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ALGUNOS ESCORZOS DE LA POLÍTICA EXTERIOR DEL GOBIERNO DEL PRESIDENTE ARTURO FRONDIZI Por Albino Gómez*

Ernestina Gamas | 28 septiembre, 2012

 

La política externa ejecutada por la República Argen­tina desde el 1 de mayo de 1958 hasta el día 29 de marzo de 1962, en que el doctor Arturo Frondizi fue separado del gobierno por decisión subversiva de un grupo de jefes de las tres armas, se había definido al servicio de una estrategia nacional de desarrollo económico e inte­gración. Y desde luego también, la política de desarrollo había hecho explícitas sus intenciones de sustituir la estructura económica tradi­cional que se consideraba superada, por otra que había sido adecuadamente enunciada en la campaña elec­toral que consagró a Frondizi presidente por una amplia mayoría en los comicios del 23 de febrero de 1958.

Ahora bien, el cambio de una economía que exhibía una fuerte dependencia en los rubros esenciales para el desarrollo industrial (hie­rro y otros minerales, combustibles y materias primas industriales), por una estrategia dirigida a obtener un de­sarrollo industrial sostenido a partir del logro de la autosuficiencia petrolera y petroquímica, abriendo el país a las inversiones directas, de riesgo, con aplicaciones tec­nológicas modernas, afectaría la política exterior del país hasta ese momento, con el fin de adecuarnos a la coyuntura que, según se apreciaba en el gobierno, exigía nuestro desarro­llo nacional. Así las cosas, el eje de nuestra política exterior ejecutó un giro tendiente a mejorar nuestra posición dentro del con­tinente americano, aunque procurando no alterar su tesitura formal tradicional tanto en relación con los países europeos y particularmente con Gran Bretaña, como con los países del bloque sovié­tico, estimando que su mantenimiento, a la vez que afirma­ba la personalidad del país mejoraba su capacidad de ne­gociación. Porque es sabido que a los satélites no se los consulta, se les ordena.

Al sostener que la necesidad de desarrollo era un objetivo fundamental para un país de nuestras caracterís­ticas, nos colocábamos en una instancia realista que nos permitía soslayar los pronun­ciamientos ideológicos abstractos y mantener una necesaria capacidad de decisión. Todo ello sin recurrir a presiones internacionales forzadas, como las que solían ejercitar algunos países afroasiáticos, a veces con éxito, frente a las metrópolis de los bloques, por cierto que a partir de posiciones estratégicas especiales y, en todo caso, diferentes de la nuestra.

Lo dicho puso de relieve la intención de ejecutar una política exterior que sirviera a un programa de desarrollo económico. Pero esta deliberada intención debía llevarse a cabo, ejecutarse, en un mundo determinado y preciso con el cual estábamos interrelacionados. Cabría entonces preguntarse cómo veíamos a nuestro país en relación con el contexto mundial entonces vigente.

Contestar a este interrogante requirió formular un diagnóstico del país y de la coyuntura mundial y aventu­rar un plausible pronóstico de la evolución histórica global.

En primer lugar considerábamos a la Argentina un país occidental. No sólo por nuestra ubicación geográfica en el hemisferio occidental -hecho de una gran importancia política- sino también por la considera­ción de todos los otros elementos estructurales de nuestra realidad histórico-social.

A esto se sumaba una definición geográfica que nos mostraba en el sud de Sudamérica, junto al océano Atlántico y con una extensa costa de rica y dilatada plataforma submari­na, compartiendo además con Chile la Península Austral que, ba­ñada por tres océanos, se encuentra en las puertas de la Antártida. Y este auspicioso retrato nacional que habíamos trazado se completaba positivamente por nuestra cuantiosa inmigración de origen mayoritariamente europeo, por la inexistencia de conflictos raciales importantes y por el cultivo de creencias que a través de los tiempos nos depararon una eticidad tolerante y laica de raigambre judeocristiana.

