argentina, Alberto Fujimori en el Perú, o el malogrado Fernando Collor de Melo en Brasil. Usos y abusos hicieron que la categoría se tornara más resbalosa y ambigua, al borde mismo de la distorsión y el vaciamiento conceptual. De manera acertada, en 1993 el colega argentino Aníbal Viguera propuso un tipo ideal, distinguiendo dos dimensiones; una, según el tipo de participación; la otra, según las políticas sociales y económicas. Así, desde su perspectiva, el neopopulismo de los ´90 presentaba un estilo político populista, pero –a diferencia de los populismos clásicos- estaba desligado de un determinado programa económico (nacionalista o vinculado a una matriz estadocéntrica). Retomando esta distinción analítica propongo llamar a tal fenómeno populismos de baja intensidad, dado el carácter unidimensional del mismo (estilo político y liderazgo).

En contraste con ello, los populismos latinoamericanos del nuevo siglo señalan similitudes con los populismos clásicos del siglo XX (aquel de los años 40 y 50). Ciertamente, los gobiernos de Hugo Chávez Néstor y Cristina Fernández de Kirchner, Rafael Correa y Evo Morales; todos ellos países con una notoria y persistente tradición populista, habilitaron el retorno de un uso del concepto en sentido fuerte, esto es, de un populismo de alta intensidad, a partir de la reivindicación del Estado como constructor de la nación, luego del pasaje del neoliberalismo; del ejercicio de la política como permanente contradicción entre dos polos antagónicos y, por último, de la centralidad de la figura del líder.

Cinco precisiones se hacen necesarias en esta aproximación a los populismos de alta intensidad, típicos de la época actual.

1-Entiendo al populismo como un fenómeno político complejo y contradictorio que presenta una tensión constitutiva entre elementos democráticos y elementos no democráticos. Como ya dije, dicha definición se aparta del tradicional uso peyorativo y descalificador del concepto, que predomina en el ámbito político-mediático, que deja de lado, interesadamente, otros componentes del mismo.

2- De modo recurrente, el populismo comprende la política en términos de polarización y de esquemas binarios, lo cual tiene varias consecuencias: por un lado, esto implica la constitución de un espacio dicotómico, a través de la división en dos bloques antagónicos (el nuevo bloque popular versus sectores de la oligarquía regional y/o medios de comunicación dominante); por otro lado, esta división del campo político implica la selección y jerarquización de determinados antagonismos, en detrimento de otros. Más claro; se procede al ocultamiento y obturación de otros conflictos, los cuales tienden a ser denegados o minimizados en su relevancia y/o validez, en fin, en gran medida, expulsados de la agenda política.

3-La tensión constitutiva propia de los populismos hace que éstos traigan a la palestra, tarde o temprano, una perturbadora pregunta; en realidad, la pregunta fundamental de la política: ¿Qué tipo de hegemonía se está construyendo, en esa tensión peligrosa e insoslayable entre lo democrático y lo no democrático, entre una concepción plural y otra organicista de la democracia; entre la inclusión de las demandas y la cancelación de las diferencias?

4- Existen diferentes tipos de populismos, tal como lo muestra la abundante literatura sobre el tema (Laclau, Di Tella, Ianni, entre otros). En esa línea, para el caso latinoamericano, propongo establecer la distinción entre, por un lado, aquellos populismos plebeyos, que han venido desarrollando políticas de contenido más innovador y radical, desembocando en procesos de redistribución del poder social hacia abajo (Bolivia, Venezuela); y, por otro lado, populismos de clases medias, visibles en el empoderamiento –e incluso una fragmentación intra-clase- de los sectores medios (Argentina, Ecuador). Aún si estos gobiernos se montaron en sus inicios sobre movilizaciones plebeyas, tanto el caso argentino como el ecuatoriano están lejos de haber producido un cambio en la distribución del poder social. Tampoco fueron populismos de carácter antielitista, impugnadores de la llamada cultura legítima. En realidad convalidaron valores de las clases medias, fueran ésta clases medias progresistas o tecnocráticas-meritocráticas. Tampoco buscaron impulsar un paradigma de la participación, como si sucedió –al menos en parte- en Venezuela y Bolivia. 

5- Más allá del lenguaje de guerra, lo propio de populismo es la consolidación de un esquema de gobernanza, en el cual conviven –aun de manera contradictoria- la tendencia a la inclusión social con el pacto con el gran capital. En esa línea, y más allá del proceso de nacionalizaciones, hay que resaltar las alianzas económicas de los progresismos con las grandes corporaciones transnacionales (agronegocios, industria, sectores extractivos como la minería y el petróleo), lo que aumentó el peso de éstas en la economía nacional. Ejemplos de ello son Ecuador, donde las empresas más importantes incrementaron sus ganancias respecto del período anterior y la Argentina, que durante el ciclo kirchnerista mostró una mayor concentración y extranjerización de la cúpula empresarial.

Así, tensión constitutiva, polarización y grilla de lectura; construcción de hegemonía y existencia de tipos diferentes, inclusión social y pacto con el gran capital, son aspectos que, interconectados, a mi juicio, constituyen el punto de partida ineludible para leer los populismos latinoamericanos del siglo XXI.

Por otro lado, la hegemonía del progresismo populista-desarrollista estuvo ligado al nuevo boom de los commodities, ligada a los altos precios internacionales de los productos primarios (soja, metales y minerales, hidrocarburos, entre otros). En este período de rentabilidad extraordinaria, América Latina comenzó a vivir un crecimiento económico sin precedentes. En todos los países, independientemente del signo político-ideológico de los gobiernos, el boom de los commodities y sus ventajas comparativas, permitió la ampliación del gasto social -por la vía de políticas sociales o bonos- y una reducción importante de la pobreza respecto del período neoliberal. En todos los países, el proceso estuvo marcado por la tendencia a la reprimarización de las economías, a partir de la acentuación de las actividades económicas hacia actividades primario-extractivas, con escaso valor agregado. En todos los países, también independientemente de los discursos políticos-ideológicos, lo que he llamado el Consenso de los Commodities, trajo como consecuencia la explosión de conflictos socio-ambientales y el inicio de un nuevo ciclo de violación de derechos humanos.

La dimensión de disputa y de conflicto introducida por el ingreso a una nueva fase de acumulación del capital trazó así una primera línea de división interna e instaló dilemas y fracturas dentro del ancho campo del progresismo, en torno a la discusión sobre las estrategias de desarrollo y la relación sociedad-naturaleza; sobre el vínculo entre izquierdas, los lenguajes emancipatorios, as prácticas productivistas y los imaginarios hegemónicos. Más simple, el carácter del progresismo como nueva lingua franca sería cuestionado primeramente por las corrientes indianistas y ecologistas de izquierda, generando con los años un conflicto cada vez más profundo al interior de los movimientos sociales y del pensamiento de izquierdas.

Por otro lado, los nuevos populismos reeditaron formas históricas de dominación, como el modelo de la participación social controlada, esto es, la subordinación de los actores colectivos al líder y bajo el tutelaje estatal. En ese marco de hegemonía populista, los gobiernos consolidaron esquemas de resubalternización hacia las organizaciones sociales, a través de diversos dispositivos, entre ellos, el de la estatalización. No por casualidad en algunos países, como en Bolivia, el doble proceso (institucionalización y estatalización), suele leerse en términos de “expropiación”, por parte de del gobierno de Evo Morales, de aquella energía social colectiva acumulada, cuya movilización y lucha hicieron posible el cambio de época (la guerra del Agua -2000- y la guerra del gas -2003-).

Los diferentes gobiernos progresistas aumentaron el gasto público social, lograron disminuir la pobreza a través de políticas sociales y mejoraron la situación de los sectores con menos ingresos, a partir de una política de aumento salarial y del consumo. Sin embargo, no tocaron los intereses de los sectores más poderosos: las desigualdades persistieron, al compás de la concentración económica y del acaparamiento de tierras. En esta línea, los progresismos realizaron pactos de gobernabilidad con el gran capital, más allá de las confrontaciones sectoriales que marcaron la agenda. Asimismo, sólo realizaron tímidas reformas del sistema tributario, cuando no inexistentes, aprovechando el contexto de captación de renta extraordinaria.

