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EL 24 DE MARZO Y LA «HIDRA FEROZ» por José Armando Caro Figueroa*

| 24 marzo, 2016

En la segunda mitad del siglo XX, el odio y los mesianismos condujeron a muchos argentinos a considerar a la tortura y el asesinato como formas válidas de la lucha política. Imbuidos de certezas absolutas los bandos en pugna –unidos por el común desprecio a las instituciones de la república democrática- apelaron a discursos iracundos, a palabras cargadas de violencia y luego recurrieron a las armas.

La decisión (consciente o inconsciente, expresa o tácita, firmada o anónima) de dividir al país de los peronistas, del país de los antiperonistas, fue la antesala de los terrorismos. No importa ahora dilucidar si fueron primero los actos de la “resistencia peronista” o los de las policías bravas del régimen de facto instaurado en 1955. Aunque es muy probable que los asesinatos de los generales Juan José Valle (1956) y Pedro Eugenio Aramburu (1970), marcaran el inicio de un ciclo cuyas consecuencias y derivaciones no hemos logrado hasta aquí procesar de modo que nos conduzca a su definitivo cierre, compatible con los principios morales y políticos que son propios de nuestra democracia constitucional y cosmopolita.

En esos años trágicos, la antinomia “peronismo o antiperonismo” fue sustituida por la de “terrorismo o política”. Se dio la perversa circunstancia de que muchos antiperonistas rectificaron posiciones y se volcaron al terrorismo invocando su incierto abrazo a las banderas del peronismo; fue el caso de muchos jefes montoneros.

En 1973 los empecinados terrorismos hicieron una breve pausa estratégica. Pero muy pronto retomaron las armas para destruir las ilusiones colectivas nacidas en 1973 cuando nos tocó vivir un fugaz retorno a una democracia precaria y sitiada por crisis e intolerancias.

En realidad, los terroristas luchaban con sus viles armas por imponer dictaduras de signo antagónico: La “patria socialista” o la “patria sin peronistas” eran, notoriamente, dos propuestas totalitarias. En el medio, compartiendo el desprecio a la democracia, nos situábamos quienes bregábamos por imponer desde el control del Estado una “patria peronista” que, si bien rechazaba la violencia, auguraba otra expresión totalitaria.

En este escenario, monopolizado por la violencia armada, terminó imponiéndose el terrorismo más violento y despiadado; vale decir, el terrorismo de Estado ejercitado por las fuerzas armadas y policiales, que actuaron rodeadas de complicidades emanadas de intereses espurios y de ciudadanos demandantes de orden a cualquier precio.

Pero es esta una historia harto conocida.

Cuarenta años para una tarea inconclusa

Este nuevo aniversario del último golpe cívico militar que padeció la Argentina es momento propicio para formularnos varias preguntas: ¿Qué hicimos después de recuperada la democracia en 1983? ¿Cuáles fueron nuestros aciertos colectivos y en qué nos equivocamos como sociedad? ¿Cuáles son los desafíos pendientes?

A mi modo de ver, tras las elecciones de aquel año, vivimos una breve e ilusionante primavera democrática, signada por las convicciones políticas, jurídicas y morales de Raúl Alfonsín, cuyo discurso apostó a reconstruir la cultura democrática de los argentinos, y a señalar un camino institucional para que los responsables de los terrorismos fueran sometidos a los jueces de la república.

Esta vía, valiente y encomiable, no logró sin embargo que emergiera la verdad acerca de todos y cada uno de los crímenes terroristas. Esta constatación abre el interrogante, puramente teórico, de si no hubiera sido más atinada la vía elegida por Nelson Mandela para pacificar Sudáfrica (sobre este punto HILB, Claudia y otros “Lesa humanidad. Argentina y Sudáfrica: reflexiones después del Mal”).

Terminado el juicio a las Juntas, algunos de los responsables de los terrorismos dedicaron sus esfuerzos a campañas de auto exculpación y justificación de sus comportamientos pasados (PERDIA, Roberto Cirilo, “Montoneros. El peronismo combatiente en primera persona”).