En términos latos, constituíamos un país de estructura económica agroexportadora cuyo módulo fundamental de intercambio internacional (carnes y granos por combusti­bles y manufacturas) que en otras épocas, con mejores mercados externos, con menor población y por tanto con mayores excedentes llevó a la Argentina del Centenario a ocupar un puesto destacado en el ranking mundial de comercio externo y a exhibir un crecimiento importante en un radio de 300 km. del puerto de Buenos Aires y en algunas otras zonas del país. Pero ya en 1958, Argentina no podía en razón del agravado deterioro de los términos de ese intercambio, ni financiar la necesidad de crecimiento del país, triplicado en su población, ni proveer los ingresos fiscales suficientes para mantener los gastos de un estado que se había agigantado por influjo de importantes movimientos sociales y políticos internos.

Según el análisis expuesto se hacía indispen­sable no sólo una reforma y raciona­lización del aparato estatal que se encarara de inmediato, no sólo un cambio en las prioridades de la política económica con la privatización siquiera parcial de la explotación petro­lera, de los transportes , de las grandes centrales termo­eléctricas, generación de la petroquímica y de la química pesada, fomento de las industrias siderúrgica y automo­triz, sino, además, en cuanto al tema que nos atañe particularmen­te, la búsqueda de una modificación en nuestra inserción inter­nacional que permitiera corregir las distorsiones de un intercambio crecientemente negativo.

La apoyatura diplomática y consular a la política de liberación del subsuelo petrolero, la liquidación de los acuerdos pendientes con CADE y ANSEC, el respaldo a las gestiones de promoción de inversión y desarrollo en petroquímica y química pesada e industria automotriz, el fin de las negociaciones para la devolución de los bienes de propiedad enemiga, la refinanciación de la deu­da privada con los bancos agrupados en el Club de París y los acuerdos internacionales de crédito e intercambio y con la tesorería de los Estados Unidos, constituyeron la primera etapa a ejecutar en materia de política exterior que se encaró inmediatamente luego de asumido el gobierno . Y se ejecutó con toda la rapidez posible, en la certeza de que en los procesos de cambio el ritmo en la ejecución de las medidas tenía una importancia determinante.

Pero también era necesario tener en cuenta en qué mundo había que desarrollar tales acciones.

La década del cincuenta, cuyos últimos años estába­mos viviendo, había mostrado la consolidación interna de dos bloques en que se habían dividido los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial. La separación se había efectuado siguiendo las pautas de sus respectivos siste­mas, tanto en el orden interno como en el orden interna­cional de cada uno, respetando en general los lineamientos de Crimea confirmados en Potsdam. En cuanto a los de­rrotados en la guerra, se notaba que iban recobrándose firmemente, con mucho esfuerzo interno pero con fuerte ayuda externa.

Los demás países, cuya mayoría se encontraba en vías de desarrollo, según la optimista calificación de las encí­clicas papales de la época, experimentaban el proceso de descolonización generando un movimiento internacional que, a partir de la reunión de Bandung (1954), había tomado las peculiares modalidades que le imprimían sus líderes asiá­ticos y africanos y que reflejaban con exótico dramatismo, las condiciones económico-sociales (y también las posicio­nes estratégicas y geográficas) de esos países, que según la "Mater et Magistra" era "el premio mayor en la lucha entre Oriente y Occidente". Bautizado como Movimiento del Tercer Mundo para diferenciarse de los dos primeros -ca­pitalista y socialista-, comenzó a desempeñar un papel im­portante en los foros multilaterales y especialmente en las Naciones Unidas, aprovechando una coyuntura operativa que no habíamos podido aprovechar nosotros por nuestras características nacionales específicas y por nuestra posición en la guerra mundial.

Dentro de ese panorama general, las superpotencias adoptaron un sistema de convivencia internacional al que denominaron coexistencia pacífica y cuyo objetivo más señalado era el de sustituir la confrontación bélica directa por la serie ininterrumpida de conflictos menores y de operaciones encubiertas que se dio en denominar “ guerra fría”.

En términos muy generales, así era el mundo que nosotros observábamos. Dentro de él teníamos que hacer plausible una política exterior cuyos objetivos bási­cos eran satisfacer las necesidades de financiamiento externo con inversiones privadas y de riesgo que, como ya dijimos, requería nues­tro desarrollo económico, y replantear nuestro esquema general de comercialización externa.

