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SI ESTO ES UNA GUERRA, ¿DÓNDE ESTÁN NUESTROS GENERALES? por Loris Zanatta*

Con-Texto | 5 abril, 2020

BOLONIA.- Dicen que es una guerra. Puede ser, pero hay que tener cuidado, las metáforas siempre esconden alguna trampa: ¿acaso una pandemia se combate con las mismas armas que una guerra? De todos modos es cierto que, como las guerras, las pandemias matan, destruyen, asustan. Llamémosla guerra, entonces. Y si es guerra, preguntémonos: ¿dónde están nuestros generales? ¿Los Roosevelt, los Churchill, los De Gaulle? Dejemos de lado a Stalin, el único del que prescindiríamos, el único que tiene un digno heredero. En medio del caos mundial, Putin se aseguró la reelección de por vida, como un zar, un jerarca comunista, un caudillo latinoamericano; mientras tanto, calla sobre el coronavirus en su país.

No estoy hablando de un cabecilla, un demagogo de balcón, un esperpento. Hablo de líderes, hombres y mujeres confiables, personas serias y preparadas, símbolos morales capaces de hablarle al corazón usando la razón, de invocar la razón con el corazón en la mano. ¡O al menos de no caer en lo ridículo y trivial! ¿Dónde están? Éranse una vez las grandes democracias anglosajonas. Eran nuestro faro. ¡Cuánto las necesitaríamos hoy! Pues mírenlas. Donde estuvo Roosevelt, hoy está Trump. Vaya abismo. El virus se extendía y él se encogía de hombros: no pasa nada, decía jactancioso, la gorra de béisbol en la cabeza. ¡Qué previsor! Ahora que la muerte llama a su puerta, ofrece billones para comprar vacunas imaginarias, para subirse al caballo de la historia que no vio pasar. Lamentable, va de un extremo a otro, sin brújula ni dignidad; sepulturero de una gran nación, del liberalismo ilustrado que alimentó sus orígenes. ¿Y Johnson en Londres? Con Trump comparte estilo y peluquero; es a Churchill lo que aquel a Roosevelt; la distancia es sideral. ¿Su propuesta para combatir la pandemia? Terapia darwiniana: prepárense a llorar sus viejos, anunció. Una locura: tuvo que dar macha atrás. La historia le pasó por encima como una plancha.

También salieron planchados Sánchez y Macron: ¡qué decepción! Será porque lo miré desde Italia, donde nos tocó ser los primeros en Europa, y al comienzo nos explicaron que era una fiebre estacional, que muchos más mueren por accidentes de tráfico o gripe. Palabras al aire, comparaciones sin sentido, insultos a la inteligencia. No tardamos a entenderlo: la curva de contagios se empinó, las terapias intensivas se atascaron, nuestros seres queridos empezaron a morir solos, sin caricias ni despedidas. "Los italianos de siempre", se mofaron los primos europeos, organizando marchas para el 8 de marzo, desfilando en el festival de pitufos. Yo miraba y pensaba: ¿están locos o son estúpidos? Implacable y repentina, la historia cruzó las fronteras: ahí están, nadando ahora en nuestras propias aguas.

La lista de desatinos es interminable. ¿Qué decir de los amuletos de López Obrador? ¿De los chistes sosos de Bolsonaro? Si no fuera trágico, los mataría una carcajada: ¡que personajes! Se tendrán que tragar todo, disculparse y avergonzarse, si es que conocen la vergüenza. Pero es inútil quejarse: los hemos elegimos, preferimos los demiurgos a los competentes, los predicadores a los constructores, la promesa fácil a la realidad incómoda, los populistas a los estadistas, personas a las que la historia les queda muy grande. Así que ahora nos encontramos en medio de la tormenta, con los monos al timón.

Son tiempos difíciles para aquellos que confiamos en la razón contra la irracionalidad y en la libertad contra la sujeción. La epidemia infla las velas milenaristas, hace resonar las sirenas mesiánicas. ¿Cuántos huirán de la historia mitificando paraísos perdidos? ¿Cuántos renegarán de la ciencia abrazando la superstición? ¿Cuántos invocarán la fuerza del Estado contra la tolerancia social? Ya se escucha invocar al Cristo pantocrátor que castiga los pecados; ya se ve señalar con el dedo la conspiración "neoliberal" que mueve los hilos del mundo: como la belleza, la estupidez no tiene edad.

¿Exagero? Me temo que no. Ya está en el aire. Nos dirán que el modelo es China, son Venezuela y Cuba; que como somos menores irresponsables no merecemos tanta libertad; que las sociedades cerradas son más eficientes que las abiertas, que el orden militar protege más que el orden civil, la dictadura más que la democracia; que como es una guerra, el rebaño dispone de las ovejas, la patria de los ciudadanos. Cualquiera que haya escuchado al ministro Berni arengar a la policía bonaerense habrá sentido un escalofrío por la espalda: ¿quiere contener el virus o hacer las cruzadas? Cuánta retórica vacía, cuánto énfasis barato: se cree Torquemada; hace recordar la "loca academia de policía".