Con el correr de los años, los progresismos realmente existentes no sólo serian cuestionados por las políticas de neodesarrollollistas de carácter extractivista y por el avance de la criminalización de las luchas socioambientales, sino también por la disociación creciente entre la narrativa de izquierda y las políticas públicas, visibles en diferentes campos (la ausencia de transformación en la matriz productiva, en la salud, en la educación, respecto de los objetivos de la integración latinoamericana, entre otros tópicos). Como dijera en una oportunidad un sindicalista argentino, Julio Fuentes, “entre el relato y la realidad hubo mucha diferencia: todos queríamos vivir en el país del otro, porque lo que estábamos viendo era el relato“.  “Todos queríamos vivir en el país del otro”…

El tono cuasi humorístico de la frase no puede ocultar la incomodidad que los progresismos populistas generaron al interior del campo de las izquierdas, instalando brechas profundas y debates acerca de lo que se entiende por izquierda. No por casualidad, con el paso de los años, hacia el final del ciclo, el ya evidente desacoplamiento entre progresismos e izquierdas habilitaría la reintroducción de categorías recurrentes como las de Populismo y Transformismo, las cuales irían permeando una parte importante de los análisis críticos contemporáneos.

Ahora bien, quien dice populismo, dice también polarización de la política. Y advierte que los progresismos no se convirtieron de modo automático en populismos. Mientras que el proceso venezolano se instaló rápidamente en un escenario de polarización social y política (con el golpe de Estado de 2002), en Argentina la dicotomización del espacio político aparece recién a comienzos en 2008, a raíz del conflicto del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner con las patronales agrarias, por la distribución de la renta sojera, y se exacerbaría a límites insoportables en los años siguientes. En Bolivia, la polarización signó los comienzos del Gobierno del MAS, en la confrontación con las oligarquías regionales; sin embargo, esta etapa de “empate catastrófico” se clausura hacia 2009, para abrir luego a un período de consolidación de la hegemonía del partido de gobierno. En este segundo período se rompen las alianzas con diferentes movimientos y organizaciones sociales contestatarias, sobre todo, a raíz del conflicto del TIPNIS (Territorio Indigena Parque Nacional Isidoro Secure), en 2011. Esto es, la inflexión populista se operó en un contexto de ruptura con importantes sectores indigenistas rurales.

Para la misma época, Rafael Correa inserta su mandato en un marco de polarización ascendente que involucra tanto a sectores de la derecha política, como —de modo creciente— a los movimientos indigenistas y sectores de izquierda. El afianzamiento de la autoridad presidencial y la creciente implantación territorial de Alianza País tuvieron como contrapartida el alejamiento del Gobierno respecto de las orientaciones marcadas por la Asamblea Constituyente y su confrontación directa con las organizaciones indígenas de mayor protagonismo (CONAIE) y los movimientos y organizaciones socioambientales, que habían acompañado su ascenso.

Así, entre 2000 y 2015, mucha agua corrió bajo el puente. Frente a ello vale la pena preguntarse si la tensión entre transformación y restauración en este cambio de época no fue desembocando en un fin de ciclo, que bien podría caracterizarse como Revolución Pasiva, una categoría de análisis histórico que pertenece a Gramsci, asociada al transformismo y el cesarismo democrático, que expresa la reconstitución de las relaciones sociales en un nuevo orden de dominación jerárquico. La modernización conservadora habría apuntado a desmovilizar y subalternizar a los actores que fueron protagonistas del ciclo de lucha anterior, incorporando parte de sus demandas y asimilando parte de sus grupos dirigentes.

3- Entre el agotamiento y fin de ciclo

Desde el punto político, estamos frente a populismos de alta intensidad, en el cual coexisten la crítica al neoliberalismo con el pacto con el gran capital; los efectos de democratización con la subordinación de los actores sociales al líder; la apertura a nuevos derechos con la reducción del espacio del pluralismo y la tendencia a la cancelación de las diferencias.

Sin embargo, promediando la segunda década del nuevo siglo, el escenario político latinoamericano fue cambiando. La región comienza a vivir un periodo de alternancia político-electoral, que va marcando con un filo dramático el fin de ciclo y el progresivo giro hacia gobiernos de carácter abiertamente conservador. A excepción de los casos uruguayos y chilenos, muy probablemente debido a sus contornos más institucionalistas, en otros países, la sola posibilidad del fin de ciclo y la alternancia electoral se vive con hondo dramatismo: sucedió en la Argentina, cuando el kirchnerismo fue desplazado de modo inesperado por la vía electoral, en 2015; sucede actualmente con el gobierno de Nicolás Maduro en la Venezuela chavista, que perdió la mayoría parlamentaria y atraviesa una crisis generalizada.

Pese al innegable frente de tormenta y de los efectivos cuestionamientos provenientes por derecha y por izquierda, uno de los grandes problemas de los populismos progresistas es la cuestión de los liderazgos, frente a la imposibilidad constitucional de renovar indefinidamente los mandatos presidenciales. En efecto, con los años y a medida en que los regímenes se fueron consolidando, la concentración y personalización de poder político impidieron la emergencia y renovación de otros liderazgos dentro del campo progresista, al tiempo que alentaron formas de disciplinamiento y de obsecuencia que socavaron cualquier posibilidad de pluralismo político al interior de los diferentes oficialismos, lo cual incluye desde organizaciones y movimientos sociales -que otrora tenían agenda propia y se caracterizaban por su accionar contestatario- hasta intelectuales, académicos y periodistas –antes defensores del derecho a la disidencia y del pensamiento crítico-.

El tema no es menor y nos confronta a un tema recurrente en la historia política latinoamericana, que marca a fuego el fin del ciclo progresista; a saber, el hiperliderazgo y, a través de ello, la tendencia de los gobernantes a perpetuarse en el poder o, por lo menos, a buscar permanecer longevamente en él. Así, en los últimos años el debate sobre las “re-reelecciones” fueron motivo de polarización social. En 2013 la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner, que transitaba su segundo mandato, tanteó a través de sus voceros más leales la posibilidad de una reforma constitucional, pero se encontró con que la sociedad ponía un límite a sus aspiraciones, primero en la calle y luego en las urnas. Evo Morales sufrió en carne propia la derrota y el golpe del “no” que la sociedad boliviana le propinó a sus aspiraciones re-reeleccionistas, a través del referéndum de febrero de 2016, lo cual le impide legalmente presentarse para un cuarto mandato consecutivo, a partir de 2019. Pese a ello, Morales no se resigna a no ser candidato presidencial por cuarta vez consecutiva, y todo indica que buscará –mediante diversos artilugios- transgredir el marco constitucional vigente.

Desde Ecuador, luego de un 2015 atravesado por una crisis económica ligada al precio del petróleo, y diferentes conflictos que enfrentaron al partido gobernante tanto con la clásica derecha como con organizaciones indigenistas y la izquierda, Rafael Correa logró que se votara una enmienda constitucional que habilita la reelección indefinida, pero ésta no aplicó en las elecciones de febrero de 2017, con lo cual Correa se vio obligado a buscar un sucesor cercano, su entonces vicepresidente Lenin Moreno. Solo Chavez, en 2009, en lo que fuera su segundo intento, logró hacer aprobar via referendum la reelección indefinida para todos los cargos, seguido luego, en 2013 por un Daniel Ortega, en Nicaragua, quien obtuvo que la Asamblea legislativa votara a favor de las reformas constitucionales que legalizaban la misma.

Por otro lado, el modelo extractivista tampoco condujo a un salto de la matriz productiva, sino a una mayor reprimarización de la economía, lo cual se vio agravado por el ingreso de China, potencia que de modo acelerado se va imponiendo como socio desigual en el conjunto de la región latinoamericana. Esto echó por tierra la tesis de las “ventajas comparativas” que alentó el crecimiento económico de la región entre 2003 y 2013, al tiempo que inserta a la región en un nuevo ciclo de crisis económica, que ilustra la consolidación de un patrón primario-exportador dependiente. La creciente baja del precio de las materias primas genera un déficit de la balanza comercial que impulsa a los gobiernos a contraer mayor endeudamiento y a multiplicar los proyectos extractivos, por lo cual se suele entrar en una espiral perversa, que conlleva también una mayor criminalización de la protesta socioambiental.

