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ESTADOS UNIDOS, HOY: GUERRA COMERCIAL, CARTA ANÓNIMA Y EL FUTURO DEL ORDEN MUNDIAL por Andrés Ferrari Haines*

Con-Texto | 25 julio, 2020

Estados Unidos continúa convulsionado por la carta anónima que un alto funcionario de la Casa Blanca publicó en el New York Times días atrás en la que admite ser parte de “la resistencia” que dentro del propio Gobierno Trump trabaja “para para frustrar partes de su agenda y sus peores inclinaciones”. El Presidente ha acusado al autor, si existe, o caso contrario, al propio medio, de traidor y exige saber de quién se trata por una cuestión de seguridad nacional.

La carta afirma que la “raíz del problema es la amoralidad del presidente” que muestra poca afinidad por ideales que han sido parte, incluso, de su propio partido – fundamentalmente, los relacionados a las libertades. Además, le objeta una política externa en la que prefiere “autócratas y dictadores, como el presidente ruso, Vladimir Putin, y el líder supremo de Corea del Norte, Kim Jong-un, y muestra poco aprecio genuino por los lazos que nos unen con naciones aliadas que piensan como nosotros”. El autor afirma que él y otros, en paralelo, siguen cultivando los lazos con los socios tradicionales de EEUU reflejando, no una “conspiración” dentro del Estado, sino las actividades de un “Estado estable”.

 En efecto, en importantes aspectos, Donald Trump está modificando significativas áreas de las relaciones de Estados Unidos con el mundo. Sin embargo, esto no se refiere tanto al contenido de su gestión, sino en cómo el país se ve así mismo – o precisa verse. Las crudas formas de Trump pueden, en efecto, acabar no siendo digeribles para al país; sin embargo, desde otro ángulo, su comportamiento no difiere en contenido de la historia de su país. Aún si llegara a ser reemplazado, está expresando una preocupación que en Estados Unidos viene creciendo desde hace más de una década con firmeza. Esta preocupación trata de la insatisfacción en Estados Unidos con la actual estructura y funcionamiento del Orden Mundial.

Así como hiciera otro presidente norteamericano, Richard Nixon, a inicios de la década de los 70, Trump convulsiona la economía y política del mundo en busca de un mejor ordenamiento para su país. En aquella oportunidad, renuncia de Nixon mediante y con un breve respiro bajo la presidencia de Carter, ese camino continuó con Reagan y Bush (padre) hasta la disolución de la Unión Soviética, fin del Estado de Bienestar y reubicación jerárquica menor de sus aliados – Europa Occidental y Japón. Los parámetros de su ‘hegemonía benigna’ implantada luego de la segunda guerra mundial, como mecanismo de embate a lo largo de la Guerra Fría, fueron caóticamente levantados por la convulsión de lo que se llamó en la época la fuerza arrolladora de la ‘globalización’ – de la cual EEUU estuvo detrás presionando, amigos y enemigos – para que derrumben las barreras a sus mercados de mercancías y capitales que su propio diseño institucional de Bretton Woods había erigido.

En esta ocasión, en Estados Unidos se viene sintiendo una actitud amenazadora de China desde la crisis financiera global de 2008-9 a partir de su resistencia a las presiones norteamericanas de implementar reformas en sus políticas económicas, políticas y de derechos humanos – combinado con una creciente capacidad militar. En especial, la visión de una actitud afirmativa del país asiático se sustenta en que estaría utilizando su creciente capacidad económica en el Mar del Sur y del este de China, en lo que EEUU entiende como un objetivo de ejercer una influencia diplomática que tenga como fin sustituirlo en su liderazgo, primero en la región, y luego en el mundo. Por eso, así como lo hiciera Nixon – y otros presidentes de Estados Unidos antes y después –, Trump trata la cuestión como de seguridad nacional.

En efecto, el inicio de la guerra comercial fue el documento, en diciembre pasado, de estrategia de seguridad nacional que sostiene que China es una competidora estratégica y desafiadora de los valores y de la influencia norteamericana. Es decir, Trump anuncia el uso de medidas comerciales para enfrentar lo que considera es una amenaza de China al lugar de Estados Unidos en el mundo. Más aún, este embate estaría constituido por dos visiones o proyectos diferentes del orden mundial que son incompatibles. Por eso es que el documento acusa a China de cuestionar las normas internacionales y denuncia que se ha negado, pese los esfuerzos y colaboración durante décadas de Estados Unidos, de integrarse al orden mundial liberal. Sostiene que los líderes del Partido Comunista chino se aferran a su sistema autoritario de gobierno, al cual buscan difundir por el mundo, con el fin de moldear el mundo de acuerdo con estos valores e intereses suyos, que son diferentes de los norteamericanos.

La elección de Trump, entre otros asuntos, reflejó la preocupación progresiva en ese país del crecimiento económico chino y del avance de su capacidad industrial. Los efectos de esto se observarían en el creciente desbalance de los saldos comerciales entre ambos, cada vez más en favor de China y cada vez más en productos industriales de mayor complejidad tecnológica. Los efectos de este comercio en EEUU se manifiestan en la creciente pérdida de empleos, particularmente en el sector manufacturero. Es decir, si bien en una dimensión la política de Trump apunta a recuperar estos empleos, en otra revela una estrategia como resultado de la ansiedad de que el país estaría perdiendo terreno en sus capacidades para continuar siendo la nación líder en el mundo. Así se entiende, por lo tanto, su postulado de hacer ‘América grande otra vez’ (make America great again).

 

La caminata de Estados Unidos hacia un lugar preponderante en el concierto de las naciones y en el ejercicio de ser el diseñador del orden mundial es extensa y precisó superar varios “enemigos” que fueron componiendo sus coyunturales “ejes del mal”. Comenzando por los propios ingleses y demás europeos con pretensiones de dominar las regiones de las ‘Trece Colonias’, se han enfrentado a diversas naciones de los pueblos originarios en su camino al Pacífico, y después diversos Dictadores, Imperio Japonés, Nazis, Soviéticos, Terroristas, etc. Más allá de la evaluación que se pueda efectuar al respecto, estas confrontaciones han sido vistas siempre por ellos como siendo contra un ‘adversario’ que no comulgaba expresamente con lo que entendía que eran ‘los valores liberales americanos’.

En el conflicto actual con China, la situación no es esa. China viene aplicando políticas económicas que han sido parte de la historia económica de Estados Unidos y afirma procurar un desarrollo económico y comercial similar. Por eso, el medio semioficial China Daily sostuvo que la guerra comercial constituye una "bendición disfrazada" porque se torna una disculpa para apoyar sus empresas locales y proseguir en su programa “Made in China 2025” que busca volverse económicamente más independiente, desarrollando nuevas industrias de alta tecnología para competir y, eventualmente, sustituir rivales extranjeros. Además, afirma que procurará concentrarse en desarrollar otros mercados para exportar por medio de los grandes proyectos por los que pretende consolidar su presencia en países en desarrollo.

Así, la carta anónima denuncia al Presidente de Estados Unidos por abandonar a los países aliados que sostienen sus mismos valores, expresando una visión que, cierta o no, ha sido el eje que constituyó al país, pero siempre en confrontación con un enemigo que entendía cuestionaba estos valores. Ahora, Trump se alía con países que no dicen identificarse con los ‘valores americanos’ para concentrarse en el choque con uno que – con grandes capacidades económicas, civilizatorias, poblaciones, militares y regionales – viene sosteniendo sistemáticamente no estar en confrontación – pero que sí asevera proseguir su camino independiente dentro del orden mundial creado por Estados Unidos. El dilema para Estados Unidos es ver si un presidente que satisfaga la tradición de ese ‘Estado estable’ – con el cual se identifica el autor anónimo-, sería capaz de enfrentar lo que el país siente es el ‘desafío chino’, o si el método Trump, aún exitoso en este embate, acaba mostrándose incompatible con la propia visión norteamericana de orden mundial.