Dentro de las pautas generales que hemos ido seña­lando, una de ellas tuvo preponderancia sobre las demás durante la presidencia de Arturo Frondizi. Queremos alu­dir a la inclinación por enfrentar y tratar de resolver los temas concretos, los problemas que se planteaban, sosla­yando siempre las disquisiciones ideológicas o abstractas, que habían sido motivo previo de análisis y elaboración.

————————————————

El primero de estos temas se refiere al sistema de los países limítrofes y el Perú que, desde los inicios de nuestra nacionalidad se había constituido por la mera fuerza de los hechos en un entorno natural de seguridad y proyec­ción externa, tal como lo demostraban inequívocamente las campañas libertadoras y las primeras misiones diplomáti­cas posteriores a la Revolución de Mayo. Consecuente con el reconocimiento de ese hecho, la primera expresión de la política externa del gobierno de Frondizi fue el viaje a esos países que encaró como presidente electo en el mes de marzo de 1958. Los discur­sos pronunciados en esa gira, y sobre todo los de las uni­versidades de Río de Janeiro, Santiago de Chile y Lima, constituyeron un anticipo del programa de política exterior que debería ejecutar la Argentina en los años venideros.

Los conceptos principales se referían a la legalidad interna e internacional y al derecho a la autodeterminación política y al desarrollo económico, de manera tal de facilitar la lucha contra el subdesarrollo económico y la dependencia sin alterar las condiciones de conviven­cia internacional sumamente sensibilizadas por las tensio­nes generadas por la guerra fría. El desarrollo de los países de América Latina, dentro de la profunda y reconocida diversidad exis­tente entre ellos, era considerado pren­da del desarrollo de los demás.

Así se decía precisamente en el discurso de Río de Janeiro que fue inmediatamente asimilado por el gobier­no brasileño, inaugurando simbólicamente un acercamien­to con sus dirigentes. Este acercamiento habría de manifestarse luego tanto en la relación bilateral como en los foros multinacio­nales regionales y mundiales de manera muy significativa.

Se inicia entonces la relación con Juscelino Kubitschek, el presidente desarrollista del Partido Social Demócrata y su grupo de asesores encabezado por el célebre poeta, dirigente católico, industrial y embajador Augusto Frederico Schmidt. Fruto de esas conversaciones será la Operación Panamericana propuesta al Presidente Eisenhower como una suerte de programa de desarrollo de base para toda América Latina. Enseguida, se genera el Comité de los 21 dentro de la Organización de Estados Americanos, integrado por delegados de nivel ministerial para dar prioridad a los temas de desarrollo económico por sobre los temas ideológicos y jurídicos acerca de los que abundaba la retórica tradicional de la Unión Panamericana.

En cuanto hace a la relación bilateral, que debía ac­tuar como pivote de ordenamiento capaz de proyectarse y articular con coherencia a todo el Cono Sud, esta peculiar relación se plasma en el Tratado de Uruguayana que aun­que fuera en definitiva suscripto por Frondizi y Janio Quadros, había sido negociado durante el gobierno de Juscelino Kubitschek. Como se recordará, en Uruguayana se había pactado un régimen de consulta previa obligato­ria de especial aplicación para las cuestiones concernien­tes a la Cuenca del Plata y tendía a la elaboración de una política concertada en materia de política interamericana y en materia de cooperación económica y financiera inter­nacional. Se creó un comité binacional permanente de nivel presidencial, para el análisis y tratamiento de los temas a considerar, cuyas más importantes manifestaciones opera­tivas y prácticas pudieron apreciarse en la Reunión Eco­nómica Interamericana de Punta del Este, establecida a nivel de ministros de economía. Allí, gracias a la acción conjunta del canciller brasileño Santiago Dantas y del embajador Carlos Muñiz, las delegaciones de los países más importantes de América del Sud actuaron como una sola. Pero, para ilustrar con claridad el funcionamiento y las posibilidades de ese tipo de entendimiento recordaremos que el gobierno de Janio Quadros había invitado a la Ar­gentina a integrar el comité consultor de la represa de Uburupungá, en el estado de San Pablo, y a colaborar en el estudio de prefactibilidad de la represa de "Sete Que­das".