¿Qué hacer entonces? ¿No nos queda más que encerrarnos en casa esperando que la pandemia pase? ¿Que arrojar desde nuestro sofá abstractas invectivas contra el Estado Leviatán? Ay del liberalismo ridens. Frente a quienes confunden la libertad con una licencia para infectar, el Estado debe imponer límites y sanciones, no cabe duda de eso. No hace falta citar a los clásicos, el sentido común es suficiente. Pero aquí viene la parte más delicada y difícil.

Hay distintas maneras de ejercer este poder: una cosa es castigar los comportamientos dañinos para la comunidad; otra cosa es silenciar a los críticos invocando al "enemigo" que se encuentra a la puerta de la patria. La coerción no debe prevaricar la persuasión, la emergencia no debe eclipsar la prudencia, la necesidad no puede prescindir del consentimiento. Las medidas excepcionales no deben entenderse como cheques en blanco para los gobiernos, sino como un acuerdo entre gente de palabra. Son intercambios honorables a través de los cuales los ciudadanos renuncian temporalmente a parte de sus libertades a cambio del compromiso de las autoridades de no abusar de sus poderes. Como todos los acuerdos, funciona si hay confianza mutua. Si se la traiciona, el pacto salta, todo se derrumba. Nuestra solidaridad social no debe confundirse con sumisión.

Hoy todo pinta negro y los pájaros de mal agüero tienen su momento de gloria. Así será por un tiempo. Pero yo no desesperaría. De a poco, los hechos se abrirán camino. Demostrarán que no son las oraciones o las ideologías las que derrotan a las pandemias, sino la ciencia y los médicos, la responsabilidad de los ciudadanos y la solidez de las instituciones. La libertad y la razón volverán a la montura de donde hoy parecen desarzonadas. Y nos recordarán que, si bien es cierto que las infecciones son globales porque global es nuestro mundo, no será levantando barreras que las detendremos: global y racional es el problema, global y racional el remedio. Mientras tanto, quién sabe, podríamos haber aprendido a seleccionar mejor a nuestros dirigentes, a distinguir los farsantes de los personajes históricos.

*Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia

 

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LA “PLAGA” DE FLORENCIA EN 1630: UN ESPEJO LEJANO por Luis Alberto Romero*

Con-Texto | 1 abril, 2020

En 1630 la “plaga italiana” llegó a Florencia y a la Toscana. Unos meses antes, soldados alemanes mandados por el Emperador para conquistar Mantua habían atravesado el norte de Italia. Era algo bastante habitual, pero esta vez los acompañaba la pulga asesina, transmisora de la peste bubónica, la misma -probablemente- que asoló el mundo en el siglo XIV.

La peste se ensañó primero con Milán, Venecia y otras ciudades del norte. Para contenerla, las autoridades del Gran Ducado de Toscana ordenaron cerrar los pasos por los Apeninos. Precaución inútil: en agosto de 1630 una campesina burló los controles y llevó a una aldea cercana la bacteria, que de inmediato llegó a la ciudad En setiembre hubo 600 muertos en la región; en octubre más de mil y en noviembre 2100. En enero de 1631 la Magistratura alla Sanità dispuso la cuarentena general en la ciudad.

En tiempos de peste la Sanità, creada a principios del siglo XV, disponía de amplias facultades policiales, judiciales y presupuestarias. Creó cuatro nuevos lazaretos para los infectados y dispuso que los muertos, rociados con cal, se enterraran lejos de la ciudad. Las casas con enfermos eran clausuradas por 22 días, lapso estimado entre el contagio, la incubación y la muerte, que usualmente ocurría al cuarto día de la aparición de los bubones negros.

También ordenó el cierre de las puertas de la ciudad, impuso la cuarentena a quienes vinieran de zonas infectadas y emitió boletas de sanidad para los extranjeros autorizados a transitar por las calles. Los infractores, así como los potenciales infectados, eran perentoriamente detenidos por los guardias, que irrumpían incluso en conventos e iglesias.

También prohibió todas las actividades públicas: las clases en las escuelas, las festividades de las cofradías, los juegos del pallo en las plazas, los bailes, el teatro y la concurrencia a tabernas, posadas y garitos. Tampoco hubo procesiones ni misas en las iglesias. Los frailes recibían las confesiones desde la ventana o la puerta, protegidos por un paño encerado. Las misas se celebraban en algunos cruces de calle, y los fieles las seguían a prudencial distancia.