 

*Profesor UFRGS (Brasil)

 @Argentreotros

http://argentinaentreotros.wordpress.com

* Colaboró Betina Sauter

 

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LA UNIVERSIDAD POSPANDÉMICA por Boaventura de Sousa Santos*

Con-Texto | 25 julio, 2020

Fuente Other News

Para entender lo que podría pasar con la universidad es necesario recordar los principales ataques de los que la moderna universidad pública (UP) fue objeto antes de la pandemia. Hubo dos ataques globales. Provinieron de dos fuerzas que se pueden sintetizar en dos conceptos: capitalismo universitario y ultraderecha ideológica.

El primer ataque se intensificó en los últimos cuarenta años con la consolidación del neoliberalismo como lógica dominante del capitalismo global. La universidad pasó a concebirse como un área de inversión potencialmente lucrativa. Comenzó entonces un proceso polifacético que incluía, entre otras, las siguientes medidas: permitir y promover la creación de universidades privadas y permitirles el acceso a fondos públicos; invocar la crisis financiera del

Estado para infra financiar las UP; devaluar los salarios del personal docente y flexibilizar su
vínculo laboral con la UP para permitirles dar clases en universidades privadas, promoviendo así una transferencia de la inversión pública en la formación de profesorado al sector privado; establecer el pago de tasas de matriculación cuando antes la educación era gratuita e impulsar a las UP a obtener sus propios ingresos; introducir la lógica mercantil en la gestión de las UP, lo que se hizo en diferentes fases: las UP deben ser más relevantes para la sociedad, sobre todo mediante la formación de personal cualificado para el mercado; la condición de profesor e
investigador debe flexibilizarse (es decir, precarizarse), siguiendo la lógica global del mercado laboral; los estudiantes deben concebirse como consumidores de un servicio y los profesores deben estar sujetos a criterios globales de productividad; las UP deben administrarse como una empresa más; las UP deben integrar sistemas de ranking global para medir  “objetivamente» el valor mercantil de los servicios universitarios. En Europa, a pesar de toda la retórica en sentido contrario, el objetivo principal del proceso de Bolonia fue consolidar a nivel europeo el modelo de universidad neoliberal. En el caso portugués, este proceso implicó el fin de la elección democrática de los rectores.


Las razones más profundas del ataque del neoliberalismo a las UP residen en que estas tradicionalmente habían sido las formuladoras de proyectos nacionales, proyectos sin duda elitistas y a veces muy excluyentes (racistas, colonialistas, sexistas), pero que buscaban dar consistencia a la economía capitalista nacional y a la sociedad en la que se asentaba. Resulta que para el neoliberalismo la idea de proyecto nacional, tal y como la idea del capitalismo
nacional, era un anatema. El objetivo era la globalización de las relaciones económicas en términos de libre circulación de capitales, bienes y servicios (no de trabajadores). Como resultado, antes de la pandemia las UP ya estaban muy desfiguradas, sin ninguna visión de misión social, lidiando con crisis financieras crónicas. En general, los rectores reflejaron este panorama, convertidos en gestores de crisis financieras, incapaces de poner en práctica ideas innovadoras incluso si las tuviesen, situación que se hizo rara, sobre todo después de que dejaron de ser electos por la comunidad universitaria.


El segundo ataque, más reciente, vino de la derecha ideológicamente ultraliberal, que tiene una ideología extremadamente conservadora, cuando no reaccionaria, a veces formulada en términos religiosos. Esta derecha está apoyada socialmente por grupos radicales, de extrema derecha, de tipo neonazi o proselitistas religiosos. Esta ultraderecha ha llegado al gobierno en diferentes países, desde Hungría a Turquía, desde Brasil a la India, desde Polonia a Estados
Unidos. Sin embargo, en algunos países, como Estados Unidos, hace mucho que venía influyendo en la política universitaria, a escala de los estados de la Federación y desde las estructuras de gobierno de las UP. Este ataque, a pesar de ser altamente ideológico, se presentó como antiideológico y se formuló de dos maneras principales. La primera fue que todo pensamiento crítico, libre e independiente busca subvertir las instituciones y desestabilizar el orden social. La UP es el nido donde se crían los izquierdistas y se propaga el «marxismo cultural», una expresión utilizada por el nazismo para demonizar a los intelectuales de izquierda, muchos de los cuales eran judíos. La segunda ha sido particularmente dominante en la India y considera como ideología todo lo que no coincide con la comprensión política conservadora del hinduismo político. Tanto la Ilustración eurocéntrica como el Islam se consideran peligrosamente subversivos. En otros contextos, es el islam político el que desempeña el papel de guardián ideológico contra las ideologías.


Ambos ataques, aunque diferentes en la formulación y en su base de sustentación, convergen en el mismo objetivo: evitar que la UP continúe produciendo conocimiento crítico, libre, plural e independiente. Muchas de las críticas antiideológicas utilizaron la crisis financiera de las UP para reducir la educación a las materias básicas, supuestamente libres de ideología y más útiles para el mercado laboral. Muchas de las llamadas materias ideológicas se impartieron en cursos opcionales, en departamentos de literatura y de filosofía o en departamentos recién creados. El ataque consistió en eliminar las opciones y cerrar estos departamentos por supuestas razones financieras.


Durante la pandemia, estos ataques se atenuaron y las UP centraron sus prioridades en adaptarse a los cambios causados por la pandemia. Muchas vieron aumentar su visibilidad pública gracias al protagonismo de los científicos que investigan en áreas relevantes para el COVID-19. El periodo que seguirá no será un tiempo libre de pandemia y con la UP volviendo rápidamente a su normalidad.

Va a ser un periodo de pandemia intermitente. Para proyectar lo que está en juego en el próximo periodo, deben responderse varias preguntas. ¿Cómo se comportó la universidad durante la pandemia? Es muy difícil generalizar, pero se puede decir que el centralismo se ha profundizado y la lógica burocrática que domina las relaciones intrauniversitarias en la actualidad no cambió un milímetro; se tuvo muy poco cuidado con los estudiantes más allá de
breves momentos en línea o lidiando con las exclusiones que causó la supuesta ciudadanía digital; los maestros que dedicaron más tiempo a los estudiantes lo hicieron por iniciativa propia y espíritu de misión; la situación de los docentes fue totalmente descuidada, enfrentando cambios en la vida familiar, utilizando tecnologías de enseñanza con las que la mayoría estaban poco familiarizados, con una inmensa carga burocrática, con el deseo de innovar, casi por necesidad frente a los desafíos de la pandemia, pero bloqueados por el muro burocrático.

En resumen, la pandemia ha agravado las tendencias de degradación de la universidad que se iban notando durante mucho tiempo. ¿Cómo se posicionará la UP en la disputa de la narrativa? Tan pronto como pase la fase aguda de la pandemia, habrá un conflicto ideológico y político sobre la naturaleza de la crisis y los caminos de futuro. La especificidad de la UP es que debe responder a esta pregunta en dos niveles: a nivel de la sociedad en general y a nivel de la
universidad en particular. Se diseñaron tres escenarios: a) todo volverá a la normalidad rápidamente; b) habrá cambios mínimos para que todo permanezca igual; c) la pandemia es la oportunidad de pensar en una alternativa al modelo de sociedad y de civilización en el que hemos vivido, basada en una explotación sin precedentes de los recursos naturales que, junto con la inminente catástrofe ecológica, nos lanzará a un infierno de pandemias recurrentes.

¿Cómo expondrá la UP los escenarios y se posicionará ante ellos? ¿Cómo responderá a los ataques que precedieron a la pandemia? La forma en que la UP interprete la crisis y responda a ella será decisiva para que se posicione ante los dos ataques precedentes: el neoliberalismo universitario y la ultraderecha ideológica. Creo que la UP solo se defenderá efectivamente contra ellos en la medida en se enfoque en el tercer escenario. No es solo la institución que mejor puede resolver el tercer escenario y caracterizar el período de transición que implica. Es la única institución que puede hacerlo. Si no lo hace, será devorada por el vértigo neoliberal que ahora se ve reforzado por la orgía tecnológica de zoom, streamyard, webex, webinar, etc. Vendrán los vendedores del primer y del segundo escenarios. Y, para ellos, la UP del futuro es online: grandes ahorros en personal docente, técnico y en instalaciones; forma expedita de acabar con las materias «ideológicas» y con las protestas universitarias (no hay estatuas en línea); eliminación de procesos deliberativos presenciales disfuncionales. Finalmente, el fin de la crisis financiera. Pero también el fin de la universidad tal como la conocemos. ¿Cómo luchará la UP por su futuro? Como dije, el futuro de la UP está vinculado a la credibilidad del tercer escenario. La estrategia se puede resumir en las siguientes palabras clave: democratizar, desmercantilizar, descolonizar y despatriarcalizar.

