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JOSÉ LUIS ROMERO, EL HISTORIADOR CIUDADANO  Luis Alberto Romero*

| 20 septiembre, 2016

Publicado en Revista Ñ, 17.09.16

¿Puede un historiador dedicado a entender el pasado, ser a la vez un ciudadano activo y comprometido? Hay sin duda un conflicto de intereses, perceptible en tantos historiadores militantes que reparten condenas y bendiciones y hacen tabla rasa con lo que el pasado tiene de específico. Frente a ellos, los buenos historiadores aceptan el dicho del gran Marc Bloch: el trabajo del historiador es comprender, no juzgar.

En ese sentido José Luis Romero es un caso especial. Ruggiero Romano ha dicho que era historiador de una única idea, desarrollada a lo largo de su vida. Como ciudadano también tenía una idea, humanista, liberal y socialista, ordenada por un juicio moral. Lo singular es que ambas se entrelazaban, en una tensión productiva que lo hizo ser a la vez un gran historiador y un ciudadano notable.

 

Dedicado al estudio de la cultura occidental, se concentró particular al papel de las ciudades y de la mentalidad burguesa, cuyo origen encuentra en el siglo XI, en el seno del mundo feudal. En algunos libros, como Estudio de la mentalidad burguesa, y en muchos artículos delineó su desarrollo hasta su crisis, en la primera mitad del siglo XX. Proyectó transformar estos esbozos en una serie de volúmenes, de los cuáles solo concluyó Crisis y orden en el mundo feudal y Latinoamérica, las ciudades y las ideas. Paralelamente se dedicó a la historia argentina, movido por sus preocupaciones ciudadanas pero con la convicción de que su formación de medievalista le permitía entender mejor la historia de su país.

En toda su obra fue conformando una idea sobre el sentido de esta historia, de la “gran curva del proceso” que podía imaginar. En 1966, al concluir La revolución burguesa en el mundo feudal, advirtió al lector que, “aunque se ocupa de una época distante, este libro ha sido pensado para comprender el mundo actual, o mejor, el oscuro proceso en el que se elabora y constituye la situación de nuestro tiempo”, al cabo de la cuál quizá se produciría “la consumación de ciertos principios”: la universalización del humanismo burgués, encarnado en la democracia liberal y en el socialismo.

Tratándose del presente, lo suyo era una opinión, pero no la creía especulativa o teleológica, sino fundada en un riguroso trabajo de análisis empírico. La historia es, a su modo, una “maestra de la vida”: su consejo permite esclarecer las circunstancias del presente, del momento en que cada uno debe tomar una decisión y elegir un camino.

Me parece que esta capacidad suya para empalmar sin conflicto el rigor historicista y la búsqueda del sentido es en parte resultado de la completa integración entre la historia que quería hacer y su propia vida, no solo en el momento del compromiso ciudadano sino en la existencia cotidiana. Cada circunstancia, cada experiencia, aún las triviales, le servía para desarrollar y enriquecer su idea del pasado y el presente. Todo era una “fuente”. El historiador no descansaba cuando leía novelas policiales, marcando lo que que tenía que ver con su tema, cuando trabajaba en su jardín, y reflexionaba sobre el origen experiencial de la idea burguesa de naturaleza, o cuando a viva voz cantaba tangos, cuya filosofía poética decantaba finalmente en alguna observación sobre los ideales y formas de vida de los argentinos. 

Quienes lo trataron lo recuerdan como una persona muy sociable, que conversaba largo y tendido con todo el mundo. Recuerdo por ejemplo las largas charlas con dos albañiles italianos, uno comunista y filósofo y el otro  fascista y amante de la ópera. No era ni ocio ni tiempo perdido. Puedo percibir fácilmente, en muchos de sus trabajos, el modo como había exprimido a sus interlocutores, bebiendo de su experiencia y volcándola en alguno de los muchos casilleros de su inmenso emprendimiento intelectual.

 

José Luis Romero fue lo que en su tiempo se llamaba un intelectual comprometido, vigilante y activo.  La “filiación histórica del presente” era el punto de partida de “la acción inevitable y perentoria”, guiada por un imperativo moral. Destacó ese imperativo en las figuras que admiraba: Alejandro Korn, Alfredo Palacios, y sobre todo Sarmiento, quien además de comprender la “historia profunda” fue “un infatigable militante, movido por un inexcusable sentido del deber”.

Todos ellos pertenecían a lo que llamó la “aristocracia intelectual”, naturalmente reunida en las universidades. En nuestro país, como en toda América latina, tocaba a las universidades y a esta elite del pensamiento reflexionar sobre los problemas polìticos, supliendo las deficiencias de las declinantes elites sociales. 

¿En que momentos pasó de la reflexión a la acción? Solo cuando creyó ver en juego algo importante, que justificaba postergar su trabajo. En los años treinta militó en el campo anti fascista y en 1945 se afilió al partido Socialista. Disintiendo con la interpretación de su partido, en 1946 escribió que Perón había sido votado por los trabajadores y la clase media -habituales votantes socialistas-, porque él conocía cómo hablarles, una capacidad que el socialismo había perdido y que debía recuperar. Ese año publicó Las ideas políticas en Argentina, donde se esfuerza por comprender las claves de la “sociedad aluvial”, de la que habían abrevado el radicalismo y el peronismo.

En 1955, y a propuesta de la Federación de Estudiantes, fue designado rector de la Universidad de Buenos Aires. Fueron meses de febril actividad.  En medio de la conflictiva situación académica y del enfrentamiento con el ministro Dell Oro Maini por el tema de las universidades privadas, pudo imprimir a la UBA un rumbo modernizador que se prolongó hasta 1966.  En 1956, apenas concluida su tarea como rector, los jóvenes socialistas, preocupados por llevar a los trabajadores peronistas una propuesta de izquierda, lo elevaron a la conducción del partido Socialista, junto con figuras como Alfredo Palacios y Alicia Moreau de Justo. Asumió su responsabilidad con dedicación y convicción pero sin demasiado gusto, y en 1962 se alejó del partido.

Por entonces fue elegido decano de la Facultad de Filosofía y Letras, donde finalmente había encontrado su lugar como profesor, creando el Centro de Historia Social. Además de impulsar la renovación académica, debió afrontar una tarea más difícil: canalizar la creciente politización estudiantil, que desbordaba el marco institucional. Lo hizo exitosamente, debido a su autoridad moral y también a su prestancia física y decisión. Recuerdo que una vez hizo frente a un grupo peronista “pesado” y probablemente armado, que había irrumpido en el Aula Magna; le ordenó a su jefe -resultó ser el mítico “Pocho”Rearte- que “se mandara mudar” y, asombrosamente fue obedecido. Pudo hacer esto hasta 1965 cuando, rebasado por estos conflictos, optó por retirarse de la universidad y volver a su casa, su jardín y su artesanal trabajo de historiador.

En suma, vivió la tensión entre la comprensión del historiador, que busca el matiz del gris, y la acción del ciudadano, que juzga y toma decisiones. Nunca lo vi dudar. Por el contrario, creía que sus decisiones se fundaban en una correcta apreciación de las circunstancias, y que ante cada encrucijada, debía simplemente elegir el camino debido, el que le indicaba su juicio moral.

Uno de los libros proyectados de refería precisamente a esta compleja relación entre el hombre y su pasado. No se si habría logrado resolver de manera teórica la tensión entre la comprensión y el juicio moral. Pero estoy convencido de que, en términos personales, logró una coherencia bastante excepcional entre el historiador y el ciudadano.

(*) Historiador. Investigador principal del Conicet

 

 

 

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