En cuanto a Chile, se debió encarar prontamente el cambio implícito en la sustitución del general Ibáñez por el dirigente del Partido Nacional don Jorge Alessandri. Nos había ido bien en el viaje de Frondizi como presidente electo y la conferencia sobre las relaciones interamericanas y el desarrollo económico y social pronunciado en la Universidad de Santiago había sido muy bien recibida por una amplia audien­cia que incluía tanto al general Ibáñez del Campo como al gran poeta Pablo Neruda. Sin embargo, las cuestiones de límites trataron una vez más de enmarañar las relaciones argentino-chilenas dificultando nuestro camino hacia la in­tegración sudhemisférica y preantártica.

Donde las cosas se pusieron serias fue en el Canal de Beagle, por haber heredado el gobierno de Frondizi un con­flicto provocado por la Marina chilena en enero de 1958 -es decir durante los gobiernos de Aramburu e Ibáñez- que sustitu­yó violentamente una baliza argentina por otra chilena en el Islote Snipe, ubicado aproximadamente en la parte media de la boca oriental del canal.

En términos generales nuestro enfoque táctico acerca de este problema era tratar de lograr una solución concer­tada de la totalidad de los conflictos pendientes, preferen­temente por la vía de la negociación bilateral mediante mutuas concesiones, como corresponde a toda transacción, y recurriendo eventualmente al tratado general de arbitraje. Pero frente a la acción violenta de la Marina chilena se debió elegir una alternativa que finalmente funcionó. En conjunto con el ministro de Marina almirante Adolfo Estévez, se resolvió la ocupación del islote por una pequeña fuerza de Infantería de Marina, la inmediata remoción de la baliza chilena y la manifestación simultáneamente pública y diplomática de la decisión argentina de mantener esa ocupación hasta obtener el reconocimiento por parte de Chile del carácter litigioso del islote y tratar de resolver la correspondiente atribución de soberanía utilizando los medios pacíficos de solución de los conflictos. Pero además, considerábamos de la mayor importancia mantener en esto una posición firme para poder encarar luego la cuestión de las islas Picton, Nueva y Lennox desde una posición sólida y sin depender de la aplicabilidad del principio bioceánico en la zona archipelágica, muy cuestionable, entre otras cosas, por la atribución de Navarino a Chile en el Tratado de 1881. De todos modos primó la cordura en los medios diplomáticos y terminamos suscribiendo una decla­ración conjunta que reconocía el carácter litigioso del área por la coexistencia de reivindicaciones por parte de los dos países y la decisión de recurrir a los medios de solu­ción pacífica. Esta declaración desautorizaba automá­ticamente cualquier acción unilateral lo cual permitió el desmantelamiento de las balizas, que en el futuro no se­rían ni chilenas ni argentinas, y se dispuso el inmediato retiro de los Infantes de Marina.

Aunque nosotros sospechamos que la navegación no debe haber resultado demasiado beneficiada con el acuerdo, es un hecho que nos permitió salir de una situación difícil ratificando la tendencia a la solución pacífica de los conflictos, tendencia que se consagraría en la Declaración de Los Cerrillos suscripta poco después por los presidentes Frondizi y Alessandri y, desde luego, en el Tratado de Límites suscripto en 1960.

Conviene reconocer aquí que las relaciones argentino-­chilenas nunca han sido fáciles. Ello se debe no sólo a las dificultades técnicas y materiales que genera la demar­cación de una frontera tan larga y tan compleja, sino al desarrollo histórico, como siempre crítico, de un futuro de integración con sus fases (fisica, económica y política) que, a pesar de todo, se observan cada vez con mayor claridad.

Con respecto a Perú, presidido entonces por el doctor Manuel Prado, lo más importante fue la suscripción de un tratado de comercio considerado como el primer paso hacia el establecimiento de una zona de libre comercio en el área que se consagraría dos años después con el Tratado de Montevideo al establecer la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC).