Democratizar. La democratización de la UP tiene múltiples dimensiones. La UP debe democratizar la elección de sus rectores y autoridades. Las instituciones no democráticas para elecciones indirectas están históricamente condenadas. Son, en el peor de los casos, guaridas de compadrería y de cooptación y, en el mejor caso, espejismos de irrelevancia. Solo la comunidad universitaria en su conjunto tiene la legitimidad para elegir a los rectores y demás autoridades. La UP debe democratizar sus relaciones con la sociedad. La UP produce conocimiento válido que es tanto más valioso cuanto mejor sabe dialogar con los otros saberes
que circulan en la sociedad. Una UP encerrada en sí misma es un instrumento fácil para los poderes económicos y políticos que quieren ponerla a su servicio. La UP tiene que democratizar sus relaciones con los estudiantes, a los cuales una pedagogía atrasada y rancia todavía ve como ignorantes vacíos donde los maestros mantienen el conocimiento lleno. La verdad es que se aprende-con y se enseña con. Nada es unilateral, todo es recíproco.

Desmercantilizar. Las UP deben comenzar a evaluar a sus profesores de acuerdo con otros criterios de productividad que no excluyan la responsabilidad social de la universidad, especialmente en el campo de la extensión universitaria. No pueden privilegiar las ciencias y la investigación que generan patentes, sino más bien, la ciencia que contribuye al bien común de toda la población y crea ciudadanía. En este dominio, las humanidades, las artes y las ciencias sociales volverán a tener el protagonismo que alguna vez tuvieron. Los estudiantes nacionales y los que provienen de las antiguas colonias no deben pagar las tasas de matrícula. No pueden codiciar a los estudiantes extranjeros en la lógica de cacería de matrículas lucrativas. Esta es una estrategia central para la democratización discutida anteriormente y para la descolonización analizada a continuación.


Descolonizar. Las UP europeas y de inspiración eurocéntrica nacieron o prosperaron con el colonialismo y hoy continúan enseñando y legitimando la historia de los vencedores de la expansión europea. Son cómplices del epistemicidio que acompañó al genocidio colonial. Las estatuas (y mañana los edificios, museos, archivos y colecciones coloniales) son los objetivos
equivocados de mucha revuelta justa. Lo importante es que el poder que representan sea deslegitimado y contextualizado en el aprendizaje universitario. Por eso los planes de estudio tienen que ser descolonizados. No se trata de destruir conocimiento, sino de aumentar conocimiento para que se haga evidente que el conocimiento dominante a menudo es una ignorancia especializada e intencional. Las UP necesitan urgentemente iniciar políticas de acción afirmativa para una mayor justicia cognitiva y etnorracial, tanto entre los estudiantes como entre los maestros.


Despatriarcalizar. En muchas universidades, las mujeres son la mayoría, pero los lugares de gobierno administrativo y científico siguen dominados por los hombres. Los planes de estudio siguen siendo misóginos y llenos de prejuicios sexistas. ¿Dónde están las científicas, las artistas, las escritoras, las luchadoras, las heroínas? Las relaciones entre el personal docente, técnico y estudiantil tampoco están libres de los mismos prejuicios. Estas y muchas otras iniciativas que surgirán de los procesos de democracia universitaria constituyen una pesada agenda de trabajo, pero la alternativa es escalofriante: sin ellas la universidad no tendrá
futuro.

                                                                                                                                                                                     Jul 10 2020

 

Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez————————

*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial.

 

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“ALBERTO O CRISTINA”, LA TRAMA DE UNA VIEJA Y CONOCIDA HISTORIA por Loris Zanatta*

Con-Texto | 25 julio, 2020

Alberto o Cristina, Cristina o Alberto, hace meses que no se habla de otro tema. ¿Será normal? La dialéctica política argentina no pasa, como en cualquier democracia, por el gobierno y la oposición, la mayoría y la minoría.

No: está absorbida por el tira y afloje entre dos “almas” diferentes del mismo movimiento, siempre suspendido entre el amor y la guerra, el reto y el juego de las partes. A los demás no nos queda más que tratar de descifrar la trama opaca del milagro peronista que se repite una vez más: la parte se ha convertido en todo. ¿Será saludable?

Mirada desde la perspectiva de la historia, no es ninguna novedad. Al contrario, es el guión habitual del peronismo en el poder. Es el partido que se hace Estado, la ideología que se hace nación, el movimiento que se hace “pueblo”.

Y es el gobierno que invocando al Estado, a la nación y al “pueblo” avanza paso a paso hacia la conquista de los espacios públicos, hacia la colonización de las instituciones neutrales: ora nombrando un juez, ora amenazando a un periodista, ora apretando una empresa, gota a gota, cavando la roca institucional, modelándola a su gusto. Así ha sido siempre desde la épica “democracia” nacional y popular fundada por Juan Domingo Perón. “En Argentina pasa de todo”, me dicen los amigos desconsolados. De todo, pero siempre lo mismo.

Así es como el peronismo interpreta todos los roles de la película, à la carte: es gobierno y oposición, buen policía y mal policía, abanderado de los derechos humanos y amigo de Maduro, capitalista y anticapitalista, liberal y antiliberal, popular e intelectual.

Y dado que la historia es siempre la misma, o parecida, cambian los protagonistas pero no los roles. Alberto Fernández es la expresión típica, incluso más de lo que pensaba, del peronismo de Perón.

La idea, tan querida por el general, es que el peronismo es la ideología de la patria, que todos los argentinos son básicamente peronistas. No queda entonces sino cooptarlos y convencerlos, digerirlos y metabolizarlos, halagarlos y reclutarlos. Unidos en el peronismo, formarán una gran familia dirigida por el Estado en nombre de la nación para la salvación del “pueblo”: la comunidad organizada 2.0 es la digna heredera de su antepasada.

Como buena familia latina, es paternalista y clientelar, basada en los afectos por sobre los derechos, en la complicidad por sobre la ley. Sindicalistas y sacerdotes, empresarios y administradores, profesores y punteros de barrio, todos a bordo, cada uno en su lugar, cada uno a su precio. De ahí el cinismo etéreo del Presidente, la relatividad de los valores, el desierto de las convicciones, la moralidad de la conveniencia, el desvergonzado arte de hacer y deshacer, decir y desdecirse, estar de acuerdo pero también en desacuerdo, especialmente consigo mismo, con su pasado y, quien sabe, con su futuro.

Sentada en la otra orilla, Cristina Kirchner es el epítome del peronismo de Eva, el arquetipo del cruzado en perpetua guerra contra el infiel: conmigo o contra mí, amigos o enemigos, pueblo y antipueblo, nación y antinación. Lo de siempre. ¡Ni hablar de cooptar! Destruir, aniquilar, purgar: patria o muerte. Fundamentalista y vengativa, Cristina hoy como Eva una vez, no escatimará armas para obtener la cabellera del enemigo. Su comunidad organizada no es un revoltijo de clientes interesados o sujetos oportunistas, sino una comunidad de creyentes enfurecidos, decididos a purificar al “pueblo” del pecado liberal y capitalista, la herejía eterna.

Pero si estos son los roles consabidos y tales los protagonistas, no es sorprendente que la representación sea también un déjà-vu. Como siempre, de hecho, el peronismo de Perón y el de Eva se disputan el depósito de la fe, la titularidad de la ortodoxia, la fuente sagrada del mito fundador. ¿Quién encarna el verdadero peronismo? ¿Quién es el heredero legítimo del Redentor y el guardián de las Escrituras? Así es como funcionan las religiones políticas, como razonan los partidos-Iglesias, como se manifiestan las expectativas de sus fieles. Esperamos al menos que no terminen matándose, que esta etapa del peronismo no produzca su Juan Duarte o su José Ignacio Rucci.