En términos regionales, las promesas de creación de un regionalismo autónomo desafiante (la expresión de J. Preciado Coronado) quedaron truncas. Pese a la abundante retórica latinoamericanista, los vínculos con China, estuvieron lejos de concretar la emergencia de un bloque regional común que buscara a negociar mejores condiciones a nivel regional. Al contrario, esto impulsó la competencia entre los países, a través de acuerdos bilaterales con China, los cuales se han multiplicado en los últimos años. En consecuencia, las negociaciones bilaterales acentuaron los intercambios asimétricos con el gigante asiático, y fueron instalando a los diferentes países en el marco de una nueva dependencia, cuyos contornos apenas están emergiendo.

Asimismo, el pasaje a un Unasur de baja intensidad, posteriormente la crisis del Mercosur, el descalabro económico y social en Venezuela, en fin, el surgimiento de nuevos alineamientos regionales, como la Alianza del Pacífico (2011), dejan entrever una política más aperturista, en concordancia con el TTP (Tratado TransPacífico), una suerte de nueva versión del TLC (Tratado de Libre Comercio) que la región rechazara en bloque en 2005, al inicio del ciclo progresista. En fin, los cambios de orden geopolítico, luego del triunfo de Trump, indican el ingreso a un escenario de mayor incertidumbre, máxime si consideramos la salida del TPP por parte de Estados Unidos y la acentuación de la puja interhegemónica con China. Así, el fin de ciclo y el eventual giro político se inserta en un escenario mundial muy perturbador, marcado por el avance de las derechas más xenofóbicas y nacionalistas en Europa, así como por el inesperado triunfo de Trump en Estados Unidos. Todo ello augura importantes cambios geopolíticos que además de producir un empeoramiento del clima ideológico internacional, en el cual las demandas antisistemas de la población más vulnerada se articulan con los discursos más racistas y proteccionistas, impactarán de modo negativo en la región latinoamericana, en un contexto global de mayor desigualdad.

Por ultimo, en el marco del boom de los commodities, los populismos mostraron también una creciente tendencia al desdibujamiento de la frontera entre lo público y lo privado, al abuso de poder y los hechos de corrupción; lo cual los fue despojando de su aura redentora, relativizando aquella narrativa inicial sobre la relación entre transparencia, justicia social e inclusión. No obstante, sería injusto reducir los progresismos realmente existentes (sean populistas o en términos mas gramscianos, transformistas) a una pura matriz de corrupción, como quieren hacer de modo interesado muchos de sus detractores, desde posiciones de derecha.

El caso es que en la actualidad los progresismos realmente existentes entraron en una fase de agotamiento y de crisis, lo cual es ilustrado por el giro conservador que adoptaron dos de los países más importantes de la región, Argentina y Brasil. Cabe aclarar que este agotamiento no se debe sólo a factores externos (como el fin del superciclo de los commodities y el deterioro de los índices económicos), sino también a factores internos (el aumento de la polarización ideológica, la concentración de poder político, el incremento de la corrupción).

El giro conservador está vinculado, en gran parte, a las limitaciones, mutaciones y desmesuras de los gobiernos progresistas, aunque también existen otras cuestiones. Para decirlo de otro modo: no todo es ilusión conspirativa. En América Latina los procesos de polarización política habilitaron la vía del golpe parlamentario, posibilitando la expulsión de Zelaya, en Honduras (2009), la destitución de Fernando Lugo, en Paraguay (2012) y, la más resonante de todas, el escandaloso impeachement a la presidenta del Brasil, Dilma Roussef (2016), acelerando en estos países el retorno a un escenario abiertamente conservador.

Desde el punto de vista político, la crisis de los progresismos gubernamentales asestó un golpe duro al conjunto de las izquierdas. Pues más allá de los debates acerca de que se entiende por izquierda, el caso es que en el juego de las oposiciones binarias, gran parte de los gobiernos progresistas lograron monopolizar el espacio de la centroizquierda/izquierda, según los casos, neutralizando otras narrativas de cambio y obturando la posibilidad de la emergencia de posiciones políticas más radicales, con lo cual su crisis y debilitamiento impacta en gran parte del espacio.

Por último, en América Latina la emergencia de una nueva derecha parece ser todavía la excepción, no la regla. Tanto en Argentina como en Brasil, se trata de gobiernos no consolidados, que han profundizado la crisis económica en un contexto de creciente protesta social. Se trataría, en principio, de gobiernos más o menos débiles, obligados a la negociación permanente. Todavía no se perciben los contornos de un (nuevo) esquema de estabilidad política, que necesariamente debe estar orientado a generar un modelo de resubalternización con el fin de contener tanto a las clases medias (que sufren la reducción del consumo) como a los sectores populares (golpeados por el empobrecimiento y la amenaza de la exclusión a gran escala). Por añadidura, existen claras diferencias entre los dos gobiernos citados, pues mientras el de Michel Temer es, además de impopular, un gobierno ilegítimo; el de Mauricio Macri es un gobierno que cuenta con una legitimidad de origen, basada en el voto popular. Sin embargo, hay un innegable aire de familia entre los dos: sin que signifique volver de modo lineal al neoliberalismo, ambos recrean y alientan núcleos básicos del mismo, a través, entre otras cosas, de políticas aperturista y de ajuste que favorecen abiertamente a los sectores económicos más concentrados, así como el endurecimiento del contexto represivo.

En esta línea, el agotamiento y fin del ciclo progresista no es algo que pueda festejarse; tampoco algo que pueda reivindicarse sin más; antes bien nos lleva a pensar sobre la disociación elocuente entre progresismos e izquierdas, pese a las expectativas políticas iniciales, y a su identificación última con modelos de dominación más tradicional. Lo que queda claro es que el fin de ciclo marca importantes inflexiones, no sólo en lo económico sino también en lo político, pues no es lo mismo hablar de nueva izquierda latinoamericana que de populismos del siglo XXI.  En el pasaje de una caracterización a otra, algo importante se perdió, algo que evoca el abandono, la pérdida de la dimensión emancipatoria de la política y la evolución hacia modelos de dominación de corte más tradicional, basados en el culto al líder, su identificación con el Estado, y la búsqueda o aspiración de perpetuarse en el poder.

El nuevo período nos confronta con otro escenario, cada vez más desprovisto de un lenguaje común. Por un lado, la emergencia de una “nueva derecha” es todavía la excepción, antes que la regla. Ahí donde hubo alternancia en el poder, se perciben continuidades y rupturas; continuidades ligadas a la profundización de los extractivismos vigentes; rupturas, vinculadas a la política de despojo de derechos sociales conquistados. Estas continuidades y rupturas se dan en un marco que coloca cada vez más en un tembladeral el respeto de libertades y derechos básicos de las poblaciones más vulnerables. Se abre así un nuevo escenario a nivel global y regional, más atomizado e imprevisible, que marca el final de ciclo del progresismo como “lingua franca”; pero siempre atravesado por múltiples protestas sociales; todo lo cual seguramente será el punto de partida para pensar el postprogresismo que se viene.

Nota: 

[1] Esta es una versión corta de un texto más largo, presentado en la Jornada sobre Populismos, organizada por la Universidad de Princeton, 07/4/217. El mismo retoma aspectos ya desarrollados en Debates Latinoamericanos. Indianismo, Desarrollo, Dependencia y Populismo (Edhasa, 216) y Del cambio de Epoca al fin de ciclo. Gobiernos progresistas, extractivismo y movimientos sociales”, Buenos Aires, Edhasa, en prensa (junio de 2017).

*Maristella Svampa es socióloga, escritora e investigadora.  Es Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y Doctora en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París. Es investigadora Principal del Conicet y Profesora Titular de la Universidad Nacional de La Plata. Es Coordinadora del Grupo de Estudios Críticos del Desarrollo (GECD) y miembro del colectivo de intelectuales Plataforma 2012.