En este Tratado, el criterio que mantuvo la Argentina,­ compartido por Brasil, fue que los intercambios de los países del área debían tender a facilitar los desarrollos nacionales para que, fundado en una integración económi­ca nacional previa, se abriera el camino hacia la integra­ción económica regional o mercado común. Uno de los objetivos que se buscaban era un intercambio de los productos del desarrollo industrial que sustituyera, siquiera parcialmente, el intercambio tradicional, con Brasil, bananas y café por carne y trigo.

En lo concerniente a la relación con los Estados Unidos y la política interamericana, podemos recordar que en septiembre de 1958 tuvo lugar en Washington una reunión de Ministros de Relaciones Exteriores del continente que tenía por objeto pasar revista con agenda abierta a las cuestiones interna­cionales mundiales y analizar el funcionamiento de los organismos interamericanos agrupados en la Organización de Estados Americanos.

En la Conferencia de Cancilleres, Estados Unidos reclamó de todo el mundo occidental una actitud solidaria en su carácter de aliado (entonces) de Formosa, en un diferendo que, a su criterio, hacía peligrar la paz mundial. La próxima reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas debería servir para hacer manifiesto ese apoyo. Este es un ejemplo del tipo de conducción ejercitado por los Estados Unidos dentro del sistema interamericano durante los años de la guerra fría.

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Nuestro enfoque del asunto era distinto. Sin perjuicio de expresar nuestra solidaridad con el resguardo de esos intereses, estimábamos que la oportunidad se prestaba para multilateralizar realmente el funcionamiento de la organización y sobre todo, dar prioridad al problema del desarrollo en América Latina. Acerca de este tema, la delegación argentina ante el Comité Interamericano Económico y Social (CIES), había preparado un trabajo sobre los problemas económicos básicos interamericanos que, presentado ante la conferencia de cancilleres, mereció su aprobación. Este hecho de trascendental importancia permitió la creación de la Institución Financiera Interamericana, vale decir, el actual Banco Interamericano de Desarrollo.

La Argentina, al dar prioridad a los problemas de desarrollo económico por sobre los de seguridad, preanunciaba lo que años más adelante iba a ser el lema del secretario de Defensa de los Estados Unidos y presi­dente del Banco Mundial, Robert Mac Namara: sin desa­rrollo económico no hay seguridad.

Esta postura fue la que presidió la posición argentina en la Conferencia de Cancilleres y en la XIII Asamblea General de las Naciones Unidas, durante la cual resultamos honrados con una banca en el Consejo de Seguridad que sería ocupada por Mario Amadeo en su carácter de delegado permanente.

Al año siguiente –en 1960-, se realizó la visita del presidente Frondizi a Estados Unidos, de importante repercusión política porque, además de ser la primera visita oficial de un presidente argentino a ese país, la Argentina aparecía internacionalmente conducida por un joven aunque veterano dirigente de un partido tradicional de centro izquierda, elegido democráticamente luego de haber encabezado un movimiento que enarbolaba el lema de integración nacional y desarrollo económico.

Fue una gira con característi­cas infrecuentes para los parámetros habituales de las visitas de los dirigentes del sur. Tuvieron lugar dos entrevistas con Eisenhower y el discurso de Frondizi en el Capitolio en su carácter de veterano parlamentario y actual presidente, en el que asumió una suerte de tácita representación de América Latina en momentos en que se lanzaba la Operación Pana­mericana con Juscelino Kubitschek.

El general Eisenhower retribuyó la visita viajando a Buenos Aires y a Bariloche a fines de 1960, hacia el final de su última presidencia.

Al año siguiente, es decir, en septiembre de 1961, se produjo la primera reunión de Frondizi con John F. Kennedy, aprovechando la asistencia de Frondizi a la XVI Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas.

Ambos presidentes mantuvieron una relación muy cordial y positiva. Teniendo en cuenta su formación política, Frondizi sentía simpatía hacia el joven político de Boston, quien aparecía retomando el lugar de dirigente con tendencias universalistas.

