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LOS PUENTES DE LA BRECHA QUE SE DEBEN CERRAR por Jorge L. Ossona*

| 16 octubre, 2015

Quienes anhelamos un país de veras democrático que articule los niveles de modernización económica acumulados durante  el último cuarto de siglo con una sólida democracia nos resistimos a admitir como natural un índice de casi 30 % de pobres estructurales. Es más, estimamos que en la normalización de ese fenómeno sociocultural estriba no poco de la correlativa pobreza de las instituciones republicanas y de la calidad de las políticas públicas en prácticamente todos los órdenes. Las políticas “administrativas” de la pobreza mediante programas focalizados incuban una trampa: las consecuencias culturales de su perpetuación en el tiempo tanto para sus beneficiarios como para sus gestores. Es ahí en donde que se sustancia una verdadera alianza social entre un estamento político multimillonario reclutado en las capas integradas de la sociedad y los excluidos cuya definición supone muchas más cosas que aquellas reducidas al término “clientelismo”.

Un aspecto poco abordado y eclipsado por el abuso por momentos cínicos del término “inclusión” durante los últimos años reside en los niveles de explotación en los que reposa esa coalición de ricos o semirricos y pobres. No se trata de una expoliación directa sino indirecta  disimulada a través de un sistema de eslabones que bien podrían representar “los puentes de la brecha”. Los abusos respecto de grupos sumergidos en la subsistencia son nítidamente observables en el último eslabón; precisamente aquel menos visible, y que solo aparece bajo la forma de revulsivos sociales en situaciones dramáticas como saqueos, ocupaciones territoriales, disturbios callejeros motivados por barrabravas o actos delictivos salvajes. Lo curioso es que las dos orillas del ancho rio de la brecha apenas si se tratan y suelen despreciarse recíprocamente sin dejar de configurar esa curiosa alianza. En el medio, aparecen toda una sucesión de intermediarios de extracción también popular que, sin dejar de ser pobres –al menos, la mayoría-, constituyen una suerte de elite dotada de emblemas de distinción dentro de los microcosmos barriales y de niveles de consumo diferenciados. Sus denominaciones son múltiples según actividades en las que lo económico necesariamente confluye con lo político. Porque una de las claves de la “administración” de la pobreza estriba en sustentarse en franquicias diferenciadas en las que el principio de igualdad ante la ley, esa gran conquista de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, queda, en el mejor de los casos, puesto entre paréntesis.

Una de las notables sabidurías de quienes desde la política se propusieron encarar las políticas de contención de la pobreza desde los 80 fue advertir los rígidos códigos jerárquicos arraigados en las creencias de los sectores populares procedentes de un interior feudal o de países limítrofes. Estos criterios ancestrales se reforzaron por las necesidades de reciprocidad generadas por la subsistencia. Esa sabiduría sirvió para lograr la proeza, en el amanecer de la democracia, de contener a los sectores empobrecidos sin comprometer una gobernabilidad política. Los peligros se pusieron bien de manifiesto en situaciones límites como la hiperinflación de 1989 o la depresión de 2001. Mientras tanto, en las etapas intermedias, se convivió con un sistema de tensiones latentes y potencialmente explosivas pero, al cabo, administrables para recolectar  votos seguros. Estos le garantizaban una legitimidad trabajosa pero robusta.

Los estamentos intermedios entre los más desheredados y los privilegiados fueron complejizando y estratificando a ese sector difuso que hemos dado en denominar pobreza. Seria largo y desbordaría los límites de este articulo enumerar detalladamente sus indicadores. Simplemente, señalaremos dos rasgos básicos; uno económico y otro cultural. El primero es una informalidad contrastante con los niveles de “ciudadanía social” conquistados por el país desde el peronismo histórico. Esta excluye a millones de personas de cobertura de salud y educación pese a los esfuerzos de la actual administración saliente en recomponer; aunque poco eficazmente. El segundo es una naturalización de esa condición social que va mucho más allá de la resignación porque, en muchos casos, implica un orgullo, una forma de ser y una estigmatización que deviene en positiva en virtud de la temeridad que genera en “el otro”. Es cuestión de recorrer los contenidos de algunas de sus expresiones estéticas para percatarse de ello. No fortuitamente estas proceden de jóvenes más sensibles a las imágenes y a las miradas etiquetadoras y quienes más han naturalizado su situación luego de tres generaciones de precariedad laboral.

Las denominaciones de aquellos que encarnan los puentes de la brecha son múltiples y diversos según el recorte de la fragmentación que administren: “administradores” –como los capos feriales de La Salada-; “filtros”, entre las autoridades de los clubes de futbol y los capos de las barrabravas; estos últimos, a su vez, subordinan a diferentes niveles de sus respectivas  “tropas”; “popes”, en el caso de los jefes delictivos o narcotraficantes; “referentes” o “punteros” en el orden político territorial, etc. No será tarea fácil desandar este camino; aunque tampoco imposible. Se requerirá de una burocracia estatal idónea y atenta a las exitosas modalidades de remisión en otras partes del mundo y de sectores de la sociedad civil de veras interesados en contribuir a erradicar y no solo a “administrar” la pobreza. Más allá de las farisaicas expresiones de las militancias “pobristas” existen ongs sumamente sensibles, virtuosas y exitosas en contribuir a una tarea cuya prioridad deberá ser eliminar precisamente a los puentes de la brecha y achicarla; esto es, a los intermediarios que la explotan y la sostienen al servicio de sus mandantes políticos, empresariales o deportivos. Experiencias como las cooperativas de cartoneros de la CABA durante la última década dan prueba de ello.

* Club Político Argentino-UBA

 

 

 

 

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