Sé que muchos torcerán la nariz: pero ¿qué fe y qué fe? La ideología peronista es un caparazón vacío, un ritual gastado útil solo para perpetuar el poder. ¿Qué fe habrá detrás de las bolsas rebosantes dólares y de los zares de las tragamonedas? ¿Qué “pueblo” invocarán los presidentes que acaparan hoteles, los dirigentes encerrados en la Recoleta, los revolucionarios hospitalizados en el Otamendi? Correcto.

Pero, ¡ay de subestimar la mística del poder basado en la fe! Es invocando la fe que la intolerancia tiene en jaque la moderación, que el fanatismo nubla la sensatez. La mediación, el acuerdo, el reformismo, el pluralismo, todo lo que representa la sal de la democracia, son desde el punto de vista de la fe traiciones para ser castigadas, herejías para ser erradicadas, desviaciones para ser excomulgadas. Si no lo creen, léanse el florido intercambio de cortesías entre Julio De Vido y Juan Grabois. No por su sórdida vulgaridad: cada uno muestra lo que tiene. Sino para la grotesca carrera a quién es el más fiel de los fieles, el más enemigo de los enemigos, para el tribalismo primitivo que expresa.

Este es el trasfondo en el que el peronismo vuelve a evocar el fantasma del “odio”, omnipresente en los conflictos fratricidas de los años 70, en los labios de Perón y Eva veinte años antes. Nosotros somos el amor, es el sentido, los demás el odio: el habitual esquema maniqueo. Las lágrimas del niño Jesús, dijeron alguna vez los grupos armados peronistas, serán las balas que matarán a “los explotadores”; o sea que el máximo del amor producirá el odio más radical, que para convertir el odio en amor, correrá toda la sangre que se necesite. ¿Allá vamos otra vez? Mejor no remover el avispero: la historia no es cuestión de amor y odio, ni la política de posesión y exterminio.

*Historiador, profesor de la Universidad de Bolonia

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«ANTE UN FUTURO INCIERTO, CONVIENE HABLAR DE ELLO» por Rutger Bregman*.

Con-Texto | 17 julio, 2020

(The Correspondent, PaÍses Bajos)