El realismo político de Frondizi, su manera directa de enfocar los problemas soslayando, en lo posible, las referencias políticas o ideológicas e instalándose en la posición poco discutible de la necesidad del desarrollo económico, resultaba atractiva para dos dirigentes sólidos pero muy distintos entre sí.

Es preciso recordar que se vivía una época muy difícil y desasosegada por influencia de la competencia entre las su­perpotencias y que ese clima enrarecido influía tanto en la política internacional como en las políticas internas de los países rectores, generando en muchos casos expresiones gro­seramente contradictorias de sus máximos dirigentes.

Por ejemplo, en su mensaje de despedida al pueblo norteamericano ("Farewell Adress", diciembre de 1961), el general Eisenhower advertía "Beware the Military" y de­nunciaba con absoluta claridad la malsana influencia que, para el ejercicio de las libertades públicas y para la paz en el mundo, causaban muchas acciones del complejo militar- industrial.

Se vivía la guerra fría pero, yendo un poco atrás, tenemos que recordar que inme­diatamente después de la debacle del nazismo, con el Ejér­cito Rojo instalado en toda Europa Oriental, las potencias occidentales debieron elaborar rápi­damente una estrategia de contención articulada del Tra­tado de la Organización del Atlántico Norte (1949), cuyo principal objetivo era disuadir a la Unión Soviética y a sus satélites del Pacto de Varsovia, incluyendo las posibilidades de una represalia masiva o, aun, de una guerra preventiva.

Desde luego la respuesta Argentina a los requerimien­tos de la guerra fría era distinta de las de las grandes potencias. Nosotros considerábamos que con una guerra de emancipación librada más de un siglo y medio atrás y con una comunidad bastante homo­génea y sin contradicciones profundas de raza, religión o nacionalidad, podíamos y debíamos atender a nuestro de­sarrollo y modernización como objetivo principal, sin per­juicio de reconocer nuestra natural pertenencia al "mundo occidental y cristiano".

La guerra fría penetró de alguna manera en la Argentina, a través de la influen­cia de algunos medios y de algunos sectores minoritarios de accionar encubierto. Sin embargo, la geografía y las condiciones socioeconómicas del país nos mantuvieron relativamente alejados de esa guerra.

La posición argentina en relación con el problema de Cuba fue muy clara. Sin perjuicio de denunciar lo desacer­tado de su accionar político internacional, que la llevaba a depender de la Unión Soviética afectando su autodetermi­nación de un modo intolerable, insistía en la necesidad de mantenerla dentro del sistema para evitar precisamente la profundización de su dependencia. Tal fue el sentido político del voto argentino en la Conferencia de Punta del Este, acompañado por los de México, Brasil y Chile, entre otros, y éste era el objetivo que perseguían esos mismos países. .

Como es sabido, esa política no prosperó. Cuba terminó siendo una base estratégico-po­lítica de gran valor simbólico para el comunismo interna­cional, que llevaría a las superpotencias en octubre de 1962 a una peligrosísima confrontación, se­mejante, aunque con los papeles invertidos, a la que había tenido lugar en Berlín el año anterior. En apariencia, ambas confrontaciones fueron resueltas a favor de los Es­tados Unidos.

Sin embargo, en el caso de los cohetes de Cuba, se pensaba que el resultado de la crisis con el traslado de la cohetería ofensiva, entrañaba una ventaja occidental más simulada que real, dado que de hecho la negociación incluía la garantía norteame­ricana de no intervenir militarmente en Cuba, ni siquiera de manera indirecta como en Bahía de los Cochinos.

Seguramente hubiera sido más útil para la paz en el mundo, para los Estados Unidos y natu­ralmente para Cuba, que en Punta del Este o durante las tratativas de mediación encaradas por los grandes países del continente, se hubiera impedido la utilización de la isla como un portaaviones soviético.

Argentina, al alinearse como lo hizo en octubre de 1962, sin distinciones sutiles y a la vista de la fotografía de los cohetes, hizo lo único que podía hacer, frente a una audaz jugada de Kruschov que ponía insensa­tamente en peligro la paz mundial. Recordemos que otro tanto hizo el general De Gaulle a pesar de los enfren­tamientos franco-americanos.