 

 

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PARA QUE EL FUTURO SEA DE NUEVO POSIBLE por Boaventura de Sousa Santos*

| 15 abril, 2017

Fuente: Other News

Cuando observamos el pasado con los ojos del presente, nos encontramos ante cementerios inmensos de futuros abandonados, luchas que abrieron nuevas posibilidades, pero que fueron neutralizadas, silenciadas o desvirtuadas, futuros asesinados al nacer o incluso antes, contingencias que decidieron la opción vencedora, atribuida después al sentido de la historia. En estos cementerios, los futuros abandonados son también cuerpos sepultados, a menudo cuerpos que apostaron por futuros equivocados o inútiles. Los veneramos o execramos en función de si el futuro que quisieron coincide o no con el que queremos para nosotros. Por eso lloramos a los muertos, pero nunca a los mismos muertos. Para que no se piense que los ejemplos recientes se reducen a terroristas suicidas, mártires para unos, terroristas para otros, en 2014 hubo dos celebraciones del asesinato del archiduque Francisco Fernando y de su esposa, Sofía Chotek, en Sarajevo, y que condujo a la Primera Guerra Mundial. En un barrio de la ciudad, bosnios croatas y musulmanes rindieron homenaje al monarca y a su esposa, mientras que en otro, serbobosnios hicieron lo propio con Gavrilo Princip, que los asesinó, e incluso le hicieron una estatua.

A principios del siglo XXI, la idea de futuros abandonados parece obsoleta, tanto como la propia idea de futuro. El futuro parece haber estacionado en el presente y estar dispuesto a quedarse aquí indefinidamente. La novedad, la sorpresa, la indeterminación se suceden tan trivialmente que todo lo bueno y lo malo eventualmente reservado para el futuro ocurre hoy. El futuro se anticipó a sí mismo y cayó en el presente. El vértigo por el paso del tiempo es igual al vértigo por la parálisis del tiempo. La banalización de la innovación va a la par con la banalización de la gloria y del horror. Muchas personas viven esto con indiferencia. Hace mucho que desistieron de hacer acontecer el mundo y se resignan a que el mundo acontezca. Son los cínicos, profesionales del escepticismo. Hay, sin embargo, dos grupos muy diferentes en tamaño y suerte para los cuales este desistimiento no es una opción.

El primero está constituido por la inmensa mayoría de la población mundial. Desigualdad social exponencial, proliferación de fascismos sociales, hambre, precariedad, desertificación, expulsión de tierras ancestrales codiciadas por empresas multinacionales, guerras irregulares especializadas en matar poblaciones civiles inocentes, etc., todo esto hace que una parte creciente de la población mundial haya dejado de pensar en el futuro para ocuparse de la supervivencia de mañana. Están vivos hoy, pero no saben si lo estarán mañana; Tienen comida para alimentar a los hijos hoy, pero no se saben si la tendrán mañana; tienen empleo hoy, pero no saben si lo tendrán mañana. El mañana inmediato es el espejo del futuro en el que al futuro no le gusta mirarse, pues refleja un futuro mediocre, rastrero, banal. Estas inmensas poblaciones piden tan poco al futuro que no están a su altura.

El segundo grupo es tan minoritario como poderoso. Se imagina haciendo acontecer el mundo, definiendo y controlando el futuro indefinida y exclusivamente para que no haya ningún futuro alternativo. Este grupo está constituido por dos fundamentalismos. Son fundamentalismos porque se basan en verdades absolutas, no admiten la disidencia y creen que los fines justifican los medios. Los dos fundamentalismos son el neoliberalismo, controlado por los mercados financieros, y el Daesh, los yihadistas radicales que se proclaman islámicos. A pesar de ser muy diferentes e incluso antagónicos entre sí, comparten características importantes. Ambos se basan en verdades absolutas que no toleran la disidencia política, ya sea la fe científica en la prioridad de los intereses de los inversores y en la legitimidad de la acumulación infinita de riqueza que esta permite, ya sea la fe religiosa en la doctrina del califa que promete la liberación de la dominación y humillación occidentales. Ambos pretenden garantizar el control del acceso a los recursos naturales más valorados. Ambos causan un inmenso sufrimiento injusto con la justificación de que los fines legitiman los medios. Ambos recurren con la misma sofisticación a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación para difundir su proselitismo. El radicalismo de ambos es del mismo quilate y el futuro que proclaman es igualmente distópico: un futuro indigno de la humanidad.

¿Será posible un futuro digno entre los dos futuros indignos que acabo de señalar: el minimalismo de mañana y el maximalismo del fundamentalismo? Pienso que sí, pero la historia de los últimos cien años nos obliga a múltiples cautelas. La situación de la que partimos no es brillante. Comenzamos el siglo XX con dos grandes modelos de transformación progresista de la sociedad: la revolución y el reformismo; y comenzamos el siglo XXI sin ninguno de ellos. Cabe aquí recordar, de nuevo, la Revolución Rusa, ya que ella radicalizó la opción entre los dos modelos y le dio consistencia política práctica. Con la Revolución de Octubre quedó claro para los trabajadores y campesinos (clases populares, diríamos hoy) que había dos vías para alcanzar un futuro mejor, que se avizoraba como poscapitalista, socialista. O la revolución, que implicaba ruptura institucional (no necesariamente violenta) con los mecanismos de la democracia representativa, quiebra de procedimientos legales y constitucionales, cambios bruscos en el régimen de propiedad en el control de la tierra; o el reformismo, que implicaba el respeto por las instituciones democráticas y el avance gradual en las reivindicaciones de los trabajadores a medida que los procesos electorales les fuesen siendo más favorables. El objetivo era el mismo: socialismo.

No trataré aquí las vicisitudes por las que pasó esta opción a lo largo de los últimos cien años. Solamente menciono que luego del fracaso de la revolución alemana (1918-1921), se fue construyendo la idea de que en Europa y en los Estados Unidos de América (el primer mundo), el reformismo sería la vía preferida; al mismo tiempo, en el tercer mundo (el mundo socialista soviético se fue construyendo como el segundo mundo) se optaría por la vía revolucionaria, como sucedió en China en 1949, o por alguna combinación entre las dos vías. Entretanto, con la subida de Stalin al poder, la Revolución Rusa se transformó en una dictadura sanguinaria que sacrificó a sus mejores hijos en nombre de una verdad absoluta, que era impuesta con la máxima violencia. O sea, la opción revolucionaria se transformó en un fundamentalismo radical que precedió a los que mencioné arriba. A su vez, el tercer mundo, a medida que se iba liberando del colonialismo, comenzó a verificar que el reformismo nunca conduciría al socialismo, sino más bien, cuando mucho, a un capitalismo de rostro humano, como el que iba emergiendo en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. El movimiento de los No Alineados (1955-1961) proclamaba su intención de rechazar tanto el socialismo soviético como el capitalismo occidental.

Por razones que analicé en mi última columna (1), con la caída del muro de Berlín los dos modelos de transformación social colapsaron. La revolución se transformó en un fundamentalismo desacreditado y caduco que se desmoronó sobre sus propios fundamentos. A su vez, el reformismo democrático fue perdiendo el impulso reformista y, con ello, la densidad democrática. El reformismo pasó a significar la lucha desesperada para no perder los derechos de las clases populares (educación y salud públicas, seguridad social, infraestructuras y bienes públicos, como el agua) conquistados en el período anterior. El reformismo fue así languideciendo hasta transformarse en un ente escuálido y desfigurado que el fundamentalismo neoliberal reconfiguró por vía de un facelift, convirtiéndolo en el único modelo de democracia de exportación, la democracia liberal transformada en un instrumento del imperialismo, con derecho a intervenir en países enemigos o incivilizados y a destruirlos en nombre de tan codiciado trofeo. Un trofeo que, cuando es recibido, revela su verdadera identidad: una ruina iluminada a neón, transportada en la carga de los bombarderos militares y financieros (ajuste estructural), estos últimos conducidos por los CEO del Banco Mundial y por el Fondo Monetario Internacional.

En el estado actual de esta jornada, la revolución se convirtió en un fundamentalismo semejante al maximalismo de los fundamentalismos actuales, en tanto que el reformismo se degradó hasta ser el minimalismo de la forma de gobierno cuya precariedad no le permite ver el futuro más allá del mañana inmediato. ¿Habrán causado estos dos fracasos históricos, directa o indirectamente, la opción carcelaria en que vivimos, entre fundamentalismos distópicos y mañanas sin pasado mañana? Más importante que responder a esta cuestión, es crucial saber cómo salir de aquí, la condición para que el futuro sea otra vez posible. Avanzo una hipótesis: si históricamente la revolución y la democracia se opusieron y ambas colapsaron, talvez la solución resida en reinventarlas de modo que convivan articuladamente. Con otras palabras: democratizar la revolución y revolucionar la democracia. Será el tema de la próxima columna.

