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LA PANDEMIA, EL AUTORITARISMO IMPOTENTE Y LOS RIESGOS DEL CAOS por Jorge Ossona*

Con-Texto | 24 noviembre, 2020

Nuestra propia experiencia histórica acredita que coyunturas como las actuales atizan las tentaciones autoritarias. Sin embargo, su resultado sería esta vez bien diferente al mentado por lo sesudos ideólogos de nuevos contratos sociales y demás extravíos regeneracionistas. Rastreemos sus antecedentes históricos  comparando, primero, la pandemia con otros impactos mundiales semejantes, y luego ajustando el concepto de autoritarismo.

La Primera Guerra Mundial le confirió a nuestra democracia  de masas  inaugurada en 1912 un tono providencial que en el nuevo contexto no dejaba de incubar peligros. Quedaron circunscriptos a cierto desprecio por las instituciones de la Republica y a un ejecutivismo de contornos místicos. La crisis de 1930 fue mucho más allá: acabo mediante un putch cívico militar con el orden constitucional consolidado durante los setenta años anteriores generando una tensión durante los diez siguientes entre dos autoritarismos: uno republicano y otro corporativista en boga en buena parte de Europa. La Segunda Guerra barrió con ese dilema y genero una nueva  experiencia democrática que redujo a la Republica solo en las formas como concesión realista a los vencedores de la contienda. El ataque del 11S de 2001 acelero la crisis de la democracia inaugurada en 1983 y sentó las bases de un nuevo autoritarismo disimulado bajo los pliegos del restablecimiento de la institución presidencial horadada por el colapso de ese año fatídico.

 Llegados a este punto, deberíamos afinar un poco el concepto de autoritarismo. A lo largo de nuestra historia como nación moderna hubo un autoritarismo  fundacional de finalidades republicanas acordes al espíritu de nuestra Constitución luego de la larga dictadura rosista. Si hubo una coyuntura que amerita la idea de “proyecto” fue aquella cuya realización requería de una burocracia estatal fuerte y eficaz enolumnada detrás de un Poder Ejecutivo dotado de amplias facultades por momentos en tensión con espíritu republicano. Proyecto que requería de dos condiciones muy difíciles de lograr dada nuestra situación geopolítica y nuestra trayectoria desde el fin del virreinato: gente para forjar cuantitativamente una sociedad posible, capitales para movilizar nuestra riqueza potencial e insertarnos en las corrientes  comerciales de la revolución industrial, y un ideal nacional para los hijos de esos inmigrantes y a las propias poblaciones provinciales que no reconocían otra patria que su terruño local.

La idea empezó a materializarse durante las dos últimas décadas del siglo XIX  no sin trastornos como los devenidos en 1890 de cierta ignorancia para el sostén material de una burocracia densa y organizada según el sistema federal de gobierno: la triple disciplina fiscal, monetaria y financiera. Esos aprendizajes reforzaron la conciencia de que si bien el edificio nacional estaba cobrando cimientos sólidos, era tanto lo que restaba por hacer que el protagonismo ejecutivista y su matiz autoritaria debían continuar de la mano de un funcionariado ilustrado. No obstante, la propia movilización ciudadana  suscitó una demanda de perfeccionamiento democrático de las practicas electorales que luego de dos décadas de discusiones se plasmó en la sanción de  la Ley Sáenz Peña de 1912. Con el acceso del radicalismo al gobierno cuatro años más tarde en plena  guerra mundial comenzó un ciclo democrático  que concluiría con el derrocamiento del peronismo en 1955. Durante su transcurso, se libró una batalla entre dos  vertientes autoritarias: una plebiscitaria  de vocación corporativista, y otra republicana reticente a la democracia prescripta por la Ley de 1912.

De ese juego de empates y desempates nació el largo interregno comprendido entre 1955 y 1983. Una saga cuyas consecuencias fatales ni los sinceros aunque tardíos reconocimientos recíprocos de sus dirigentes más veteranos pudieron detener: la violencia como ideología, más allá de sus inspiraciones doctrinarias. Durante su transcurso también se fueron marchitando los últimos estertores de desarrollo material y social de nuestro proyecto primigenio. La democracia estrenada en 1983 se edificó sobre una sociedad que había perdido su consistencia inclusiva y el desmoronamiento de la sólida y ejecutiva burocracia estatal que tan eficazmente dio respuestas a las sucesivas coyunturas desde mediados del siglo XIX. De ahí, el curso anomico de nuestras bases materiales sumidas en el estancamiento.

Su impacto sobre la novel democracia habría de mellar a la Republica aunque por razones diferentes a aquellas de nuestra construcción nacional. La crisis económica crónica requirió de sucesivas leyes de emergencia plasmadas en un autoritarismo fofo e incompetente para cimentar una normalidad perdurable eincapaz de dirigir ningún proceso colectivo de fuste. Sus causas estriban en la colonización facciosa de su maquinaria estatal  por intereses parasitarios entre los que se destacan los de una corporación política proclive a enmascarar sus intereses facciosos con los de un “pueblo” imaginario.

 La Argentina  actual constituye un ejemplo concluyente de la “ley de hierro de las oligarquías” de Robert Mitchell. Así lo exhiben impúdicamente términos consignas como “ir por todo”. “Todo” que aspira a terminar de colonizar el vértice de la esfera pública: el Estado y sus instituciones representativas. Dadas nuestras condiciones materiales y sociales, la consigna incuba el ideal social de un dominio hegemónico por una clase dominante de dinastías multimillonarias enriquecidas merced a las mieles del erario público que cínicamente declama representar a “los que menos tienen”.  

Dados todos estos antecedentes, no es difícil advertir que la  tentación autoritaria esta ahí. Tanto como el límite de la impotencia de nuestra clase dirigente a raíz de la decadencia de su propia burocracia publica colonizada por sus intereses caquistocraticos contrarios al saber y al mérito.  Baste como ejemplo el hecho de que se haya tenido que recurrir a un equipo de sanitaristas por fuera de un Estado que hasta hace algunas décadas era una cantera de funcionarios que constituían un modelo en la materia para toda la región.

El peligro seguir apretando el pie en el acelerado de esa pulsión con su saga de enemigos y de batallas imaginarias será entonces menos la imposición de un orden vertical impracticable por carencia de personal y mala praxis de funcionarios ineptos, que el despliegue de sus luchas facciosas.  En medio de una inflación indomable y de una depresión sin precedentes de  aquella de 1929-30 con su corolario de empresas quebradas o en fuga, y de trabajadores desocupados que  atizaran niveles de pobreza e indigencia aún mayores que en 2001 y 2002. Todo lo contrario a recomponer el flujo de inversiones interrumpidas hace décadas con su secuela de un estancamiento  en el que estamos empantanados hace casi medio siglo por desaprender el legado de 1890.

La grand finale de una clase dirigente incapaz de gestionar  la traba histórica de nuestra particular estructura económica y social y de su inserción en el mundo. Su responsabilidad no recaerá solo en los reflejos unanimistas de oficialismo loteado entre bandos en pugna  sino también en una oposición a la defensiva y fragmentada que no acierta en proveer a la ciudadanía libre lo que el gobierno carece: un discurso propositivo en sustitución de su relato providencial y de un programa de políticas que supongan el punto de partida de una idea de país  posible de país para las próximas generaciones de argentinos.

*Miembro el Club Político Argentino

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