La Sanità era inflexible con la gente del pueblo que violaba las normas, quizá con ingenuidad. Tal el caso de una madre que se puso a remendar la ropa de su hijo, en cuarentena en el piso de arriba; o el de una mujer que, luego de cuidar a su madre hasta la muerte, le regaló a su hermana la camisola de la difunta. En todos los casos la guardia era inflexible: los mandaba a prisión y además les cobraba una fuerte multa. Con “la gente piu civile” solían ser más tolerantes. Un viudo fue autorizado a enterrar a su esposa en la capilla familiar; a una joven pareja se le permitió celebrar una misa de esponsales nada menos que en la basílica de San Lorenzo.

No faltaron los “chivos expiatorios”, habituales en estos casos. Los más religiosos denunciaron una conspiración para envenenar el agua bendita de las iglesias, obra del demonio, de los “extranjeros” o de los judíos. De estos se decía, además, que de su mal olor corporal -un clásico en el repertorio del antijudaísmo- se deducía la propensión a la difusión de una peste particularmente maloliente. También eran sospechosas las prostitutas: su comercio elevaba la temperatura de los humores del cliente, lo debilitaba y lo volvía propenso al contagio.

Pero el gran temor eran los pobres, su hacinamiento, su supuesta falta de sentido cívico, ese que aparentemente sobraba entre quienes huían de la ciudad y se refugiaban en sus villas campestres. El miedo hacía que la Sanità fuera particularmente dura con los pobres. Pera a la vez -como lo estudió el gran historiador Carlo Cipolla-, se asumió que, por ser los más vulnerables, merecían una protección especial, que demandaba mucha organización y mucho dinero. Los 32.000 pobres sujetos a cuarentena eran alimentados por la Sanità. Diariamente cada uno recibía dos hogazas de pan, una pinta de vino y, según los días, una ración de carne, de salchichón, de arroz con queso o de ensalada. También cada día se repartían medicinas, como un cierto “aceite del Gran Duque”, afamado por su amplio poder curativo. La peste se prolongó hasta 1633. En la Toscana hubo 80.000 muertos, y en Florencia 8000, el 10% de su población, mucho menos que en Milán o en Venecia, donde las muertes oscilaron entre el 30 y el 50%. Después pasó, y la peste negra, que volvió a circularpor Italia en 1657, ya no volvió a Florencia, cediendo el lugar a nuevas epidemias, como la escarlatina o el sarampión.

La peste tuvo una consecuencia política curiosa: el afianzamiento del joven gran duque Fernando II, coronado en 1628, luego de siete años de regencia compartida entre su madre María Magdalena de Austria y su abuela Cristina de Lorena, nieta de la célebre Catalina de Medici. Fernando era un joven inexperto y con poco carácter, de modo que las regentas pretendieron seguir gobernando, sobre todo Cristina, que parecía haber heredado de su abuela Catalina la pasión por el poder y la intriga. Pero con la plaga Fernando se transformó. A diferencia de los nobles, se quedó en Florencia. Se instaló en el Forte Belvedere, junto al jardín de Boboli, y todos los días recorría el “corredor de Vasari” para emerger en el palacio de la Señoría, en el centro mismo de la ciudad. Allí se informaba de las novedades, respaldaba a los magistrados de la Sanità, consolaba a los enfermos y se hacía ver. En esos años de la peste se convirtió en un monarca popular -el “buen rey”-, lo que le permitió asumir el poder con energía, manteniendo la soberanía de Toscana y de los Medici en los difíciles tiempos de la Guerra de los Treinta años. Florencia ya no era la de antaño. En el Siglo XVI había participado del último gran ciclo expansivo del mundo mediterráneo, impulsado por la plata proveniente de América. Creció la población y la agricultura, la subsistencia fue fácil y sobre todo floreció una renovada industria textil, que podía competir en el mundo. El nuevo puerto de Livorno recibió a mercaderes de todos los países y Florencia tuvo su propia flota mercante.

Las cosas cambiaron en el siglo XVII. La bancarrota española de 1596 arruinó a muchos empresarios; los textiles sufrieron la competencia de los productos holandeses e ingleses, más baratos, y flaqueó la agricultura. Una serie de malas cosechas trajo carestía y hambrunas, que eran el caldo de cultivo perfecto para una peste. Florencia declinó, al igual que los otros centros urbanos del área mediterránea, mientras ascendían Amsterdam o Londres, mejor conectadas con el mundo colonial. Según Fernand Braudel, por entonces el mundo mediterráneo ya estaba fuera de la gran historia.

Esta crónica, quizá sesgada, de la plaga florentina tiene hoy algo de familiar, y no faltará quien piense que la historia se repite. No es así; los hombres están siempre creando. Lo que es constante es su manera de buscar en el pasado indicios de respuestas para los problemas del presente. Tan ansiosa es la interrogación, que solemos incluso fijarnos en detalles menores, como el nombre de una abuela. Si no se abusa, no deja de ser útil y entretenida; pero debemos vigilarnos y controlarnos, si realmente queremos aprender algo del pasado. Marzo 2020

*Historiador

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