1 “Europa debe regresar a la escuela del mundo, como alumna”. Puede leerse en http://blogs.publico.es/espejos-extranos/2017/03/04/europa-debe-regresar-a-la-escuela-del-mundo-como-alumna/?doing_wp_cron=1491264123.6951301097869873046875

 

*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial.

 

 

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LA ISLAMOFOBIA SE APODERA DE POLONIA por Claudia Ciobanu*

| 15 abril, 2017

Fuente: Other News

El estudiante iraquí Amir Aljawlany se mudó a Polonia en septiembre de 2014 para realizar una maestría en biología en la Universidad de Jagiellonian, en Cracovia. Dos años después, el Estado le concedió una beca para continuar su doctorado, pero al siguiente lo deportó.

El profesor Pawel Koteja declaró a la prensa que Aljawlany estaba “muy comprometido con su investigación, a la que le dedicaba mucho tiempo y esfuerzo y estaba decidido a continuar con su carrera académica”.

Según sus conocidos, su vida había sido tranquila hasta el verano boreal pasado, cuando agentes del servicio secreto polaco (ABW) pretendieron reclutarlo para obtener información sobre las actividades de residentes musulmanes en Polonia. El joven iraquí debía ofrecerles datos de las mezquitas y ponerse en contacto con personas específicas.

Aljawlany se negó porque era ateo y no participaba de ningún servicio religioso y porque algunas de las personas que tenía que contactar eran de países donde no se habla árabe, así que ni siquiera compartía la misma lengua.

En julio de 2016, cuando habría sido contactado por el ABW, Cracovia organizaba el Día Mundial de la Juventud, una actividad católica en la que participaba el Papa y que reunía a unas tres millones de personas, lo que llevó a las autoridades polacas a reforzar la seguridad.

El 3 de octubre, Aljawlany fue detenido en el centro de Cracovia por oficiales de la Guardia Fronteriza de Polonia, sin ninguna justificación. Pocas horas después, durante las cuales no tuvo derecho a un abogado, la justicia lo condenó a 90 días de detención y su posterior deportación a Iraq.

En una carta escrita por Aljawlany durante su detención, y publicada en marzo por el sitio Political Critique, el joven dijo que la justicia basó su dictamen en el hecho de que los servicios secretos lo consideraron una amenaza. A pesar de sus argumentos, el juez no le dio explicaciones sobre por qué él constituía una amenaza para este país.

“Vivo y estudio en Polonia desde 2014. Nunca violé la ley”, se defendió en el tribunal, según se puede leer en la misiva. “Nunca crucé con la luz equivocada, nunca subí a un autobús sin boleto. Hice mi maestría y comencé mis estudios de doctorado sin ningún problema. ¡No quiero irme de Polonia!”, añadió.

Cuando lo deportaron, hacía seis meses que Aljawlany estaba preso sin interrupciones en el centro de detención para extranjeros en la sureña ciudad de Przemysl.

Las autoridades polacas nunca le explicaron por qué era una amenaza, aunque fuentes anónimas citadas por la prensa polaca aseguraron que los servicios secretos tenían información de que tenía contacto con “radicales” del extranjero, monitoreados por los servicios secretos de otros países.

“La legislación polaca no ofrece soluciones para que los extranjeros se defiendan cuando la decisión de retorno se basa en circunstancias confidenciales”, indicó el abogado Jacek Bialas, de la Fundación Helsinki de Derechos Humanos.

“Lo que genera dudas sobre la compatibilidad con la Constitución polaca, la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (Unión Europea) y la Convención Europea de los Derechos Humanos”, observó.

“Es como si un inspector entregara una citación a alguien que espera en la parada del autobús porque está seguro de que esa persona se subirá sin boleto”, comentó Aljawlany en febrero, en entrevista con el sitio web Wirtualna Polska (Polonia Virtual).

Cuando fue detenido, Aljawlany acababa de renovar su permiso de residencia en Polonia, que era válido hasta enero de este año.

Durante su detención, el joven presentó una solicitud de asilo a Polonia porque no tenía garantías de su seguridad al llegar a Iraq, donde las fuerzas armadas combaten al Estado Islámico en el norte, el que le fue denegado el 4 de este mes en la instancia de apelación porque el servicio secreto arguyó que lo consideraba una amenaza en base a información confidencial.

Pero con esas mismas pruebas, un tribunal regional de Przemysl dictaminó el 5 de este mes que Aljawlany debía ser liberado porque residía legalmente en Polonia y no había razones sólidas para su detención.

El ministro responsable de los servicios secretos contestó que el dictamen judicial “no socava” la evidencia presentada por el ABW.

Para gran sorpresa de su abogado y de las personas que participaban en la campaña por su liberación, Aljawlany no solo no fue liberado, sino que fue deportado ese mismo día 5. Ni su abogado ni su hermano, quien también reside en Polonia, fueron informados de la decisión de deportarlo ese día.

De hecho, el propio Aljawlany avisó por teléfono y dijo que lo habían llevado a Erbil, en el Kurdistán iraquí.

El abogado Marek Ślik declaró al día siguiente a la prensa local: “La deportación es ilegal porque todavía no recibí ninguna notificación al respecto. El procedimiento de apelación (después que le negaron la solicitud de asilo) no estaba terminado pues nunca recibí la notificación final”.

La Guardia Fronteriza no respondió a ninguna solicitud para que informara sobre la legalidad de la deportación.

“La forma en que los servicios secretos polacos trataron este caso fue absurda: eligieron a una persona al azar porque era de un país específico esperando que les informara sobre los movimientos de otros”, criticó Marta Tycner, del izquierdista partido Razem, que formó parte de la campaña a favor de la liberación de Aljawlany.

“Creen que cualquier persona originaria de un país musulmán es sospechosa de actividades contra el Estado”, dijo al ser consultada por IPS. “Fueron incompetentes y ahora tratan de cubrirlo con una rápida deportación”, explicó.

El partido Ley y Justicia, en el gobierno de Polonia desde 2015, tiene una plataforma nacionalista y ultracatólica y se presenta como defensor de los polacos acosados y en contra de “enemigos” como la UE, la globalización y el Islam. Además, exagera el miedo a posibles atentados de islamistas, a pesar de no hubo ningún incidente de ese tipo en este país ni hay amenazas reales, con el fin de reforzar el control social.

El año pasado, Ley y Justicia promovió una ley antiterrorista, ya aprobada, que permite a las autoridades tomar las huellas dactilares o escuchar los teléfonos de los extranjeros, además de revisar sus correos electrónicos, sin orden judicial. También limita el derecho de protesta y las actividades en Internet.

Los medios católicos y de ultraderecha, fundamentales para reunir el apoyo popular del partido gobernante, asocian de forma constante a los musulmanes con la violencia.

Y el líder de Ley y Justicia, Jaroslaw Kaczynski, declaró de forma infame en 2016 que los inmigrantes traían “enfermedades muy peligrosas que hacía tiempo que estaban erradicadas en Europa”. Además de Hungría, Polonia se opone de forma rotunda a recibir refugiados en el marco del sistema de cuotas de la UE para su reasentamiento.

En Polonia, 97 por ciento de la población se autoproclama étnicamente polaca.

Este país tiene un número muy bajo de inmigrantes, sin embargo, el último Informe Europeo de Islamofobia, revela que 70 por ciento de los polacos consultados quieren limitar la migración de musulmanes a Europa, la mayor proporción en todos los países sondeados.

De hecho, en los últimos tiempos aumentaron los comportamientos negativos hacia los refugiados.

                                                                                  Abril, 2017

*Periodista  Free Lance The Guardian, cubre Europa Central y del Este para IPS

 

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LAS TIERRAS INDÍGENAS REÚNEN 80 POR CIENTO DE LA BIODIVERSIDAD por Baher Kamal*

| 15 abril, 2017

Hay más de 370 millones de personas que se reconocen como indígenas en 70 países y sus territorios ancestrales concentran más de 80 por ciento de la diversidad biológica del planeta. Solo en América Latina hay más de 400 pueblos, aunque la mayor concentración se da en Asia Pacífico, con 70 por ciento de su población que se define como indígena.