Hay quienes dicen que esta pandemia no debe ser politizada. Que hacerlo equivale a disfrutar de la justicia propia. Al igual que los intransigentes religiosos que gritan es la ira de Dios, o el alarmismo populista sobre el «virus chino», o el observador de tendencias que predice que finalmente estamos entrando en una nueva era de amor, atención plena y dinero gratis para todos. También hay quienes dicen que ahora es precisamente el momento de hablar. Que las decisiones que se tomen en este momento tendrán ramificaciones en el futuro. O, como lo expresó el jefe de gabinete de Obama después de la caída de Lehman Brothers en 2008: «Nunca se quiere desperdiciar una crisis grave». En las primeras semanas, tendía a ponerme del lado de los detractores. He escrito antes sobre las crisis de oportunidades presentes, pero ahora parecía sin tacto, incluso ofensivo. Luego pasaron más días. Poco a poco, comenzó a amanecer que esta crisis podría durar meses, un año, incluso más. Y que las medidas anticrisis impuestas temporalmente un día podrían convertirse en permanentes al día siguiente. Nadie sabe lo que nos espera esta vez. Pero es precisamente porque no sabemos, porque el futuro es tan incierto, que necesitamos hablar de ello. La marea está cambiando El 4 de abril de 2020, el Financial Times, con sede en Gran Bretaña, publicó un editorial que probablemente será citado por historiadores en los próximos años. El Financial Times es el principal diario de negocios del mundo y, seamos honestos, no es exactamente una publicación progresista. Lo leen los actores más ricos y poderosos de la política y las finanzas mundiales. Todos los meses, publica un suplemento de revista titulado descaradamente «Cómo gastarlo» sobre yates, mansiones, relojes y automóviles. Pero en este memorable sábado por la mañana de abril, ese periódico publicó esto: “Las reformas radicales, que invierten la dirección política prevaleciente de las últimas cuatro décadas, tendrán que ponerse sobre la mesa. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Deben ver los servicios públicos como inversiones en lugar de pasivos y buscar formas de hacer que los mercados laborales sean menos inseguros. La redistribución volverá a estar en la agenda. Los privilegios de los ancianos y ricos en cuestión. Las políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como los impuestos básicos sobre la renta y el patrimonio, tendrán que estar en la mezcla”. ¿Qué está pasando aquí? ¿Cómo podría la tribuna del capitalismo abogar repentinamente por una mayor redistribución, un gobierno más grande e incluso un ingreso básico? Durante décadas, esta institución se mantuvo firmemente detrás del modelo capitalista de gobierno pequeño, impuestos bajos, seguridad social limitada, o como mucho con los bordes más agudos redondeados. «A lo largo de los años que he trabajado allí», respondió un periodista que ha escrito para el periódico desde 1986, «el Financial Times ha abogado por el capitalismo de libre mercado con rostro humano. Esto del consejo editorial nos envía en una dirección nueva y audaz”. Las ideas en ese editorial no solo aparecieron de la nada: han recorrido una gran distancia, desde los márgenes hasta la corriente principal. Desde ciudades de tiendas anarquistas hasta programas de entrevistas en horario estelar desde blogs oscuros hasta el Financial Times. Y ahora, en medio de la mayor crisis desde la segunda guerra mundial, esas ideas podrían cambiar el mundo. Para entender cómo llegamos aquí, debemos dar un paso atrás en la historia. Por difícil que sea imaginar ahora, hubo un tiempo, hace unos 70 años, en que los defensores del capitalismo de libre mercado eran los radicales. En 1947, se estableció un pequeño grupo de expertos en el pueblo suizo de Mont Pèlerin. La Sociedad Mont Pèlerin estaba compuesta por autoproclamados «neoliberales», hombres como el filósofo Friedrich Hayek y el economista Milton Friedman. En aquellos días, justo después de la guerra, la mayoría de los políticos y economistas adoptaron las ideas de John Maynard Keynes, economista británico y defensor de un estado fuerte, impuestos altos y una red de seguridad social sólida. Los neoliberales, por el contrario, temían que los estados en crecimiento introdujeran un nuevo tipo de tiranía. Entonces se rebelaron. Los miembros de la Sociedad Mont Pèlerin sabían que tenían un largo camino por recorrer. El tiempo que tardan en prevalecer las nuevas ideas «suele ser una generación o incluso más», señaló Hayek, «y esa es una de las razones por las que… nuestro pensamiento actual parece demasiado impotente para influir en los eventos». Friedman tenía la misma opinión: «La gente que ahora dirige el país refleja la atmósfera intelectual de hace unas dos décadas cuando estaban en la universidad». La mayoría de las personas, creía, desarrollan sus ideas básicas en la adolescencia. Lo que explicaba por qué «las viejas teorías aún dominan lo que sucede en el mundo político». Friedman fue un evangelista de los principios del libre mercado. Creía en la primacía del interés propio. Cualquiera sea el problema, su solución fue simple: nada de gobierno; larga vida a los negocios. O más bien, el gobierno debería convertir cada sector en un mercado, desde la atención médica hasta la educación. Por la fuerza, si es necesario. Incluso en un desastre natural, las empresas competidoras deberían ser las encargadas de organizar la ayuda. Friedman sabía que era un radical. Sabía que estaba lejos de la corriente principal. Pero eso solo lo energizó. En 1969, la revista Time caracterizó al economista estadounidense como «un diseñador de París cuya alta costura es comprada por unos pocos, pero que, sin embargo, influye en casi todas las modas populares». Las crisis jugaron un papel central en el pensamiento de Friedman. En el prefacio de su libro Capitalism and Freedom (1982), escribió las famosas palabras: “Solo una crisis, real o percibida, produce un cambio real. Cuando se produce esa crisis, las acciones que se toman dependen de las ideas que están por ahí». Y eso es exactamente lo que pasó. Durante las crisis de la década de 1970 (contracción económica, inflación y el embargo petrolero de la OPEP), los neoliberales estaban listos y esperando. «Juntos, ayudaron a precipitar una transformación de la política global», resume el historiador Angus Burgin. Líderes conservadores como el presidente estadounidense Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher adoptaron las ideas radicales de Hayek y Friedman, y con el tiempo también lo hicieron sus adversarios políticos, como Bill Clinton y Tony Blair. Una por una, las empresas estatales de todo el mundo fueron privatizadas. Se redujeron los sindicatos y los beneficios sociales. Reagan afirmó que las nueve palabras más terroríficas en inglés fueron «Soy del gobierno y estoy aquí para ayudar». Y después de la caída del comunismo en 1989, incluso los socialdemócratas parecían perder la fe en el gobierno. En su discurso sobre el Estado de la Unión en 1996, Clinton, presidente de la época, declaró que «la era del gran gobierno ha terminado». El neoliberalismo se había extendido de grupos de expertos a periodistas y de periodistas a políticos, infectando a las personas como un virus. En una cena en 2002, se le preguntó a Thatcher qué veía como su gran logro. Su respuesta? “Tony Blair y New Labor. Forzamos a nuestros oponentes a cambiar de opinión «. Y luego vino 2008. El 15 de septiembre, el banco estadounidense Lehman Brothers desencadenó la peor crisis financiera desde la Gran Depresión. Cuando se necesitaron rescates masivos del gobierno para salvar el llamado mercado «libre», parecía indicar el colapso del neoliberalismo. Y, sin embargo, 2008 no marcó un punto de inflexión histórico. Un país tras otro rechazó a sus políticos de izquierda. Se hicieron profundos recortes a la educación, la atención médica y la seguridad social, incluso a medida que crecieron las brechas en la igualdad y las bonificaciones en Wall Street se dispararon a niveles récord. En el Financial Times, se lanzó una edición en línea de la revista de estilo de vida de lujo How to Spend It un año después del accidente. Donde los neoliberales habían pasado años preparándose para las crisis de la década de 1970, sus retadores ahora estaban con las manos vacías. En su mayoría, simplemente sabían a qué se enfrentaban. Contra los recortes. Contra el establecimiento. Pero ¿un programa? No estaba suficientemente claro. Ahora, 12 años después, la crisis ataca nuevamente. Uno que es más devastador, más impactante y más mortal. Según el banco central británico, el Reino Unido está en vísperas de la mayor recesión desde el invierno de 1709. En solo tres semanas, casi 17 millones de personas en los Estados Unidos solicitaron pagos por impacto económico. En la crisis financiera de 2008, el país tardó dos años enteros en alcanzar incluso la mitad de ese número. A diferencia del colapso de 2008, la crisis del coronavirus tiene una causa clara. Donde la mayoría de nosotros no teníamos idea de qué eran las «obligaciones de deuda garantizadas» o los «swaps de incumplimiento crediticio», todos sabemos lo que es un virus. Y mientras que después de 2008 los banqueros imprudentes tendieron a echar la culpa a los deudores, ese truco no funcionará hoy. ¿Pero cuál es la distinción más importante entre 2008 y ahora? La base intelectual. Las ideas que están por ahí. Si Friedman tenía razón y una crisis hace inevitable lo impensable, entonces esta vez la historia puede tomar un giro muy diferente. Tres peligrosos economistas franceses «Tres economistas de extrema izquierda están influyendo en la forma en que los jóvenes ven la economía y el capitalismo», encabezó un sitio web de extrema derecha en octubre de 2019. Fue uno de esos blogs de bajo presupuesto que se destaca en la difusión de noticias falsas, pero este título sobre el impacto de un trío francés de economistas dio en el clavo. Recuerdo la primera vez que me encontré con el nombre de uno de esos tres: Thomas Piketty. Era el otoño de 2013 y estaba hojeando el blog del economista Branko Milanović como lo hacía a menudo porque sus críticas mordaces a los colegas eran muy entretenidas. Pero en esta publicación en particular, Milanović tomó abruptamente un tono muy diferente. Acababa de terminar un tomo de 970 páginas en francés y estaba cantando alabanzas. Era, leí, «un hito en el pensamiento económico». Milanović había sido durante mucho tiempo uno de los pocos economistas que se interesó en absoluto