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POBREZA Y NUEVAS DEVOCIONES POPULARES por Jorge Ossona*

| 30 marzo, 2017

III.  San La Muerte

San La Muerte congrega, por diversas razones,  a uno de los cultos populares de visibilizacion más compleja en los suburbios pobres argentinos. Para mencionar solo algunas: su carácter semisecreto, su simbología macabra (una calavera semidescarnada envuelta en una capucha de monje tomando una amenazante guadaña), su gran capacidad de fusión con otras religiosidades (como El Gauchito Gil y la umbanda) y su asociación con las prácticas de la vida marginal; particularmente, con las de los delincuentes juveniles. Este último rasgo evoca otra de sus especificidades: su carácter “amoral” inherente a toda una concepción del mundo y de la vida de profundas raíces históricas y culturales. Conjugadas con la pobreza estructural se potencian y contribuyen a explicar algunas estribaciones de la violencia urbana contemporánea. Si bien su denominación más extendida es “San La Muerte” posee también otras que habilitan vías de comunicación entre los “entendidos” de los códigos marginales como “El Santito”, “Nuestro Señor de La Muerte”, “San Esqueleto”, “El Señor”, “El Gil” y “La Parca”.

Su presencia simbólica es ubicua en diversos escenarios de la pobreza suburbana. Las esporádicas huellas de sus rituales son perceptibles en esquinas o en las tumbas de sus seguidores fallecidos en los cementerios públicos: velas tricolores rodeadas de botellas de cerveza, restos de cigarrillos de marihuana,  envoltorios de pako o cocaína, costillas de asado, pochoclo o casquillos de balas. También, en murales callejeros; calcomanías en lunetas de autos o en páginas de Facebook, etc. Pero su expresión por antonomasia  se graba en el cuerpo bajo la forma de tatuajes  en la espalda o brazos evocativos de un compromiso total, indeleble y de por vida; a la manera de un pacto de sangre de imposible retorno.

Su simbología  calaverica conduce a algunos de los múltiples relatos de su mitología. El más difundido nos remite a la expulsión de las misiones jesuíticas  dispuesta por Carlos III en 1786. La partida de la Compañía de Jesús dejo un tendal de misioneros merodeando en pueblos y  caminos. Sin abjurar de su fe e impugnando a la burocracia eclesiástica algunos reivindicaron muchas creencias guaraníes  tradicionales que los jesuitas habían tratado de absorber elastizando al máximo los márgenes del dogma católico. Algunos sacerdotes no tuvieron, entonces, dificultades en convertirse en “payes”, chamanes tribales que habían resistido inconmovibles la presión evangelizadora; aunque, en su caso, sin renunciar a su fe en Cristo. Por último, también se registró  un dialogo intenso con las creencias aportadas por los esclavos fugados del sur del Brasil que hacia fines del siglo XVIII constituían una cuarta parte de la población de Corrientes.

Según el relato más difundido, el santo no era sino un “paye” que, continuando las prácticas de los padres de la Compañía, auxiliaba a los “perdidos” por impotencia moral –cuatreros, asesinos, prostitutas, gauchos alzados-, o física (los leprosos confinados en reductos aislados de la sociedad). Ingresaba en el pabellón de los enfermos terminales proveyéndolos de agua para evitar que murieran de sed. El clero regular, atento a su predicamento entre los marginales, influyó sobre las autoridades públicas  para que un día lo dejaran encerrado con ellos. No se resistió, pero hizo ayuno en señal de protesta. Cuando un tiempo más tarde abrieron su calabozo hallaron a su esqueleto vestido con su túnica negra recostado sobre una de las paredes. El rumor de este desenlace se propago por todo el Litoral dando nacimiento al mito en el que abrevó el culto popular vigente hasta nuestros días. No obstante, durante las últimas décadas adquirió una extensión notable en las subculturas urbanas de la marginalidad estructural.  

Menos importante que esta y otras versiones del mito son sus fundamentos cosmológicos procedentes de las culturas aborígenes del nordeste conjugados con las aportadas por la población de origen africano procedente de Brasil. De ahí, sus puntos de contacto con la umbanda. Según esta tradición, el mundo y el universo se resumen en fuerzas energéticas que los humanos traducen en acción a través del deseo. Este debe siempre realizarse más allá  de la moral circunstancial de las sociedades humanas. Sólo así es posible retroalimentar a las entidades trascendentes que lo rigen cuya intervención puede invocarse para su realización en este mundo. Por cierto que el despliegue del deseo propio puede suponer el prejuicio ajeno. Pero ello es concebido como necesario para revelar quiénes son los verdaderamente fuertes. Con o sin el apoyo de fuerzas sobrenaturales, estos son los únicos  merecedores de dominar a los débiles que sólo pueden sobrevivir bajo su amparo en distintos colectivos. La fortaleza se mide en resultados, como lo prueba el destino del “paye” sacrificado: su fuerza superlativa se reveló a través del mito que doblegó y desenmascaró a sus verdugos.

