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PLANES ALIMENTARIOS. LA MISERIA NO ES SOLO MATERIAL por Jorge Ossona

| 10 septiembre, 2016

La administración de la pobreza es siempre una buena excusa para su perpetuación menos por imposibilismo que por oportuna especulación. La atención en torno de las corruptelas y manipulaciones maliciosas de las necesidades de los excluidos suele posarse en los programas de viviendas u obras públicas para la urbanización de villas y asentamientos. Sin embargo, existen otros casos menos visibles alrededor de las necesidades más urgentes en las que se juega nada menos que la subsistencia de miles de personas.

Cuando la política democrática, a partir de 1983 fue descubriendo los alcances del empobrecimiento estructural de una porción in crescendo de los sectores populares suburbanos, una de las primeras medidas administradas desde las distintas dependencias públicas fue el suministro de alimentos. Entre 1983 y 1989, el gobierno radical –que no fortuitamente desde el INDEC empezó a medir los índices de “necesidades básicas insatisfechas” y la “línea de pobreza” interrumpido en 2007- implanto el Plan Alimentario Nacional, más reconocido por su principal subsidio: la “Caja PAN”. Sin duda fue, con todas las reservas de rigor, el más racional de los programas de esa naturaleza. Simultáneamente, provincias y municipios –sobre todo estos últimos- hicieron sus propios aportes a instancias de intendentes y funcionarios que por “venir de abajo” eran sensibles a las necesidades de sus vecinos.

Pero conforme la democracia se consolido torno de una nueva  “clase política” se fue extendiendo una nueva cultura que subordinaba necesidades sociales imperiosas a las electorales con todas sus connotaciones colaterales: organización de “paquetes” de electores previsibles, fondos para la compra de voluntades, o el enriquecimiento liso y llano de sus operadores. Las políticas de subsidio alimentario fueron el mejor testigo de esas maniobras. En muchos barrios, “el estado ya no es percibido como garante de ningún progreso sino como administrador de una copa de leche diaria para los chicos o una bolsa periódica de alimentos” según nos lo testimonio un referente territorial.

El kirchnerismo intento corregir definitivamente las manipulaciones de las necesidades sociales básicas a cargo de punteros tercerizadores y funcionarios asociados. A tales efectos, lanzo  hacia 2009 una reforma re centralizadora de esas políticas. La asistencia alimentaria, debidamente condicionada a situaciones de marginalidad extrema como familias excluidas de las cooperativas de trabajo, madres prolíficas o solteras desocupadas, jubilados o inválidos habría de administrarse mediante dos planes: el provincial “Plan más Vida” y el nacional “Programa Alimentario Nacional”. Por el primero, el beneficiario recibía un subsidio de $ 300 –en cifras actuales- mientras que el segundo le aportaba $ 150. La diferencia respecto de sus antecesores residía en su implementación. La nación y la provincia descentralizaban en los municipios el suministro a los beneficiarios de tarjetas sin intermediarios especulativos.

Sin embargo, como suele ocurrir a menudo, las prácticas son más fuertes que los proyectos reformistas y acaban tiñéndolos de conservadurismo. En este caso, la trampa estribo  en excluir a decenas de miles de pobres de sus respectivas tarjetas reteniéndolas a los efectos de sustanciar un suculento negocio entre funcionarios y minimercadistas barriales. Muchos vecinos transcurrían meses sin recibir sus tarjetas que al momento de reclamarlas en la respectiva dependencia municipal recibían el lacónico  “todavía no llego, vuelva el mes que viene”. Pasado un lapso, se les sugería “empezar el trámite de nuevo”. En el interin, los funcionarios comunales se repartían un porcentaje de cada tarjeta con el comerciante “cliente” para financiar la “caja negra” de la política. Una parte de ese porcentaje, obviamente, “subía” hasta el más alto nivel. Otras veces, los comerciantes retenían entre el 10 o el 20 % del subsidio como comisión con la “vista gorda” de los inspectores que  cajoneaban las denuncias de los vecinos excluidos. Otra de las tantas maniobras consistía en colocar en las góndolas solo un artículo de primera marca y el resto de terceras; o el desabastecimiento para inducir a los compradores a optar por alimentos más baratos en existencia.

El fin del juego sobrevenía cuando referentes honestos, hartos de la exclusión, inducían a sus seguidores perjudicados a realizar manifestaciones masivas de repudio frente a las delegaciones o el municipio, en cuyo caso “esas” tarjetas aparecían en pocos días como por arte de magia. En otros casos, el conflicto sucedía cuando el intermediario municipal se quedaba con algún “vuelto” que impedía al intendente recaudar lo esperado: entonces la maniobra “era descubierta” y desde el más alto nivel se ordenaba a los sucesivos eslabones de la cadena de intermediarios con los vecinos excluidos para que estas realizaran la queja de rigor.

La política de las tarjetas, tuvo entonces un alcance sesgado debido al “sentido común” imperante en la corporación política que concibe  a la pobreza como parte de un orden social administrable y garante, mediante su debida explotación, de altos dividendos. Hemos ahí tal vez las claves profundas de su exaltación como “estado ideal” –el pobrismo- y de los sucesivos “fracasos” en reducir sus índices en un país capaz de alimentar a varios cientos de millones de personas.

*. Historiador, Miembro del Club Político Argentino

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