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POSLIBERALISMO POLÍTICO por Albino Gómez*

Con-Texto | 25 mayo, 2019

Como pasamos la mayor parte del tiempo en  campaña política, muy difícilmente pudimos escuchar un debate de ideas, que pusieran  algo de altura al debate político, que siempre termina en diversas formas de la llamada y negativa grieta. Por eso recordé una nota en la que ya hace bastantes años decía el historiador español Javier Tussell, sobre un amigo suyo, que  parecía  haber encontrado la piedra filosofal para solucionar todos los problemas del presente y del futuro en la culpabilización, de entrada, al gobierno en abstracto, sea quien fuera, de todos los males inimaginables. Irrefrenable propensión que le recordaba a dos políticos españoles muy distintos por el tiempo en que les tocó ejercer su papel y muy distantes en su ideología. Uno se llamaba Joaquín Garrigues, un liberal que ironizó en un artículo famoso ('Piove. Porco governo!') no sólo sobre quienes esperaban demasiado del Estado sino a los que estaban encantados en encontrar en él una diana para todos sus odios. El otro se llamaba Indalecio Prieto, famoso diputado del PSOE que en 1933, debatiendo con las juventudes de su propio partido, les reprochó la tendencia a sujetar al estrecho molde de sus concepciones ideológicas extremistas la realidad política cotidiana.

Porque para Tussell, elegir al Gobierno como causante de todos los males podría ser tan sólo una anécdota si la opción no ocultara tras de sí un pensamiento. Y que en efecto ése era el caso, para quienes autodesignados  como liberales,  sostenían que es siempre el mínimo de intervención estatal o gubernamental el alcaloide medicinal para todas las enfermedades, y esta actitud no se debía a ligereza o a deseo de simplificación sino a una posición de fondo. Y como siempre, lo peligroso no es su manifestación con frases más o menos felices,  sino que los mismos conceptos fundamentales alimentados en la reflexión abstracta, más aparentemente alejada de cualquier circunstancia política concreta, pueden tener graves consecuencias.  En suma, que por tratarse  de una cuestión de principios de filosofía política, sus presupuestos deben ser analizados a fondo.

En primer lugar, desde el propio pensamiento liberal la idea de que es posible llegar a la piedra filosofal, es decir a esta solución omnicomprensiva y omniresolutoria es una peligrosa ilusión. Isaiah Berlin, una de las cumbres del pensamiento liberal del siglo XX,  decía que esa utopía no sólo era inalcanzable sino incluso ininteligible. Pero señalaba a la vez que, sin embargo, siempre existiría como tentación porque hay en el ser humano la pretensión de descubrir de forma completa y total la naturaleza fija e inalterable del Hombre y, una vez captada, proporcionarle soluciones que la dejen satisfecha por completo. Porque quien basa, de entrada, cualquier respuesta a un problema concreto en un genérico repudio del intervencionismo gubernamental o estatal, está demostrando en la práctica partir de una solución de fondo que se basa en que todo problema sólo puede tener una correcta solución, en todo tiempo y lugar, y que las demás, por definición, no lo son de ninguna manera. Pero eso nos remite a una actitud demasiado abstracta que, por eso mismo, puede resultar muy peligrosa. A Berlin le gustaba citar una frase de Constant que ha sido de aplicación habitual en contra de los totalitarismos. A menudo, decía el escritor francés, recordando los tiempos revolucionarios, que en ellos se había inmolado al Ser abstracto los seres reales y se había ofrecido al Pueblo en masa el sacrificio del pueblo en detalle.  Lo que importa es que en todo aquel que cree haber encontrado la piedra filosofal, la pócima o el ungüento mágico, ronda la amenaza señalada hace tanto tiempo por Constant. Al menos de esta forma de pensar puede derivarse la aparición de una manifiesta irresponsabilidad a la hora de aplicar aquello que se ha defendido en términos teóricos.