Pueblos originarios

Los pueblos indígenas tienen una ricas culturas ancestrales que consideran sus sistemas sociales, económicos, ambientales y espirituales interdependientes. Y gracias a sus conocimientos tradicionales y su comprensión de la gestión de los ecosistemas hacen un aporte valioso al patrimonio de la humanidad.

“Pero también están entre los grupos más vulnerables, marginados y desfavorecidos”, alerta el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA).

“Y tienen variados conocimientos profundos y local del mundo natural”, destaca la organización con sede en Roma.

“Por desgracia, a menudo los pueblos indígenas pagan el precio de ser diferentes y con demasiada frecuencia sufren discriminación”, subrayó el FIDA, que realizará una Reunión Global sobre el Foro de Pueblos Indígenas del 10 al 13 de este mes en la capital italiana.

La agencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reunirá a representantes de instituciones indígenas, así como a sus socios para mantener un diálogo directo entre todos y mejorar la participación de los pueblos autóctonos en los programas nacionales que financia.

Desde hace siglos, las comunidades indígenas han sido“despojadas de sus tierras, territorios y recursos y perdieron el control sobre sus estilos de vida. Representa cinco por ciento de la población mundial, pero 15 por ciento de los pobres”, precisa el FIDA.

Una de las formas más efectivas para sacarlos de la pobreza es apoyar sus esfuerzos para diseñar y decidir su destino, así como asegurarse de que participen en la creación y la gestión de las iniciativas de desarrollo.

Derechos de los pueblos indígenas

La Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptada por la Asamblea General de la ONU el 13 de septiembre de 2007, establece un marco universal de estándares mínimos para su supervivencia, bienestar y el goce de sus derechos.

El documento trata sobre los derechos individuales y colectivos, sobre cuestiones de identidad y de cultura, sobre educación, salud, empleo e idioma. Además, prohíbe la discriminación y promueve su total y efectiva participación en todos los asuntos que los conciernen.

También garantiza su derecho a permanecer diferentes y a perseguir sus propios prioridades en términos económicos, sociales y desarrollos culturales. El Día Internacional de los Pueblos Indígenas se celebra todos los años el 9 de agosto con el fin de subrayar sus derechos.

El FIDA lleva más de 30 años trabajando con pueblos indígenas, y desde 2003, 22 por ciento del presupuesto anual del fondo se destina a proyectos que los conciernen, principalmente en América Latina y Asia.

Desde 2007, gestiona el mecanismo de asistencia a los pueblos indígenas (IPAF). Mediante pequeños préstamos de hasta 50.000 dólares financia pequeños proyectos propuestos por ellos con el fin de fortalecer su cultura, su identidad, su conocimiento, sus recursos naturales, así como sus derechos humanos y de propiedad intelectual.

Para facilitar la concreción de los compromisos, el FIDA creó el Foro de los Pueblos Indígenas, que promueve el diálogo y las consultas entre organizaciones indígenas, los funcionarios del fondo y los estados miembro.

Al fortalecer a las organizaciones de base y la gobernanza local, el fondo también ayuda a las comunidades indígenas a participar en el diseño de estrategias para su desarrollo y a perseguir sus propios objetivos y visiones.

La tierra no solo es fundamental para la superviviencia de los pueblos indígenas, como lo es para la mayoría de las poblaciones rurales, sino que es central para su identidad.

“Tienen una profunda relación espiritual con sus territorios ancestrales. Además, cuando tienen un acceso seguro a la tierra, también tienen una base firme desde la cual mejorar su sustento”, subraya el FIDA.

Las comunidades indígenas y sus sistemas de conocimiento pueden desempeñar un papel vital en la conservación y en la gestión sostenible de los recursos naturales.

Potencial de las mujeres indígenas desaprovechado

El FIDA, también llamado “banco de los pobres” porque ofrece préstamos y créditos de bajo interés a comunidades rurales pobres, reconoce el potencial desaprovechado de las mujeres indígenas como administradoras de los recursos naturales y de la biodiversidad, como guardianas de la diversidad cultural y como agentes de paz e intermediarias en la mitigación de conflictos.

Sin embargo, las indígenas suelen estar entre los integrantes más desfavorecidos de sus comunidades por su limitado acceso a la educación, a los activos y a los créditos, así como a su exclusión de los procesos de decisión.

El FIDA es un organismo especializado de la ONU creado como institución financiera internacional en 1977, uno de los resultados más importantes de la Conferencia Mundial de la Alimentación de 1974, organizada para responder a la crisis alimentaria de principios de esa década y que afectó particularmente a los países africanos del Sahel.

En la conferencia mundial, los participantes convinieron que debía “crearse de inmediato un fondo internacional para financiar proyectos de desarrollo agrícola, principalmente destinados a la producción de alimentos en los países en desarrollo”.

Uno de los elementos más importantes derivados de la conferencia fue la comprensión de que las causas de la inseguridad alimentaria y de la hambruna no obedecían tanto a las malas cosechas, sino a problemas estructurales relacionados con la pobreza y al hecho de que la mayoría de las poblaciones pobres de los países en desarrollo se concentraban en zonas rurales.

Desde su creación, el FIDA invirtió 18.400 millones de dólares que beneficiaron a unas 464 millones de personas en áreas rurales.

Hechos clave

• Hay más de 370 millones de personas que se autodefinen como indígenas en por lo menos 70 países;

• Asia concentra el mayor número de indígenas;

• Existen unos 5.000 grupos indígenas que ocupan alrededor de 20 por ciento de las tierras del planeta;

• Los pueblos indígenas representan menos de seis por ciento de la población mundial, pero hablan más de 4.000 lenguas de las 7.000 existentes en la actualidad;

• Una de las principales causas de la pobreza y la marginación de las comunidades indígenas es la pérdida de control sobre sus tierras, territorios y recursos naturales;

• Los indígenas tienen un concepto de pobreza y de desarrollo en función de sus valores, necesidades y prioridades. No consideran a la pobreza solo como la falta de ingresos;

• Un número creciente de indígenas viven en las ciudades a causa de la degradación de sus tierras, de la expropiación, de los desalojos forzosos y de la falta de oportunidades de empleo. (Fuente: FIDA)

*  Periodista. Asesor del Director General de IPS para Medio Oriente y el Norte de África y Director del Servicio en Árabe de IPS (Inter Press Service)

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DECADENCIA DE EINSENHOWER A TRUMP, LA CAÍDA REPUBLICANA por Albino Gómez*

| 15 abril, 2017

Fuente PERFIL  19 DE MARZO DE 2017

Uno fue un héroe de guerra de convicciones democráticas. El otro, salido de un reality show, muestra un discurso beligerante, extremista y xenófobo. El actual presidente estadounidense rompe incluso las tradiciones de su partido.

Einsenhower que mostró en su vida  una extraña mezcla de talento militar y político, presidió los Estados Unidos durante dos períodos desde 1953 hasta 1961.  Había nacido en Deninson (Texas) en 1890, siendo  muy joven aún, ingresó a  la academia militar de West Point y se especializó en blindados. Cuando se declaró la Segunda Guerra ya era coronel y había cursado la Escuela Superior de Guerra. Fue ayudante del general Douglas MacArthur cuando éste era el Jefe del Estado Mayor General y luego, siempre en Washington DC., asumió la Jefatura de la División Operaciones del Departamento de Guerra, especializándose en logística, movimiento y manejo de grandes masas de ejército. En 1942, el Secretario de Guerra general George Marshall lo designó comandante de las tropas expedicionarias estadounidenses en Europa.