Durante los años 1957/1958 tuvo lugar el Año Geofísico Internacional, promovido y organizado por las Naciones Unidas y apoyado decisivamente por las superpotencias. En el marco de esta estructura, dentro de la cual funcio­naba el Comité Especial para las Investigaciones Antárticas, se iría negociando el Tratado Antártico. Y dentro de esas negociaciones , la Argentina tuvo un papel muy decoroso, más importante que el que se hubiera deriva­do de la evaluación de nuestra importancia internacional relativa.

La razón de ese tratamiento preferencial tenía en cuenta varias circunstancias. En primer lugar, nuestra posición geográfica verdaderamente pre-antártica, al com­partir con Chile la península austral. Luego, el reco­nocimiento de nuestra tradición antártica, con base per­manente en el continente desde 1904, cuando nos hicimos cargo del observatorio meteorológico y magnético del doc­tor W. S. Bruce en la Isla Laurie del grupo de las Orcadas del Sud, lo que fue marcando una presencia continua en el continente.

La Conferencia de Washington que se deriva del Año Geofísico Internacional nos encontró entre los doce prota­gonistas que suscribieron el 1 de diciembre de 1959 el Tratado Antártico, formalizando un sistema que nos vinculó con los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y con la totalidad de las potencias atómicas reconocidas.

La posición argentina, al suscribir el Tratado, se sus­tentó sobre las siguientes bases: respeto de nuestras reivin­dicaciones soberanas (acordado con Chile según declaración conjunta del 4 de marzo de 1948); utilización del área con fines pacíficos y de colaboración científica; prohibición de operaciones militares de cualquier tipo, salvo las que tuvieren fines pacíficos y sujetas al derecho irrestricto de inspección; prohibición del ensayo de cualquier tipo de armas y de cualquier explosión nuclear; prohibición de la eliminación de desechos radioactivos; congelación de las pretensiones territoriales sobre la zona al 1 de enero de 1957.

La propuesta de desnucleari­zación llevada por la delegación argentina no sólo consa­gró la primera área desnuclearizada del planeta, sino que corrigió una maligna tendencia detectable en las políticas nucleares a entreverar peligrosamente las aplicaciones pacíficas con las militares en materia de aprovechamiento nuclear.

En segundo lugar, nues­tra condición de país geográficamente pre-antártico, enfati­zada al año siguiente al depositar juntamente con Chi­le los instrumentos de la ratificación parlamentaria del Tratado, nos obligaba cada vez más a mantener su siste­ma, amenazado algunas veces por las aspiraciones de algu­nos países tropicales que pretendían la internaciona­lización del continente o la administración de su patrimonio por una burocracia internacional. La visita presidencial de Frondizi a la Antártida en 1961 subrayó un mensaje muy claro.

Como miembros fundadores del sistema, se nos reconocieron la posición territorial y el trabajo antártico, con la posibilidad de acceder a la tecnología, tres elementos básicos del quehacer antártico para la política internacional.

Dentro del marco conceptual de la política atlántica y antártica (Sector Antártico Argentino, Islas Malvinas, Georgias del Sud y Sandwich del Sud), el gobierno de Frondizi tuvo que ocuparse del tema de las Islas Malvinas. Como ha venido sucediendo desde la época de esa injusta usurpación, se hizo el correspondiente reclamo, repitiendo los términos del alegato dirigido al Foreign Office por parte del minis­tro Manuel Moreno.

La Argentina, a lo largo de los cuatro años a los que hemos pasado ligera revista, tomó decidida posición en el exterior, tanto en los foros multi­nacionales, en especial desde su banca en el Consejo de Seguridad, como también en otros, y en negociaciones bilaterales, con actitudes y cursos de acción claros y posi­tivos, ampliamente reconocidos y por lo general acepta­dos, que marcaron con convicción y cohe­rencia, el perfil internacional argentino en un mundo en cambio.

———————————————————

*El autor, como funcionario del Servicio Exterior, fue el nexo entre la Cancillería y el Presidente Frondizi, durante los dos últimos años de su gobierno.

 

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