en investigar la desigualdad. La mayoría de sus colegas no lo tocarían. En 2003, el Premio Nobel Robert Lucas incluso había afirmado que la investigación sobre cuestiones de distribución era «la más venenosa» para la «buena economía». Mientras tanto, Piketty ya había comenzado su innovador trabajo. En 2001, publicó un libro oscuro con el primer gráfico para trazar la participación en los ingresos del 1% superior. Junto con el economista Emmanuel Saez, número dos del trío francés, demostró que la desigualdad en los Estados Unidos es tan alta ahora como en los años veinte. Fue este trabajo académico el que inspiró el grito de guerra de Occupy Wall Street: «Somos el 99%». En 2014, Piketty tomó el mundo por asalto. El profesor se convirtió en un «economista estrella de rock», para frustración de muchos (con el Financial Times montando un ataque frontal). Recorrió el mundo para compartir su receta con periodistas y políticos. ¿El ingrediente principal? Impuestos. Eso nos lleva a la especialidad del número tres del trío francés, el joven economista Gabriel Zucman. El mismo día que cayó Lehman Brothers en 2008, este estudiante de economía de 21 años comenzó una pasantía en una firma de corretaje francesa. En los meses que siguieron, Zucman tuvo un asiento de primera fila ante el colapso del sistema financiero global. Incluso entonces, le sorprendieron las sumas astronómicas que fluían a través de pequeños países como Luxemburgo y Bermudas, los paraísos fiscales donde los súper ricos del mundo esconden su riqueza. En un par de años, Zucman se convirtió en uno de los principales expertos en impuestos del mundo. En su libro The Hidden Wealth of Nations (2015), descubrió que $ 7,6 billones de la riqueza mundial está escondida en paraísos fiscales. Y en un libro en coautoría con Emmanuel Saez, Zucman calculó que los 400 estadounidenses estadounidenses más ricos pagan una tasa impositiva más baja que cualquier otro grupo de ingresos, desde fontaneros hasta limpiadores, enfermeras y jubilados. El joven economista no necesita muchas palabras para expresar su punto. Su mentor Piketty lanzó otro tope en 2020 (llegando a 1.088 páginas), pero el libro de Zucman y Saez se puede leer en un día. Subtitulado de forma concisa «Cómo los ricos evaden impuestos y cómo hacerles pagar», se lee como una lista de tareas pendientes para el próximo presidente de Estados Unidos. ¿El paso más importante? Aprobar un impuesto anual sobre el patrimonio progresivo para todos los multimillonarios. Resulta que los altos impuestos no tienen por qué ser malos para la economía. Por el contrario, los altos impuestos pueden hacer que el capitalismo funcione mejor. (En 1952, la categoría de impuestos sobre la renta más alta en los Estados Unidos era del 92%, y la economía creció más rápido que nunca). Hace cinco años, este tipo de ideas todavía se consideraban demasiado radicales para tocar. Los asesores financieros del ex presidente Obama le aseguraron que un impuesto a la riqueza nunca funcionaría, y que los ricos (con sus ejércitos de contadores y abogados) siempre encontrarían formas de ocultar su dinero. Incluso el equipo de Bernie Sanders rechazó las ofertas del trío francés para ayudar a diseñar un impuesto sobre el patrimonio para su candidatura presidencial de 2016. Pero 2016 es una eternidad ideológica lejos de donde estamos ahora. En 2020, el rival «moderado» de Sanders, Joe Biden, propone aumentos de impuestos el doble de lo que Hillary Clinton planeó hace cuatro años. En estos días, la mayoría de los votantes estadounidenses (incluidos los republicanos) están a favor de impuestos significativamente más altos para los súper ricos. Mientras tanto, al otro lado del charco, incluso el Financial Times concluyó que un impuesto al patrimonio podría no ser una mala idea. Más allá del socialismo champán «El problema con el socialismo», bromeó Thatcher una vez, «es que finalmente te quedas sin el dinero de otras personas». Thatcher tocó un punto dolorido. A los políticos de la izquierda les gusta hablar de impuestos y desigualdad, pero ¿de dónde se supone que proviene todo el dinero? La suposición actual, en ambos lados del pasillo político, es que la mayoría de la riqueza es «ganada» en la parte superior por empresarios visionarios, por hombres como Jeff Bezos y Elon Musk. Esto lo convierte en una cuestión de conciencia moral: ¿no deberían estos titanes de la Tierra compartir parte de su riqueza? Si también lo ve así, me gustaría presentarle a Mariana Mazzucato, una de las economistas más progresistas de nuestros tiempos. Mazzucato pertenece a una generación de economistas, predominantemente mujeres, que creen que simplemente hablar de impuestos no es suficiente. «La razón por la cual los progresistas a menudo pierden el argumento», explica Mazzucato, «es que se centran demasiado en la redistribución de la riqueza y no lo suficiente en la creación de riqueza». En las últimas semanas, se han publicado listas en todo el mundo de lo que hemos comenzado a llamar «trabajadores esenciales». Y sorpresa: los trabajos como «administrador de fondos de cobertura» y «consultor fiscal multinacional» no aparecen en ninguna parte de esas listas. De repente, ha quedado claro quién está haciendo el trabajo verdaderamente importante en el cuidado y la educación, en el transporte público y en las tiendas de comestibles. En 2018, dos economistas holandeses hicieron un estudio que los llevó a concluir que una cuarta parte de la población activa sospecha que su trabajo no tiene sentido. Aún más interesante es que hay cuatro veces más «trabajos socialmente inútiles» en el mundo de los negocios que en la esfera pública. El mayor número de estas personas con «trabajos de mierda» autoproclamados están empleados en sectores como finanzas y marketing. Esto nos lleva a la pregunta: ¿dónde se crea realmente la riqueza? Medios como el Financial Times a menudo han afirmado, como sus creadores neoliberales, Friedman y Hayek, que la riqueza la hacen los empresarios, no los estados. Los gobiernos son, en la mayoría de los facilitadores. Su función es proporcionar una buena infraestructura y atractivas exenciones de impuestos, y luego salir del camino. Pero en 2011, después de escuchar al enésimo político burlonamente llamar a los trabajadores del gobierno «enemigos de la empresa», algo hizo clic en la cabeza de Mazzucato. Ella decidió investigar un poco. Dos años más tarde, ella había escrito un libro que envió ondas de choque a través del mundo de la formulación de políticas. Título: El estado emprendedor. En su libro, Mazzucato demuestra que no solo la educación y la atención médica y la recolección de basura y la entrega de correo comienzan con el gobierno, sino también innovaciones reales y financiables. Toma el iPhone. Investigadores en la paga del gobierno desarrollaron cada una de las tecnologías que hacen del iPhone un teléfono inteligente (Internet, GPS, pantalla táctil, batería, disco duro, reconocimiento de voz) en lugar de un teléfono estúpido. Y lo que se aplica a Apple se aplica igualmente a otros gigantes tecnológicos. ¿Google? Recibió una gruesa subvención del gobierno para desarrollar un motor de búsqueda. Tesla Estaba luchando por los inversores hasta que el Departamento de Energía de EE. UU. entregó 465 millones de dólares. (Elon Musk ha sido un consumidor de subvenciones desde el principio, con tres de sus compañías, Tesla, SpaceX y SolarCity, que han recibido un total combinado de casi U$D 5 mil millones en dinero de los contribuyentes). «Cuanto más miraba», dijo Mazzucato a la revista tecnológica Wired el año pasado, «más me di cuenta: la inversión estatal está en todas partes». Es cierto que a veces el gobierno invierte en proyectos que no dan resultado. ¿Impactante? No: de eso se trata la inversión. La empresa siempre se trata de tomar riesgos. Y el problema con la mayoría de los capitalistas privados de “riesgo”, señala Mazzucato, es que no están dispuestos a aventurarse tanto. Después del brote de Sars en 2003, los inversores privados rápidamente desconectaron la investigación sobre coronavirus. Simplemente no fue lo suficientemente rentable. Mientras tanto, continuó la investigación financiada con fondos públicos, por la cual el gobierno de los EE. UU. pagó $ 700 millones. (Si llega una vacuna, tiene que agradecerle al gobierno por eso). Pero quizás el mejor ejemplo para el caso de Mazzucato es la industria farmacéutica. Casi todos los avances médicos comienzan en laboratorios financiados con fondos públicos. Los gigantes farmacéuticos como Roche y Pfizer compran principalmente patentes y comercializan medicamentos viejos bajo nuevas marcas, y luego usan las ganancias para pagar dividendos y recomprar acciones (ideal para aumentar los precios de las acciones). Todo lo cual ha permitido que los pagos anuales a los accionistas de las 27 compañías farmacéuticas más grandes se multipliquen por cuatro desde 2000. Si le preguntas a Mazzucato, eso tiene que cambiar. Cuando el gobierno subsidia una innovación importante, dice que la industria es bienvenida. Además, ¡esa es toda la idea! Pero entonces el gobierno debería recuperar su desembolso inicial, con interés. Es enloquecedor que en este momento, las corporaciones que reciben las mayores donaciones también sean las mayores evasoras de impuestos. Corporaciones como Apple, Google y Pfizer, que tienen decenas de miles de millones escondidas en paraísos fiscales en todo el mundo. No hay duda de que estas compañías deberían pagar su parte justa en impuestos. Pero es aún más importante, según Mazzucato, que el gobierno finalmente reclame el crédito por sus propios logros. Uno de sus ejemplos favoritos es la carrera espacial de la década de 1960. En un discurso de 1962, el ex presidente Kennedy declaró: «Elegimos ir a la luna en esta década y hacer las otras cosas, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles». En la actualidad, también enfrentamos enormes desafíos que exigen los poderes de innovación sin precedentes de un estado emprendedor. Para empezar, uno de los problemas más acuciantes para enfrentar a la especie humana: el cambio climático. Ahora más que nunca, necesitamos la mentalidad glorificada en el discurso de Kennedy para lograr la transformación necesaria por el cambio climático. No es casualidad que Mazzucato, junto con la economista británico-venezolana Carlota Pérez, se convirtiera en la madre intelectual del Green New Deal, el plan más ambicioso del mundo para abordar el cambio climático. Otra de las amigas de