Aplicado a la vida cotidiana de la pobreza, la supervivencia requiere, en más de una oportunidad,  poner entre paréntesis la moral cristiana convirtiendo a la astucia, el delito, o diversas promiscuidades en la expresión de una fuerza vital ejercida por los más fuertes para que sus agregados puedan sobrevivir. A veces, la vieja moral suscita la culpa; pero esta puede habilitar a otros caminos para la realización del deseo como  sobreponerse frente  a las pulsiones del delito y las adicciones sublimándolas en otras igualmente poderosas. Se encuentran allí las claves del éxito de otros fenómenos que abarcan desde los nuevos evangelismos hasta las explotaciones de la economía ilegal. En la jerga popular, hay un término indicativo de esa actitud: “rescatarse”. En suma, no hay incompatibilidad  necesaria y terminante entre el bien y el mal: a veces se puede ser bueno en la línea de la moral cristiana; o malo, según los códigos de la calle que a menudo confluyen.

 “El Santito” participa de esa visión a través de sus múltiples cualidades milagrosas: resolver problemas amorosos, de dinero y de salud; ofrecer protección en contra de los daños infligidos por la envidia de parientes y vecinos o por del “mal de ojo”; y traer fortuna para aquellos sumidos en la ludopatía, la promiscuidad sexual o el delito. Pero se trata de una entidad tan poderosa como exigente; sólo conveniente para personalidades fuertes e implacables. Porque el incumplimiento de las promesas genera castigos tan brutales como las aquellos que afectan a sus fieles robados, humillados o traicionados. Sus legionarios vivos, por lo demás, pueden  encargarse de realizar el deseo del santito administrando fácticamente las puniciones confirmatorias de moralidades subalternas reconocidas como “los códigos”.

Providencia, democracia –finalmente, les cae con su guadaña (un añadido ulterior) a ricos y pobres-, justicia convencional y social –no deja de ser un culto que protege a los débiles de los poderosos- fragua en una subcultura religiosa de vasos comunicantes con otras como la umbanda; aunque casi siempre, con sus variantes minoritarias macabras y marginales. Son aquellas que habilitan el sacrificio  de perros y gatos para nutrir con su sangre piedras y rituales de las ofrendas a sus santos. Los seguidores umbandistas de San La Muerte suelen remitirse a payes  que ofician como polos informativos sobre “trabajos” y “oportunidades”. En la jerga policial y delictiva se los reconoce como “dateros”, a menudo asociados con las fuerzas del orden; e incluso, con la política y la justicia.

 De ahí que los “capitos” de las bandas juveniles sean fervorosos observadores de sus rituales en procura de la información que estos ofrecen a cambio de una comisión del botín recaudado. Suelen también alquilarles armas, proveerlos drogas, exigir a sus fieles el dinero para la provisión de velas rojas, verdes y blancas (los colores astrales de Ogun, dios umbanda del metal y de la guerra), y entregarles collares y pulseras protectoras. Ofician también como consejeros sobre la conveniencia o no de una operación; aunque esta suele fundamentarse en información escrutada por otros emisarios vinculados al mundo nocturno, la policía y la política. Como los quinieleros son “personas de honor” depositarias de la confianza ciega de sus clientes; uno de los emblemas indispensables para el sostén de su capital social y económico.

La umbanda asimila a San La Muerte con Ogun, o su equivalente  San Jorge; no fortuitamente, el santo de la policía y del ejército. Es frecuente, entonces, que “malandras” y “gorras” coincidan en encomendarse a versiones homólogas del mismo santo. De todos modos, los primeros deben transitar el delicado equilibrio de ser acompañados por  el emblema de San la Muerte  en sus operaciones; aunque evitando su exhibición porque de descubrirse su protección, se invierten sus resultados.

El fin de la idea de futuro y de los proyectos de vida  fundados en el trabajo y el estudio, sumados a  la contigüidad indiferente entre la vida y la muerte, son algunos de los ingredientes que explican la propagación de esta y otras religiosidades. En su defecto, existirían como tradición pero, como antes del cataclismo social comenzado en los 70, sin la actual carga disruptiva del orden social. No fortuitamente, “el Santito” es la divinidad dilecta  entre los jóvenes desafiliados reconocidos como “pibes chorros”.

*Historiador y Sociólogo. Integrante del Club Político Argentino

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