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EL USO DE “LOS HUMILDES” COMO FÁBRICA DE PODER POR Loris Zanatta*

Con-Texto | 26 septiembre, 2019

Un dirigente peronista me acusó de “odiar a los humildes”. No sé de donde lo sacó, ni pienso responder a la calumnia: la milésima que me diríge. Pero quiero reflexionar sobre esa palabra: “humilde”. El lenguaje, se sabe, expresa estructuras profundas, a menudo inconcientes de nuestro universo ideal, tanto individual como colectivo; por eso ayuda a comprender el tipo de sociedad en que vivimos. “Humilde” viene del evangelio y es una palabra común en la política argentina. ¿Es saludable que el lenguaje político esté impregnado de expresiones evangélicas? No creo: aquellos que las usan, pretenden elevarse así a voz de Dios, poseer más autoridad moral que cualquier otro.

A mí, criado en una familia que ese caballero llamaría “humilde”, esa palabra nunca me cayó bien. Quiere ser cariñosa, pero es humillante; empática, pero es paternalista; me suena taimada, engañosa, hipócrita. Los “humildes” no son personas, con sus expectativas y talentos, sus derechos y su personalidad; son inocentes para proteger, menores para crecer y educar; no son individuos, sino una categoria, un grupo anónimo; son el “pueblo”, otra palabra mágica que a menudo llena las mismas bocas. Los “humildes” son una categoria humana, o sea nadie en particular.

Así escribían los jesuitas de los “humildes” de las misiones, los guaraníes: son como niños, deben ser educados, protegidos, moldeados. Sobre ellos, Eva Perón construyó su imperio político: era la “protectora de todos los humildes de la Patria”. Para ganar su gratitud, Montoneros y ERP distribuían el botín de sus atracos “en los barrios humildes”. Los sacerdotes revolucionarios anunciaron el momento de “armar el brazo de los humildes”. ¿Realmente les importaban las personas? ¿O actuaban como esos padres que te dicen qué comer, cómo vestirte, con quién salir, pero nunca te preguntan qué quieres, qué deseas? “No conocen el mundo que estamos preparando para ellos”, advirtió un militante: nosotros les damos, “los humildes” reciben; que sean agradecidos!

El problema no son “los humildes”, sino quienes los usan como fábrica de poder y pedestal moral; personas que de “humilde” no tienen nada, que usan la “humildad” como garrote ideológico y “los humildes” como ejército de maniobras. Para ellos, “el humilde” debe seguir siéndolo. ¡Ay si lograra alcanzar la autonomía personal, profesional y económica necesaria para convertirse en ciudadano independiente del puntero de barrio, del funcionario estatal, del sacerdote que cuida su alma! El Estado debe socorrerlos, mitigar sus penas, sin que por eso dejen de ser “los humildes” de por vida, de cargar la cruz; en su “humildad”, explicó Carlos Mugica, en su “sufrimiento y privación”, se encuentra el “hombre nuevo”, el Cristo resuscitado; su “humildad” no debe ser erradicada, sino “compartida”. Que el individuo no emerja nunca del grupo! Que el bienestar y el éxito no corrompan la pureza de espíritu de esos niños! Viva la “santa pobreza”, tan querida por los antiguos jesuitas. Pertenecer a los humildes “es un honor”, decía Fidel Castro, que nunca fue “humilde”. Cuántos “padre de los pobres” ha tenido América Latina! ¿Qué harían todos aquellos que en la “humildad” fundaron sus fortunas, si un día ya no hubiera “los humildes”?

Prestamos poca atención al significado de las palabras que usamos: las usamos y se acabó, como un cepillo de dientes o un teléfono móvil. Pero merecen atención: ¿no será que una sociedad que eleva los “humildes” a modelo moral, tenderá a reproducir las raíces culturales y materiales de la pobreza? ¿Y que, por el contrario, una sociedad que cultiva el valor del ascenso social y la realización personal esté mejor equipada para vencerla? En la primera, el “humilde” es una figura mítica, sin rostro, perdida entre otras miles indistintas; abandonar su estado traicionaría a su “pueblo”, subvertiría su destino. Pertenecer a los “humildes" no es un estigma, pero tampoco debería ser prueba de santidad; formar parte de una comunidad es importante, pero se convierte en lastre si hipoteca el futuro: el “escape de la pobreza”, como el “gran escape” de la famosa película, nunca tiene éxito para todos al mismo tiempo.

El punto es que los “humildes”, entendidos como los entiende quien me acusa de “odiarlos”, son entidades “holísticas”. No asuste la palabra: “holístico” es el modo de entender a los grupos sociales como organismos vivos; es el orden en que cada uno ocupa el papel que Dios, la Historia o la Naturaleza le han asignado: cada uno su función, cada uno subordinado al Todo; un orden sin individuos. Esta concepción es típica de los grandes sistemas religiosos: cuando la ciencia aún no había desvelado las leyes físicas del universo, servía para hacer intelegible el funcionamiento de la “creación”: a imágen de Dios, se pensaba; varias teorías políticas modernas la han hecho suya. Las sociedades más secularizadas se han liberado en gran medida de ella y no es casualidad que sean más dinámicas y abiertas, prósperas, permeables a la movilidad social y a la afirmación personal: no necesitan a los “humildes”. Pero aquellas más imbuidas de esta visión holística tienden a reproducir antiguas jaulas identitarias, a encerrar a las personas en el grupo en el que la historia o el plan de Dios los habría ubicado: los “humildes" son esto y cumplen la función de preservar la “pureza moral” que la modernidad ha corrompido; tales sociedades necesitan los “humildes”.

Y si los necesitan, los cultivarán, los reproducirán, siempre los tendrán en abundancia. ¿Cómo? Simple: desde que el mundo es mundo, la sociedad holística promueve la uniformidad y castiga la diferencia, premia la imitación y rehuye la creatividad, exige conformismo y no tolera la pluralidad. Tal “control holístico” implica la “nivelación de las mentes humanas”, dijo un famoso filósofo; y dado que el desarrollo surge de la “libertad de ser diferente de los demás”, de la libre competencia entre diferentes ideas, dicha sociedad seca las fuentes del progreso y riega la planta de la pobreza, que todo aplasta. La innovación, la prosperidad, la movilidad crecen en sociedades abiertas y seculares, mueren en sociedades cerradas y confesionales, donde la “santa pobreza” crece exuberante. Si este es el caso, mi odiador serial peronista puede dormir tranquilo: como están las cosas, en Argentina siempre habrá muchos “humildes” para proteger.

*Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia

 

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