Mazzucato, la economista estadounidense Stephanie Kelton, agrega que los gobiernos pueden imprimir dinero extra si es necesario para financiar sus ambiciones, y no preocuparse por las deudas y déficits nacionales. (Los economistas como Mazzucato y Kelton no tienen mucha paciencia con los políticos, economistas y periodistas de la vieja escuela que comparan a los gobiernos con los hogares. Después de todo, los hogares no pueden recaudar impuestos ni emitir créditos en su propia moneda). De lo que estamos hablando aquí es nada menos que una revolución en el pensamiento económico. Donde la crisis de 2008 fue seguida por una austeridad severa, ahora estamos viviendo en una época en la que alguien como Kelton (autor de un libro titulado The Deficit Myth) es aclamado por el Financial Times como un Milton Friedman moderno. Y cuando ese mismo documento escribió a principios de abril que el gobierno «debe ver los servicios públicos como inversiones en lugar de pasivos», se hizo eco precisamente de lo que Kelton y Mazzucato han sostenido durante años. Pero quizás lo más interesante de estas mujeres es que no están satisfechas con la mera conversación. Quieren resultados. Kelton, por ejemplo, es un asesor político influyente, Pérez se ha desempeñado como asesor de innumerables empresas e instituciones, y Mazzucato también es una nativa digital que conoce bien las instituciones del mundo. No solo es una invitada habitual en el Foro Económico Mundial en Davos (donde los ricos y poderosos del mundo se reúnen todos los años); la economista italiana también ha asesorado a la senadora Elizabeth Warren y la congresista Alexandria Ocasio-Cortez en los EE. UU. y a la primera ministro escocesa Nicola Sturgeon. Y cuando el Parlamento Europeo votó para aprobar un ambicioso programa de innovación el año pasado, Mazzucato también lo redactó. «Quería que el trabajo tuviera un impacto», comentó la economista secamente en ese momento. «De lo contrario, es socialismo con champán: entras, hablas de vez en cuando y no pasa nada». ¿Cómo cambias el mundo? Haga esta pregunta a un grupo de progresistas y no pasará mucho tiempo antes de que alguien diga el nombre de Joseph Overton. Overton se suscribió a las opiniones de Milton Friedman. Trabajó para un grupo de expertos neoliberales y pasó años haciendo campaña por impuestos más bajos y un gobierno más pequeño. Y estaba interesado en la cuestión de cómo las cosas que son impensables se vuelven, con el tiempo, inevitables. Imagina una ventana, dijo Overton. Las ideas que caen dentro de esta ventana son lo que se considera «aceptable» o incluso «popular» en un momento dado. Si eres un político que quiere ser reelegido, será mejor que te quedes dentro de esta ventana. Pero si quieres cambiar el mundo, debes cambiar la ventana. ¿Cómo? Al empujar los bordes. Al ser irracional, insufrible y poco realista. En los últimos años, la Ventana Overton ha cambiado sin lugar a dudas. Lo que una vez fue marginal ahora es corriente principal. El oscuro gráfico de un economista francés se convirtió en el eslogan de Occupy Wall Street («Somos el 99%»); Ocupar Wall Street allanó el camino para un candidato presidencial revolucionario, y Bernie Sanders empujó a otros políticos como Biden en su dirección. En estos días, más jóvenes estadounidenses tienen una visión favorable del socialismo que del capitalismo, algo que habría sido impensable hace 30 años. (A principios de la década de 1980, los votantes jóvenes eran la mayor base de apoyo neoliberal de Reagan). ¿Pero Sanders no perdió las primarias? ¿Y el socialista Jeremy Corbyn no sufrió una dramática derrota electoral el año pasado en el Reino Unido? Ciertamente. Pero los resultados electorales no son el único signo de los tiempos. Corbyn puede haber perdido las elecciones de 2017 y 2019, pero la política conservadora terminó mucho más cerca de los planes financieros del Partido Laborista que de su propio manifiesto. Del mismo modo, aunque Sanders siguió un plan climático más radical que Biden en 2020, el plan climático de Biden es más radical que el que Sanders tenía en 2016. Thatcher no estaba siendo graciosa cuando llamó a «New Labor and Tony Blair» a su mayor logro. Cuando su partido fue derrotado en 1997, fue por un oponente con sus ideas. Cambiar el mundo es una tarea ingrata. No hay momento de triunfo cuando tus adversarios reconocen humildemente que tenías razón. En política, lo mejor que puedes esperar es el plagio. Friedman ya había comprendido esto en 1970, cuando describió a un periodista cómo sus ideas conquistarían el mundo. Se desarrollaría en cuatro actos: “Acto I: se evitan las opiniones de tontos como yo. Acto II: Los defensores de la fe ortodoxa se sienten incómodos porque las ideas parecen tener un elemento de verdad. Acto III: La gente dice: «Todos sabemos que esta es una visión poco práctica y teóricamente extrema, pero, por supuesto, tenemos que buscar formas más moderadas de avanzar en esta dirección». Acto IV: Los opositores convierten mis ideas en caricaturas insostenibles para que puedan moverse y ocupar el terreno donde yo estaba antes «. Aún así, si las grandes ideas comienzan con “tontos”, eso no significa que cada “tonto” tenga grandes ideas. Y aunque las nociones radicales se vuelvan populares ocasionalmente, ganar una elección por una vez también sería bueno. Con demasiada frecuencia, la Ventana Overton se usa como una excusa para las fallas de la izquierda. Como en: «Al menos ganamos la guerra de las ideas». Muchos autoproclamados «radicales» tienen solo planes a medio formar para ganar poder, si es que tienen algún plan. Pero critica esto y te tildan de traidor. De hecho, la izquierda tiene una historia de culpar a otros, a la prensa, al establishment, a los escépticos dentro de sus propias filas, pero rara vez asume la responsabilidad. Lo difícil que es cambiar el mundo me lo recordó una vez más el libro Mujeres difíciles, que leí recientemente durante la cuarentena. Escrito por la periodista británica Helen Lewis, es una historia del feminismo en Gran Bretaña, pero debe requerirse que lo lea cualquiera que aspire a crear un mundo mejor. Por «difícil», Lewis quiere decir tres cosas: Es difícil cambiar el mundo. Tienes que hacer sacrificios. Muchos revolucionarios son difíciles. El progreso tiende a comenzar con personas que son obstinadas y desagradables y deliberadamente mecen el bote. Hacer el bien no significa que seas perfecto. Los héroes de la historia rara vez estaban tan limpios como luego se suponía que eran. La crítica de Lewis es que muchos activistas parecen ignorar esta complejidad, y eso los hace notablemente menos efectivos. Mire Twitter, que está plagado de personas que parecen más interesadas en juzgar a otros tweeters. El héroe de ayer es derrocado mañana en el primer comentario incómodo o mancha de controversia. Lewis muestra que hay muchos roles diferentes que entran en juego en cualquier movimiento, que a menudo requieren alianzas y compromisos incómodos. Al igual que el movimiento de sufragio británico, que reunió a toda una serie de «Mujeres difíciles, desde esposas de peces hasta aristócratas, muchachas de molino y princesas indias». Esa compleja alianza sobrevivió el tiempo suficiente para lograr la victoria de 1918, otorgando a las mujeres propietarias mayores de 30 años el derecho al voto. (Es cierto, inicialmente solo las mujeres privilegiadas obtuvieron el voto. Resultó ser un compromiso razonable, porque ese primer paso condujo a la inevitabilidad del siguiente: sufragio universal para las mujeres en 1928). Y no, incluso su éxito no podría hacer que todas esas feministas se hicieran amigas. Mucho menos. Según Lewis, «incluso las sufragistas encontraron el recuerdo de su gran triunfo agriado por los enfrentamientos de personalidad». El progreso, resulta, es complicado. La forma en que concebimos el activismo tiende a olvidar el hecho de que necesitamos todos esos roles diferentes. Nuestra inclinación, en los programas de entrevistas y en las mesas de la cena, es elegir nuestro tipo de activismo favorito: le damos un gran aprobado a Greta Thunberg, pero echamos humo por los bloqueos de carreteras organizados por Extinction Rebellion. O admiramos a los manifestantes de Occupy Wall Street pero despreciamos a los cabilderos que se dirigieron a Davos. Así no es como funciona el cambio. Todas estas personas tienen roles que desempeñar. Tanto el profesor como el anarquista. El networker y el agitador. El provocador y el pacificador. Las personas que escriben en la jerga académica y quienes la traducen para un público más amplio. Las personas que cabildean detrás de escena y los que son arrastrados por la policía antidisturbios. Una cosa es cierta. Llega un punto en que presionar los bordes de la ventana Overton ya no es suficiente. Llega un momento en que es hora de marchar a través de las instituciones y llevar las ideas que alguna vez fueron tan radicales a los centros de poder. Creo que ese es el momento. La ideología que dominó estos últimos 40 años está muriendo. ¿Qué la reemplazará? Nadie lo sabe a ciencia cierta. No es difícil imaginar que esta crisis nos pueda llevar por un camino aún más oscuro. Que los gobernantes lo usarán para tomar más poder, restringir la libertad de sus poblaciones y avivar las llamas del racismo y el odio. Pero las cosas pueden ser diferentes. Gracias al arduo trabajo de innumerables activistas y académicos, networkers y agitadores, también podemos imaginar otra forma. Esta pandemia podría enviarnos por un camino de nuevos valores. Si hubo un dogma que definió el neoliberalismo, es que la mayoría de las personas son egoístas. Y es desde esa visión cínica de la naturaleza humana que siguió todo lo demás: la privatización, la creciente desigualdad y la erosión de la esfera pública. Ahora se ha abierto un espacio para una visión diferente y más realista de la naturaleza humana: que la humanidad ha evolucionado para cooperar. Es por esa convicción que todo lo demás puede seguir: un gobierno basado en la confianza, un sistema tributario basado en la solidaridad y las inversiones sostenibles necesarias para asegurar nuestro futuro. Y todo esto justo a tiempo para estar preparados para la prueba más grande de este siglo, nuestra pandemia en cámara lenta: el cambio climático. Lea el artículo de Rob Wijnberg «Por qué el cambio climático es una pandemia en cámara lenta (y qué nos puede enseñar eso)». Nadie sabe a dónde nos llevará esta crisis. Pero en comparación con la última vez, al menos estamos más preparados.