Luego fue ascendido a teniente general y con ese rango comandó la Operación Antorcha, dirigiendo el desembarco en Marruecos y en Argelia. Operación que resultó exitosa, no sólo desde el punto de vista militar, sino también desde el punto de vista diplomático, por su interesante entendimiento con el almirante Francois Darlan que estaba formalmente subordinado al gobierno de Vichy presidido por el mariscal Petain, con el cual los Estados Unidos todavía mantenían relaciones diplomáticas con el obvio encono  del general Charles De Gaulle. Es sabido que el entendimiento entre Einsenhower y Darlan, que ahorró vidas norteamericanas y francesas, provocó sin embargo algunos escozores en Gran Bretaña pero sirvió para demostrar muy tempranamente la capacidad estratégica de Einsenhower y su inteligente evaluación de la guerra moderna desde el punto de vista económico y político.  Ya había logrado el apoyo de Roosevelt, y más adelante, como se revela en la abundante documentación oficial publicada en relación a las conferencias de Crimea, Teherán y Postdam, despertaría la admiración del mariscal Stalin, no sólo por la conducción de la invasión de las fuerzas aliadas en Normandía, sino también por el cumplimiento del acuerdo de abastecimientos militares norteamericanos a la URSS, y por la bastante conflictiva solución de la redistribución de prisioneros en Europa Oriental.

En 1945, el general Einsenhower vuelve a los Estados Unidos y es recibido en Nueva York en triunfo. Pide su pase a retiro, que se le niega, siendo en cambio designado  por el presidente Truman, Jefe del Estado Mayor General en sustitución del general George Marshall. Luego de disponer la desmovilización general de los efectivos norteamericanos, deja de estar activo en 1948, año en que se le ofrece y acepta la Presidencia de la Universidad de Columbia, actividad académica que no le atrae especialmente pero que le deja tiempo para escribir el libro de memorias “Cruzada en Europa” cuya edición y venta le aseguran un futuro económico sólido.

En 1950, cuando tenía  60 años es nuevamente convocado por el presidente Truman. Esta vez para hacerse cargo de la conducción del comando de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En consecuencia se traslada a París para organizar desde allí ese complejo entramado diplomático, político y militar que luego de la guerra parecía destinado a operar como dique de contención de la presión ejercitada por la URSS y los países integrantes del Pacto de Varsovia. Dispositivo éste, el de la OTAN, que luego tendría necesidad de utilizar frecuentemente, pero ya entonces como presidente de los Estados Unidos y máximo conductor de la alianza occidental.

A comienzos de 1952, el presidente Truman le habría ofrecido la candidatura por su partido. Pero simultáneamente, importantes dirigentes republicanos le ofrecen un espacio en las primarias del G.O.P, siempre y cuando se declarara republicano, cosa que hace Einsenhower en febrero de aquel año. Según sus propias declaraciones, desde el punto de vista ideológico y de sus convicciones personales, diría: “Yo seria liberal y democrático…pero más bien me defino por lo que no soy: un republicano reaccionario del Oeste, ni un demócrata reaccionario del Sur”.  Declaración que no nos imaginamos en boca de un ingenuo sino de un político sagaz.. Y además, esta ambigüedad  es sólo aparente. Porque revela la tendencia a la globalidad en cuanto a definición de las responsabilidades internacionales de los Estados Unidos y la búsqueda de fundamento partidario para lo que sería su política exterior, como lo señaló Sherman Adams, que fue su consejero especial, como lo fue  Harry Hopkins de Roosevelt. Einsenhower y Adams constituyeron con el secretario de Estado John Foster Dulles un equipo de profunda compenetración e identidad de pareceres, aunque tuvieran personalidades muy diferentes. Y desde luego, el secretario de Estado jamás efectuó un movimiento importante sin el conocimiento y la aprobación del presidente. Einsenhower era un hombre que sólo se movía con seguridad. Hacía funcionar semanalmente al Gabinete y convocaba con frecuencia al Consejo Nacional de Seguridad, al que sometía en consulta todas las cuestiones de su competencia. Pero las decisiones las tomaba  en soledad.  

Y no podemos dejar de señalar,  en esa década del cincuenta, el contexto mundial en el que le tocó actuar a Einsenhower, con la consolidación de los dos bloques surgidos de la división posterior a la guerra mundial y los distintos movimientos, algunos aparentes, otros encubiertos, efectuados por aquellos en las áreas de Asia y Africa que protagonizaban el proceso de descolonización, preanunciado en la mayoría de los acuerdos globales (Teherán, Yalta, Postdam). Y también los puramente occidentales, como la  Carta del Atlántico. Los países subdesarrollados, asiáticos y africanos, se manifestaban en 1954 en Bandung como el “premio mayor en la lucha entre oriente y accidente”, según la encíclica “Mater et Magistra” de Juan XXIII. Los Estados Unidos tomaban con John Foster Dulles el partido por la descolonización, quizá afectando los intereses de algunos aliados, y adoptaban diversas tácticas, adecuadas a las circunstancias de lugar y de tiempo, en los diferentes escenarios en que debía actuar según su condición de superpotencia.

América Latina que, salvo excepciones, no estaba integrada por colonias formales, tampoco podía entonces descolonizarse “formalmente” como sucedía en los otros continentes. Sin embargo, aun para los Estados Unidos, como combatiente singular de la guerra fría, una cosa era la cuenca del mar Caribe y otra muy diferente el sur de Sudamérica, con países relativamente ricos, tradicionalmente vinculados por la relación británica que había actuado y actuaba como guardiana del Atlántico Sud. 

Pero lo más importante para la política exterior estadounidense de la época era la confrontación con la URSS, perspectiva que iba a actuar gravemente dentro del sistema interamericano a través del problema cubano.

Desde luego hay que tener en cuenta que para el presidente Einsenhower el tema era muy serio. Era un apotegma de la política norteamericana de la época que “para actuar con seguridad en materia internacional, era necesario comprender los requisitos de la sobrevivencia. Y estos requisitos eran múltiples y complejos ya que el muy probable empate nuclear aumentaba la vulnerabilidad, aunque fuera recíproca. Cosa que importaba mucho a una comunidad democrática, informada y satisfecha como la norteamericana. Y bastante menos a una comunidad desinformada, no democrática, pero militante, como la soviética.

Ahí aparece como novedad militar y  problema a resolver: la disuasión. Novedoso porque tradicionalmente la milicia había sido preparada para la guerra. Su prueba era el combate y la victoria su justificación. Sin embargo, ahora, la irrupción de la guerra era considerada como la peor de las catástrofes y sólo resultaba idónea, frente a las nuevas circunstancias, una milicia con capacidad para preservar la paz.

El sagaz y nada  ingenuo  general Eisenhower demostró tener una cabal comprensión del tema. Hecho que se demuestra cuando, poco después de la muerte de Stalin, y probablemente con el conocimiento anticipado de la Bomba H, hace público desde Washington el discurso de abril de 1953 en el que invita a la dirigencia soviética “a remover la amenaza de una tercera guerra mundial, convocando a un desarme general y al control internacional de la energía atómica bajo la supervisión de las Naciones Unidas.”

Simultáneamente se aboca a dar cumplimiento a su principal promesa preelectoral: terminar con la Guerra de Korea. Tarea difícil y en la que se impone pese a cierta oposición dentro de su propio partido, encabezada por el senador Taft y contra la opinión del general MacArthur y de Synghman Rhee, partidarios de la escalada militar que hubiera involucrado a China.

Aproximadamente en la misma época, previa reunión de Bermudas con Churchill y Eden, propone a la plana mayor de los soviets encabezada por Malenkov, el programa de “Átomos para la Paz”. Con el apoyo financiero y tecnológico de las superpotencias establecía un programa de aplicaciones pacíficas de la energía atómica, bajo la responsabilidad de la Secretaria General de las Naciones Unidas. Los soviéticos no apoyaron de inmediato la propuesta pero lo hicieron poco después colaborando sobre todo en la parte de intercambio de información atómica que, al menos a nivel científico funcionó correctamente.

La Administración Einsenhower, a pesar de los enormes gastos militares que tuvo que enfrentar, fue excelente y dirigió con tino un proceso de afianzamiento y prosperidad en los Estados Unidos. Y puede decirse que Einsenhower, más que una especie de “monarca constitucional” como lo calificaron, fue un lúcido administrador del poder más grande del mundo. Supo moderar hábilmente la ortodoxia economicista de su partido, ejecutando un importante programa de bienestar social sobre bases realistas. Y además consiguió superar las tendencias aislacionistas de ciertos amigos, consiguiendo la patriótica subordinación del Senador Taft en alguna de las perversas estupideces planeadas por el senador MacCarthy, al que eliminó del panorama político norteamericano, sin aparente violencia. Y a pesar de un programa partidario ideológico supo rendir homenaje a las realidades de la geopolítica, manteniendo la continuidad de los compromisos de Crimen y Postdam, aunque apoyando a los “pueblos cautivos del Este”, pero siempre por “medios pacíficos”, como pudo comprobarse cuando los sucesos de Polonia y Hungría.