Frente a la idea autodestructiva de que se puede alcanzar la perfección mediante la aplicación de una fórmula, Berlin sugirió otra visión del liberalismo que bien podría denominarse 'agonística'. Este calificativo querría decir que hay respuestas plurales e históricas a los interrogantes que crean los grandes problemas morales o políticos. Lo conveniente sería, por tanto, practicar la tolerancia entre ellas y dejarlas que choquen entre sí dando, luego, a los problemas concretos las soluciones pragmáticas que correspondan. Estas soluciones podrán ser cambiantes según las circunstancias de tiempo y lugar pero también de grado. Así, los principios de libertad y de igualdad, ambos positivos, podrían ser compatibles. Sabemos, en cambio, que quienes han pretendido la igualdad absoluta han suprimido la libertad y ni siquiera han conquistado nada parecido a la primera. Hoy en día, sólo los más extremistas de los autodefinidos como liberales se siguen encabritando en contra del principio de igualdad. Pero tratar de hacerlos compatibles es posible y deseable, por más que ellos lo nieguen.

Se equivocan de nuevo porque no ven la cuestión en los términos históricos que corresponde. Hubo, en efecto, una derecha liberal que en un determinado momento consiguió una cierta hegemonía, nunca total ni universal, en la política democrática, principalmente en la anglosajona pero esos tiempos ya han pasado, y no implica su regreso las tendencias de incertidumbre con asomos de derechización  que han mostrado en Europa. Vivimos tiempos posliberales, que no niegan los valores verdaderamente trascendentales del liberalismo, que ni siquiera ya se discuten, como los derechos de la persona, la propiedad privada o la economía de mercado, la igualdad ante la ley… Pero el liberalismo extremo que pretendió hacer de sus valores una suerte de libro rojo de Mao redactado por Adam Smith, ese liberalismo,  ha muerto.

La actitud posliberal supone entonces creer en la sabiduría de la Historia y en el sofisticamiento, no en piedras filosofales o pócimas milagrosas. En un determinado momento del pasado pudo, sin duda, ser obligada una rectificación de un rumbo equivocado. Pero piedras filosofales no las tienen los políticos nunca y los filósofos de la política sólo en muy pocas ocasiones. En este último caso, si se trata de elegir, de entre la propia opción de clásicos, conviene volver a leer a Raymond  Aron, a Berlin o a Dahrendorff en vez de a Adam Smith. Porque además, el posliberalismo consiste también en reconocer los caminos complicados por los que transita la naturaleza humana en materias como la política. Por eso Berlin citaba con fruición una frase de Kant que le sirvió para titular uno de sus libros: 'Con un leño tan torcido como aquel del que ha sido hecho el ser humano nada puede forjarse que sea totalmente recto'. No hay frase más mortal para los amantes de simplificaciones.

Una derivación de los tiempos posliberales en los que vivimos es darse cuenta de que, si no existen pociones mágicas, hay al menos senderos confortables que son el producto de la experiencia largamente acumulada. Lo que llamamos 'sociedad civil' es una creación cultural nacida de doloroso parto tras muchos siglos; vale mucho más que los principios filosóficos de cualquier pensador liberal más o menos remoto. Los cambios beneficiosos que la Humanidad engendrará en el futuro de su convivencia política partirán, sin duda, de ella. Pero la 'sociedad civil' tiene también sus peligros: pueden nacer de un exceso de intervencionismo que coarte su espontaneidad y su capacidad creadora. Pero también es posible que surjan de la aplicación de una fórmula mágica que, supuestamente identificada con la esencia de la naturaleza humana, ponga en peligro su estabilidad y su capacidad para el progreso económico, cuestionando de ese modo, por los efectos de una política errada, la solidaridad en que se cimenta, deslegitimándola o fragmentándola, dando por resultado una concentración de poder que esté en la antítesis de lo que ella representa. ¿Sabemos qué es Cambiemos?

 

*Escritor, diplomático, ensayista

 

 

 

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