Mientras que para los terroristas que usaron las armas del Estado su respuesta fue legítima, inevitable y proporcional al desafío de los irregulares, para los líderes de las organizaciones irregulares su actuación pretendió responder a la “violencia de arriba” e imponer -a sangre y fuego- “la grandeza de la nación y la felicidad del pueblo”.

Recién en los años de 1990 comienzan a surgir algunas reflexiones autocríticas expuestas por militantes “montoneros” o del así llamado “ejército revolucionario del pueblo” (ERP). Me han parecido especialmente relevantes los aportes de Oscar del Barco (“Carta”, 2004; “No matar. Sobre la responsabilidad”, 2010) y de Héctor Ricardo Leis (“Memorias en fuga. Una catarsis del pasado para sanar el presente”, 2013). Sin olvidar otros aportes (el muy reciente de Carlos Gabetta, por ejemplo), de alcance, profundidad y fundamentos diferentes.

Por su parte, los mandos militares -y los civiles que aplaudieron su criminal conducta- han optado por abroquelarse en el silencio, guardando para sí o llevándose a sus tumbas la verdad de lo sucedido y, por ejemplo atroz, la ubicación de los cadáveres de sus asesinados. Las manifestaciones de Jorge Rafael Videla hechas a Ceferino Reato, son tan importantes como parciales, espeluznantes y tardías.

De aquí en adelante

Este 40 aniversario del más abyecto de los golpes de Estado del que los argentinos tengamos memoria, acontece cuando emergemos trabajosamente de una década conducida por el matrimonio Kirchner en donde la fuerza política mayoritaria recreó –siguiendo un diseño del conjetural “manual del perfecto populista” (José Luis Villacañas, 2015)- la estrategia de dividir al país en dos segmentos antagónicos e irreconciliables. Una estrategia teñida, como ocurriera muchas veces a lo largo de nuestra historia, de odios, de aspiraciones hegemónicas y de mesianismos; bien es verdad que, afortunadamente, esta vez sus actores omitieron recurrir o reincidir en el terrorismo armado.

Hay que añadir que el kirchnerismo, atendiendo a razonables demandas de justicia, viabilizó la apertura o reapertura de juicios para depurar las responsabilidades de los mandos no juzgados a raíz de las leyes de obediencia debida y punto final y de amnistías e indultos.

Pero, simultáneamente, abrió cauces y adoptó decisiones sobre las que pesa la sospecha de estar encaminadas a tomar revancha de instituciones y personas que, en aquel ignominioso pasado, estuvieron vinculadas con el terrorismo de Estado.

En este sentido, debo decir aquí que repugna a la conciencia democrática que muchos de estos juicios se desenvuelvan sin sujeción a los principios y garantías que son propias del orden penal democrático.

La existencia de causas que no respetan el principio de “plazo razonable”, o que están a cargo de magistrados militantes (una figura aberrante); los encarcelamientos de castigo sin atender a garantías constitucionales y legales, son una de las pesadas herencias del kirchnerismo en esta materia. Además de la lamentable instrumentalización y manipulación de la bandera de los derechos humanos.

Nos quedan varias y difíciles tareas pendientes: Conocer la verdad aun oculta; completar el proceso de autocrítica por parte de los actores de aquel tiempo de tragedias; alumbrar estudios históricos y sociales que sin fanatismos y con rigor científico analicen lo sucedido; y promover actos de reconciliación, alrededor de dos compromisos concretos: “Nunca más el odio ni la violencia como motores de la política”, “Nada sin democracia republicana y constitucional”. Como es notorio, varias de estas tareas precisan del concurso inteligente, activo y humanista de los miembros de mi casi exhausta y compleja generación. En este empeño, nada mejor que sugerir la relectura de la obra de Joaquín V. González, “El juicio del siglo”.

*Ex Fiscal de Estado de la Provincia (1973), ex Ministro de Trabajo de la Nación (1993/1997)

 

 

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