*Pensador e historiador holandés. Ha publicado cuatro libros sobre historia, filosofía y economía, incluida “Utopía para realistas: cómo podemos construir el mundo ideal”, que ha sido traducido a sido publicado en Washington post, The Guardian y la BBC


 

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 LA POBREZA ARGENTINA EN PERSPECTIVA HISTÓRICA por Jorge Ossona*

Con-Texto | 17 julio, 2020

La pobreza estructural es un fenómeno endémico que afecta a nuestros grandes conurbanos desde hace aproximadamente medio siglo. En su dimensión estrictamente histórica, registra en el país un punto de partida  situado entre mediados y fines de los 70. Esa inscripción temporal ha habilitado explicaciones simplistas que la atribuyen a la perversión congénita de determinados gobiernos y de sus políticas económicas. Sin embargo, hay otros factores más relevantes tales como la crisis fiscal del Estado argentino, la consiguiente parálisis  de la sustitución de importaciones comenzada en los 30, la anomia política abierta desde mediados de los 60, y los ensayos fallidos de apertura para competitivizar nuestra economía semicerrada con su correlato de mega inflación y endeudamiento externo.

Este empobrecimiento vino a dar por concluida la denominada excepcionalidad argentina respecto de la región como sociedad integrada e inclusiva; esponja de sucesivos contingentes inmigratorios externos e internos desde fines del siglo XIX. Dicho en otros términos, nuestra pobreza histórica siempre se diferenció de la del resto de América Latina en términos cualitativos y cuantitativos. En el primer caso, por su transitoriedad dado el pleno empleo motivado por el crecimiento en un país escasamente poblado; y en el segundo, por su debilidad numérica que potenciaba al anterior. En la Argentina, salvo en el noroeste extremo, el régimen de castas colonial que aun preserva resabios en Iberoamérica,  fue marginal y tendió a diluirse a raíz del revulsivo social abierto por nuestra particular emancipación.

En Buenos Aires, la escasa población requerida por una ganadería pujante desde 1820, determinó que sus plebes rurales y urbanas estuvieran lejos de la miseria extrema como lo prueban los testimonios de numerosos observadores extranjeros. La masividad de la inmigración europea a partir de 1880, concluidos los últimos vestigios de las guerras civiles y en consonancia con la consolidación del Estado, corrobora el perfil del país como tierra de promisión y ascenso social. Fundamento a su vez de nuestras clases medias de extensión y espesor únicos en la región. No es que la pobreza estuviera ausente del mapa social del país bonaerense y litoraleño como lo testimonian los conventillos y la precariedad de los peones de la Pampa gringa. Pero las posibilidades de ascenso generaban un horizonte de crecimiento, tanto para los europeos como para  los migrantes del Noroeste, aceleradas desde la emancipación y recién retenidas parcialmente hacia las últimas décadas del siglo XIX.

Esto fue así  porque el régimen de notables que fraguó, consolidado el Estado nacional, quedo a cargo de oligarquías del Interior que conquistaron su centralidad en la política merced al sistema federal de gobierno estipulado por nuestra Constitución. Sin una población mínima de sus respectivas provincias ese federalismo podía tornarse ficticio debido a la succión demográfica creciente por las actividades agropecuarias de las llanuras del este. De modo que debieron ingeniar un sistema de retenes mediante políticas públicas proteccionistas, contradictorias con el librecambismo imperante. Se promovieron así la producción azucarera tucumana y la vitivinícola mendocina que generaron un circuito de mano de obra estacional que limitaba en términos relativamente satisfactorios las migraciones de las provincias andinas hacia el Litoral. Ese éxito se preservó hasta los años 60 del siglo XX.

Las migraciones internas suscitadas por la Gran Depresión y sus efectos catastróficos para las exportaciones de granos, procedieron más bien de las campañas bonaerense y litoraleñas. Eran, entonces, de origen mayormente europeo y constituyeron uno de los puntales de la fuerza de trabajo de la industrialización mercado internista durante los años 30,40 y 50. Las razones de la citada inflexión desde los 60 para el noroeste –aunque también del nordeste algodonero- fue principalmente el ingreso del país en una etapa industrial más compleja y capital intensiva que heterogeneizo el consumo interno y condujo a la crisis de varias economías regionales florecientes desde fines del siglo anterior y, sobre todo, desde los 30.

El caso más dramático fue precisamente el de la producción azucarera tucumana atribuible a la racionalización de los ingenios poco competitivos por las políticas macroeconómicas  de la segunda mitad de la década. La quiebra de muchos, la consiguiente desocupación y la ruina de pequeños agricultores cañeros arrojaron a decenas de miles de emigrantes hacia los grandes conurbanos de Córdoba, Rosario, Mendoza y Buenos Aires. Los siguieron otros de provincias tributarias de mano de obra estacional. Las villas miserias se hipertrofiaron y se extendió una peligrosa informalidad compensada por el pleno empleo demandado por actividades como la construcción y el servicio doméstico. Pero fueron la semilla de un problema evitable mediante complejas políticas públicas que la citada yuxtaposición de factores negativos abortó y que terminaron germinando en la actual pobreza estructural.

Fracasado el experimento peronista abierto en 1973 tras el Rodrigazo de 1975 comenzó la sangría que se habría de acentuar a raíz de las aperturas financiera y comercial improvisadas por la dictadura: hubo trabajadores informales que se sumieron en la miseria; formales que perdieron su empleo y sus respectivos beneficios gremiales; sectores de clase media que se pauperizaron; y nuevos inmigrantes del interior y de los países limítrofes que huyendo de su pobreza originaria se toparon con otra de destino. Desde las postrimerías del régimen comenzaron a arbitrarse políticas administrativas del nuevo fenómeno que se fueron consolidando a lo largo de los cuarenta años que lleva esta democracia. Su propósito explicito era remitirla a los niveles de las vísperas del cataclismo. Pero solo fueron un paliativo impuesto por la necesidad de la movilización de unas masas cuya memoria del país inclusivo exigía mínimos de subsistencia digna.

Sus resultados fueron variables: contuvieron pero su mala gestión determino la suboptimizacion en políticas de empleo, de urbanización y vivienda. Desde los 80 y los 90, las inmigraciones de países limítrofes se sumaron al flujo al compás de la transformación de sectores cruciales de nuestra economía como la construcción, acaparada mayormente por los paraguayos y la textil por bolivianos y peruanos. Su herencia cultural milenaria en los últimos y los rigores de una agricultura de subsistencia en los segundos los torna tolerables a niveles de explotación contrarios a nuestra legislación pero venalmente consentidos por la política dada su productividad en ofrecer trabajo o productos baratos al creciente mercado de una pobreza que alcanza a una tercera parte de la semiestancada demografía del país. De paso, para facilitar recursos extraordinarios y extralegales para sostener sus cajas negras que financian sus carreas políticas de base y su nivel de vida suntuario.

 ¿Sera posible remitir en el mediano plazo esta mácula social que ya lleva casi medio siglo retornando al país inclusivo e integrado hasta aproximadamente mediados de los 70? Respuesta cuya clave está en la génesis del fenómeno, a saber: la crisis fiscal terminal del estado, su impotencia para promover directa o indirectamente actividades productivas, la volatilidad de las políticas económicas y la imposibilidad de construir una idea de país futuro que concentre las energías de la sociedad.

*Historiador. Miembro del Club Político Argentino

 

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