En una nota editorial del New York Times del 25 de julio de 1955, dijo lo siguiente: “…el señor Eisenhower ha hecho algo mejor que derrotar al enemigo en la guerra, como era su deber una década atrás…ha sabido prevenir la ocurrencia de la guerra…Y para eso estaba hecho Einsenhower. Oros personajes hubieran enfrentado la fuerza con la fuerza. Pero Eisenhower tenía el don de arrimar a los contrincantes al círculo de su  buena voluntad y conseguir así modificar las actitudes y aun la política de los visitantes de la otra parte del Elba”.

En su “Farewell Adress” de enero de 1961 quiso “advertir acerca de la adquisición de una desmesurada influencia del complejo militar-industrial…esos 3,5 millones de personas que, con o sin uniforme, están envueltas en el negocio de la defensa nacional…y que proveedores de ese complejo gastan en el año el equivalente a las ganancias netas  de todas las demás corporaciones norteamericanas”. Anunció también que el crecimiento de ese factor de poder desubicado existe y persistirá” y sostuvo que “no debemos permitir que esa combinación ponga en peligro nuestras libertades o el proceso democrático”(sic). ¡Qué fuerza ha adquirido hoy este funesto vaticinio!

Finalmente, creemos que este militar y  gobernante,  eficaz, prudente y virtuoso, estaba verdaderamente  lejos quien hoy preside desde el Partido Republicano los inciertos días e su gran país..                       

*Diplomático y Escritor

 

 

 

 

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¿QUÉ CONMEMORAMOS EL 2 DE ABRIL? por Luis Alberto Romero*

| 3 abril, 2017

.Fuente: Diario Los Andes

El feriado del 2 de abril, al igual que el del 24 de marzo, nos muestra la intensidad que hoy tienen los combates por la memoria. En ambos casos, tras la razonable definición oficial de la conmemoración, bullen los conflictos y las malas pasiones que envenenan nuestra convivencia.

El 24 de marzo es el Día Nacional de la Memoria, por la Verdad y la Justicia. Pero ese día solo se oyeron las ásperas voces que conmemoraron la lucha armada de los años setenta, recordando con cuidada precisión a cada una de las organizaciones guerrilleras de entonces. También, hubo algunas voces que recordaron el siniestro inicio de la gesta militar.

Desde 1983,  en ese día -que no era feriado- se evocó la lucha por los derechos humanos, la unidad ciudadana y la democracia recuperada. Pero a lo largo de los años noventa las organizaciones de derechos humanos cambiaron la perspectiva de la conmemoración, identificando sus reivindicaciones con la de los jóvenes héroes de la lucha armada. 

En 2005, cuando se estableció el feriado, aquellas organizaciones se aproximaban al kirchnerismo, con el que terminaron identificándose casi completamente. Hace unos días, se oficializó lo que era un secreto a voces. Hebe de Bonafini había triunfado, imponiendo su criterio al resto de las organizaciones. Quienes, como yo, creen en la democracia, y no admiran a nadie que empuñe las armas, deberían rechazar este feriado, hoy desenmascarado,  y trasladar la celebración a otro día. Ninguno mejor que el 10 de diciembre, conmemorando la recuperación de la democracia y no su abatimiento.

El 2 de abril se recuerda al Veterano y a los Caídos en la Guerra de Malvinas. ¿Se puede olvidar que ese fue el día de la invasión a las Islas, celebrado por la dictadura en 1983? Hoy siguen vivas las malas pasiones nacionalistas, las que llevaron a la guerra, las que reunieron en la Plaza de Mayo a una multitud aclamante, las que hicieron verosímil un endeble relato de victorias, las que pasaron del triunfalismo a la rabia. El “glorioso 2 de abril” sigue vivo en el fondo de nuestra conciencia, nutrido por el enano nacionalista que todos llevamos.

Para domeñarlo, Alfonsín decidió conmemorar el 10 de junio, Día de los Derechos argentinos sobre Malvinas. Pero el ánimo malvinero siguió vivo y finalmente en 2000 recuperó su día, por iniciativa del timorato De la Rúa. En 2006 el malvinero Kirchner lo elevó a la categoría de feriado inamovible. Como en el caso del 24 de marzo, se lo enmascaró, para hacerlo compatible con el consenso democrático. No se habló de la invasión sino de una causa más simpática: los veteranos y los caídos en Malvinas.

La versión oral corriente es más transparente respecto de las intenciones: se trata de “los héroes de Malvinas”. La fórmula tiene supuestos inquietantes. La heroicidad existe cuando se trata de una lucha justa, que amerita el sacrificio, y nada es considerado más justo que luchar por la defensa del territorio de la Nación. La consigna “Las Malvinas son argentinas” también supone que la Nación tiene una porción territorial irredenta, y que nuestra nacionalidad solo será plena y completa cuando recuperemos la soberanía sobre esas islas, más imaginadas que conocidas. 

Lograrlo es tarea de héroes. En todo el mundo, desde el siglo XIX el culto de la heroicidad acompaña al nacionalismo rampante y guerrero. Pero la heroicidad también se adjudica a otras luchas, en las que el propósito no es simplemente territorial. Quienes empuñaron la armas en los años setenta, en dictadura y en democracia, así como las fuerzas armadas que, con la idea de cruzada, se lanzaron al terrorismo clandestino: todos se consideraron héroes y apelaron a un ritual parecido para recordar a sus caídos.

¿Fueron héroes todos los que lucharon en Malvinas? En las tradiciones militares la heroicidad es un mérito singular y no colectivo, y tiene grados, cuidadosamente distinguidos por las condecoraciones. La sola participación en la guerra no hace del soldado un héroe. Para oficiales y suboficiales, combatir es ejercer la profesión elegida, y es razonable esperar que cumplan con su deber. Pero no hay que pretender heroicidad del grueso de los combatientes, soldados conscriptos mal armados,  mal vestidos y mal entrenados. Con seguridad muchos se preguntaron qué estaban haciendo allí: “defender el suelo argentino” debe de haber sido una respuesta pobre y poco consoladora. Seguramente tuvieron miedo y, si hubieran podido, muchos habrían desertado.

¿Por qué habrían debido ser héroes, ellos precisamente? Primero fueron puestos en medio de una guerra que no entendían, y usados para defender una causa injusta y un gobierno sanguinario. Hoy vuelven a ser usados para sostener el recuerdo de una causa innoble; imponerle a los isleños nuestra autoridad.

Los nacionalistas extremos dirán que no  hay otro camino que la guerra para recuperar unas islas que son argentinas. Los más sensatos responderán que el camino es el reclamo y la negociación entre los Estados, y que un día Gran Bretaña -que carga con su propio síndrome nacionalista- reconocerá la justicia de nuestros derechos.

Es posible. Pero aún así, no me parece aceptable en democracia imponer un gobierno extraño a los isleños, los falklanders, orgullosos de sus raíces unos, e identificados con su tierra de adopción otros. Las Malvinas han de “ser argentinas” sólo cuando los falklanders lo quieran, cuando encuentren ventajoso y agradable incorporarse a nuestro país. Si creemos en la democracia y en la soberanía del Pueblo debemos aceptar que, en las Islas Falkland, el único Pueblo realmente existente son los falklanders.

Si las Malvinas nos importan, no debemos conquistar su territorio sino a su pueblo, sus corazones y su razón. Contemplando a nuestro pobre país, primero debemos merecernos las Malvinas, y para eso hay mucho que hacer. Un buen paso sería trasladar la conmemoración del 2 de abril, cuyo recuerdo debe avergonzarnos, al 14 de junio, el día de la derrota pero también el día de la verdad. Y como se dice el 24 de marzo, solo sobre la Verdad puede fundarse la Memoria y la Justicia.

 

                                                                                                                         2 de abril de 2017

* Historiador

 

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